Primero
Eran los dos en una vieja barca picada por la sal, descascarillada por la acción constante del Sol. Iban a la deriva sobre un mar calmo. Sin puntos de referencia en el horizonte, con el Sol brillando en su cenit, tampoco es que pudiera afirmarse que realmente se movieran ni en que dirección.
Ninguno sabía cuanto tiempo llevaban así, sentados frente a frente, achicando la cuarta de agua que se formaba en el fondo de la barca cuando se hacía necesario, acordando mediante gestos el orden alterno de las guardias nocturnas. Se comunicaban por señas porque pronto, aunque no sabían cuándo exactamente, habían descubierto que hablaban idiomas distintos y mutuamente ininteligibles. Cada cual había decidido que el otro era alemán.
No llegaban a comprender, entre otras muchas cosas respecto de su situación, el no haber muerto de hambre o de sed pues, por más que estuvieran desorientados, les parecía evidente que se habían sucedido más días y noches de los que un ser humano puede sobrevivir sin comer o beber. Y desde luego estaban hambrientos y sedientos pero de una manera constante y soportable, como una molestia siempre presente que se hace costumbre y casi se olvida.
Sin comer, sin beber, en silencio llevaban pues, concluía cada uno por su cuenta en su fuero interno, lo que suponían mucho tiempo sentados en una barca a la deriva, frente a frente, mirándose y sin otra ocupación que achicar de cuando en cuando y dormir alternándose. Ambos se daban cuenta de que la situación era cómica, de un modo desolador, aunque no se permitían más que una tímida sonrisa cuando el otro dormía, por miedo a ofender.
Un momento liberador cuando el obligado compañero de viaje cerraba los ojos. Cada cual podía entonces ser él mismo; el uno soñándose en tierra firme, rodeado de gente amable y de su mismo idioma, el otro pensando libre, sin tener que estar pendiente de nadie más que de si.
Pensando estaba cualquiera en cuánto iba a durar aquello cuando divisó, a lo lejos, alzándose apenas sobre el horizonte, la cumbre nevada de una montaña. El Sol del amanecer se encontraba en ese instante sobre su vértice, grande y colorado. Se le ocurrió que parecía pinchado al pico de nieve.
El otro dormía aun y se dispuso a despertarle sacudiéndole el hombro pero a medio camino detuvo el gesto, cayendo en la cuenta, algo sorprendido, de que nunca, que recordara, se habían tocado. Dubitativo miró como la montaña iba quedándose atrás y a la derecha en tanto que la barca era arrastrada lentamente por la corriente, al parecer hacia el norte.
Aquello le decidió. Con delicadeza palmeó el brazo del otro que despertó sobresaltado por el inesperado contacto. Inmediatamente, sin necesidad de más explicaciones, se hizo cargo de la situación.
Intentaron cambiar el rumbo remando con las manos, vano empeño pues la corriente era pausada pero terca y firme. Uno se levantó y empezó a tironear, intentando arrancar el travesaño donde llevaba sentado desde no sabía cuando. El otro le imitó y pronto contaron con dos remos improvisados con los que consiguieron que la barca virara a regañadientes y enfilar rumbo oeste, hacia la montaña y a un Sol sorprendentemente inmóvil.
Remaron sin descanso, corrigiendo de cuando en cuando la dirección que tendía al norte por la corriente, sin detenerse pues la barca viraba inmediatamente. La montaña crecía sin cesar y ya se cernía imponente sobre ellos, mordiendo una enorme porción del cielo con el Sol rojo prendido a su cumbre. Por fin, tras lo que les parecieron días, semanas, avistaron una playa arenosa que se derramaba al mar de su misma falda.
La barca varó a unos metros de la línea de costa que unas olas minúsculas batían, lamiendo la arena siempre hacia el norte.
Bajaron de un salto y, con el agua a la cintura, arrastraron la barca hasta dejarla sobre la arena seca. Agotados y como de mutuo acuerdo se tumbaron y quedaron dormidos bajo una luz de constante amanecer.
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