EL ASCENSOR
Toda pesadilla es una amenaza, una proposición ficticia cuyo cese puede suponer la indeseada incorporación a la realidad de la misma y el inicio de una serie de episodios letalmente terroríficos. Es cierto que, la mayoría de las veces, queda todo en ese terreno de la ensoñación, de lo experimentado sin visos de certeza, y concluye, pero, aquel día…
Aquel día, ya dentro del ascensor, tras pulsar el botón correspondiente al piso al que me dirigía, escuché:
- ¡Cierre de puertas!
Se trataba de una voz metálica seguramente producto de la instalación de ciertos dispositivos informáticos acaecida durante el último ajuste previsto para el adecuado mantenimiento del aparato elevador. Una voz cual las populares de cine o televisión para expresión hablada de todo tipo de máquinas. Una voz capaz de decir más cosas:
- ¡Subiendo!
Vino luego el anuncio de la planta solicitada, la verificación de la apertura de puertas… Nada que pudiera atribuirse a otra cosa que no fuera la dispensa de nuevos servicios. Incluso es fácil ver en tal intento de personalización el empleo de la tecnología para facilitar el uso de transportes así a colectivos discapacitados como el de los ciegos. La cuestión es que, conforme pasaron los días, el maldito enano que debiera haber alojado en algún rincón del ascensor, como siempre sostuve, amplió sus asertos y diligencias… Por ejemplo, tras una mañana de compras en la lonja, de vuelta con unas piezas de pescado destinadas al condimento de un buen arroz de caldero escuché:
- Buenos días. ¡Cúbrase el rostro! ¡¡Fumigación!!
Inmediatamente mientras el elevador realizaba su recorrido, un gas perfumado se expandió por toda la cabina, como si la máquina hubiera advertido la necesidad inaplazable de limpieza.
Por otra parte, ser interpelado para conocer mi opinión acerca del cambio climático, interesarse por la salud de mi familia y la mía propia, deducir mis intereses políticos y constatar mi gusto por los colores de tal o cual equipo, era plato de todos los días, fuera en versión ascendente o descendente.
Lo fui aceptando, por ejemplo, como se consiente la humedad costera con tal de disfrutar de la proximidad del océano. Eso a pesar de ser recibido cada vez más a menudo con vocerío de publicidad, propaganda política, bandos municipales y notificación del número de farmacias en esa fecha de guardia. Nunca faltaron las efemérides del día ni los boletines de noticias, por lo que, tomar el ascensor de la finca en la que vivo, era obrar igual que quien desamordaza a un charlatán de mercado: exponerse a la fecundación de los tímpanos dejándolos preñados de cotilleo durante varios días.
La cuestión es que, tras un par de semanas de uso en estas circunstancias, logró sacarme de mis casillas. El artefacto, notablemente crecido, se atrevió a realizar comentarios despectivos acerca de mi forma de vestir o despreciando a mis amistades. Hubo ocasiones en las que se negó a facilitarme el acceso a la cabina si no me cambiaba de calcetines inmediatamente. Pero como intercalaba a ese carácter escasamente diplomático con momentos de servicialidad extraordinaria, aguanté:
- Leo: Mal día para invertir en bolsa, tanto como para esperar nada de su pareja. Es mejor que pase la jornada entre almohadones.
De todos modos el día que adquirió la costumbre de pregonar las intimidades que suponía ocurridas en mi domicilio, pues cavilaba no se qué fantasiosos asuntos de tórrida pasión tras aquellos trayectos realizados por mí en la compañía de señoritas cuyo palmito movía al asombro más gozoso, amigas a las que uno invitaba en su calidad de soltero y excelente partido, perdí los estribos. Desde entonces, y no quieran saber ustedes mediante qué procedimiento, el ascensor enmudeció y se detuvo. Ahora los vecinos ejercitamos nuestros atléticos cuerpos subiendo y bajando pisos prontos a ganar años de vida, según se dice: por supuesto, cuando el artefacto que nos priva de tan saludables costumbres se repare, será de los que no dicen ni “mu”. O eso le he pedido al presidente de la comunidad.
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