| Quién sabrá qué misteriohace preferible tu beso a otros besos,
 si los otros tienen labios,
 pasión, lengua, movimientos
 paladares y ojos que se cierran.
 
 Qué arcano insondable
 diferencia un beso de otro beso.
 La textura del labio, su grosor pronunciado,
 como el de Tina Turner,
 o el grado de humedad
 y los temblores automáticos
 que tiene Sofía Loren.
 O una ligera inclinación
 a doblar la comisura
 queriendo hacer un pez hueco,
 como el de Maricarmen Regueiro.
 
 No sé a ciencia cierta
 la ciencia de los labios,
 la metodología del beso,
 porque piel, sangre y dientes
 no saben nada de tesis ni de hipótesis,
 se les esconde el saber,
 que, escurridizo se envuelve en la saliva
 y no sé entonces si es mejor
 el beso ácido y denso como el tuyo
 o aquel donde los líquidos abundan
 y abunda el placer por dentro,
 por encima, por debajo
 y por toda la geografía
 que cubren la caricias
 y el alcance de una lengua
 con capacidad de desplazamiento,
 con destreza para amarrarse en los labios
 y hacer con otra lengua
 un nudo milenario
 como el beso eslabón perdido
 que convirtió en hombre al simio.
 
 Tampoco recuerdo
 si el beso que ahora recuerdo,
 con sabor a melón mezclado con cebolla
 y apio y coliflor
 reinará sobre el otro recuerdo,
 el de un beso limpio, insaboro, insípido,
 con sabor a cepillo dental Colgate Plus,
 concentrado en la oruga de Crest
 (la competencia en doble fluor
 haciendo el amor al diente
 con cepillo enemigo)
 y tú y yo gastando la limpieza del beso.
 
 No sé,
 tal vez la marca de la crema dental
 críe la calidad del beso
 o
 tal vez las estrías musculares,
 los alvéolos apretando el diente
 que muerde al labio
 impongan por la fuerza su pasión
 y me impidan otorgar el veredicto
 en favor de un beso u otro beso.
 
 Un pormenorizado estudio
 de las lenguas que he besado,
 tipos, colores, textura de los poros,
 espesor, largo, sensibilidad,
 don del desplazamiento por la casa bucal,
 capacidad de curvas y rectas,
 avances y retiradas,
 juegos a la dureza o contracción,
 alcance del frenillo,
 capacidad de ser culebra o flor
 dependiendo de cómo baile la otra lengua
 o si la boca es bosque o es llanura,
 valle o cadena de montañas
 de dientes o ríos interpuestos
 entre ella y su cielo.
 
 Tendría que establecer yo la estadística,
 tomar apuntes a tu beso y al de aquella y aquella
 de la historia, la otra de ahora o esa del mañana
 y cruzar resultados, computarizar promedios
 de pasión y durabilidad,
 de resistencia y líquidos,
 sin incluir, como es lógico para aislar el fenómeno,
 sin incluir, repito,
 otros usos de labios y boca y lenguas y dientes
 en la industria del placer.
 
 Qué hace a un beso mejor,
 qué papel juega la profundidad del paladar,
 las fuerzas adhesivas de aquel cielo bucal
 y sus estrellas de líneas que acarician,
 qué papel juegan en dar sentido o quitarlo
 a este o aquel de nuestros besos.
 
 Me pregunto si es químico o eléctrico
 el misterio
 que diferencia el beso
 que recorre y enloquece y se clava
 como un sello apocalíptico en todo mi recuerdo.
 O si es algo extranjero a la ciencia
 lo que hace permanecer en cada labio
 un beso por encima de cepilladas
 e incendios temporales de ejércitos de otros labios.
 Si no es tema de estudio
 lo que motiva un beso a ser eterno.
 Si es asunto de alma,
 cuestión de sentimiento,
 de líquida metafísica,
 de química romántica y desprovista de números
 lo que nos hace vivir entre las nubes
 por una simple ecuación de labios húmedos,
 de dientes pareados,
 de salivas que se mezclan.
 
 Y si esta expresión no es susceptible
 de ser tocada por la pinza,
 si se esconde al microscopio,
 si huye de la estadística
 y del oficio de pensar,
 si no es objeto de estudio,
 no tengo más remedio
 que aceptar el fracaso de este análisis,
 y besarte
 y besarte
 y besarte
 y besarte
 sabiendo que de este beso tuyo
 no sé nada,
 a no ser este deseo de volver
 anticientíficamente a darte un beso.
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