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La sangre del miura




Ya había pasado media hora sin la menor señal de ella. Ni siquiera vi una mujer pasar en automóvil y mirar hacia el restaurante para ver si alguien la estaba esperando. Bueno, vi muchísimas pero ninguna podía ser ella. “Hermosísima y sensualísima seguro es”, pensaba yo, allí sentado, esquinado en la ventana, en ese sitio lleno de sucios políticos y sucios comerciantes que como siempre cenan todos juntos al final del día; todos negociando los arreglos de sus nuevos debacles, y planeando los de mañana. Pero no estaba allí para pensar en eso, estaba allí por idiota. ¿Cómo diablos pude yo sugerir tal sitio para conocer a una hermosa mujer? Bueno, hermosa en mi imaginación porque todavía sus ojos no se habían encontrado con los míos y no sabía quién diablos era: simplemente éramos yo y mi increíble imaginación. O mejor dicho, yo y mi afán de creer que las cosas especiales llegan a base de un riesgo irracional, como tirar los dados en el casino; quizás creo posible crear milagros por mi propia cuenta.
A las siete de la noche se podían oír las voces ebrias y los tonos burdos, la música de los hombres hábiles, de los no “pendejos”... “¿Qué hago yo aquí?”, me preguntaba. “¿Como pude pensar en este lugar?” Pero sabía que ella no vendría, y en cierta forma eso me gustaba, porque quizás sea de las buenas, de las seriecitas. Yo, justificando el porqué muy pronto me iban a dejar totalmente plantado. Estaba ansioso por verla, pero sabía que no iba a venir. ¡Lo sabía! Pero proseguí torturándome más, así que pedí un plato de jamón serrano con otra Coca-Cola. Es increíble que todavía siga bebiendo esta gaseosa, fría y rica después de todos estos años. “¿Será adictiva?”, pensé. El camarero me echó una mirada extraña, como diciéndome que beber Coca Cola sola es un acto de tontos y más si pides un servicio de jamón serrano, pero fue amable y tomó la orden y se retiró.
—Aquí tiene usted, señor —dijo el camarero.
—Gracias, muy amable. Dígame algo… —le dije.
—Diga usted, mi jefe.
—Aquí no vienen mujeres a entretener a todos estos dones. No quisiera que mi novia llegara y se sintiera incómoda. ¿Me entiende? Esto se podría convertir en un burdel fino, ¿me copia?
Él se sonrió y me dijo:
—Aquí todo el mundo se siente bien, señor. Este es un sitio respetable. Me avisa cuando quiera cualquier otra cosa, mi jefe. Con un gesto servicial se retiró de nuevo.
Era alto, corpulento, siempre con una sonrisa visiblemente falaz, y se desplazaba por su territorio con mucha rapidez y maestría, seguro que detrás de su máscara había otra persona pensando en otra vida, otra cosa, otra realidad —su superficie automática.
Me sentía más cómodo con el Serrano. Ya estaba consumiendo y nadie podía pensar nada peculiar de mí. Faltando poco tiempo para ser declarado oficialmente plantado por una mujer que, en mi imaginación, estaba seguro era la mujer de mis sueños.
El restaurante era español, lleno de afiches de corridas de toro, bonitos cuadros de las costas del norte de España, jamones colgados del techo, vinos que cubrían las paredes detrás de la barra y el olor agradable, inconfundiblemente adulto y tradicional. Por suerte tenía una revista, National Geographic, me interesaba leer un artículo sobre Dubai: la famosa ciudad construida en menos de dos décadas, es ahora el oasis de los seres más poderosos del mundo y unos locos que cruzaron desde Rusia a Canadá por el polo norte. “Dos sueños hechos realidad”, pensé, mirando hacia arriba y encontrándome con un afiche antiguo de 1947 “Gran Corrida de Toros con Manuel Rodríguez Sánchez, "Manolete”. Mi abuelo decía que era el más grande de todos los tiempos, pero lo mató un Miura el mismo día que tenía pensado dejar la profesión. En la vida hay que tener suerte — “accidentes felices”, pensé.
Tenía que ir al baño. Algo que me tenía preocupado, porque significaba pasar por la jerga, donde los más hábiles. “En realidad, ¿qué ha hecho esta gente por la humanidad? ¿Cómo serán sus hijas? ¿Qué sentimientos tendrán?”, pensé. Recordé mis años en el colegio, cuando era solo un niño y en los recreos tenía que pasar por zonas similares, con miedo a un cocotazo o una maldad; pasar por la zona de los populares, los hijos de los más ricos, los presumidos, vanidosos, rudos, abusadores… Volviendo atrás, yo no era un santo y parece que fui un poco solitario, como que nunca pertenecí a ningún lado. Pero qué carajo, así siempre ha sido y así siempre será. Los mismos tipos de gente ocupando sus roles en la vida —vida tras vida. Me puse de pie, tenía que orinar.
Enseguida empecé a ver gente de periódicos, de las que se encuentran en los titulares. Me saludaban sin ningún tipo de vergüenza. Vi algunas caras familiares, otras muy concentradas en sus conversaciones “top secret”, y hasta el volumen mermó. Éstas eran las bestias, las hienas, los leones, las panteras… juntos y emburujados. Dueños de esta selva de isla. Eran hombres: creadores y destructores, muchos adolescentes todavía a pesar de sus cabelleras grises.
Escuché una voz dulce de una mujer joven y miré hacia ella con excitación, pero era la cajera. Una mujer con una apariencia llena de insipidez pero con una voz de tono exquisito. “Qué injusta es la vida”, pensé. “Seguro ella no sabe que es bella”. Entré al baño e inmediatamente me encontré con un viejo sentado como una estatua ante la puerta. El guardián de lo que parecía una tienda o mejor dicho, una mesa de algún mercado de pulgas: cepillos, gelatinas, peines, pasta de diente, desodorantes, hasta anillos habían. Todo disponible para el que lo desease. Oriné en paz porque no había nadie, me acerqué al espejo, me lavé las manos, luego me descubrí par de espinillas y las aplasté, me lavé las manos y la cara de nuevo.
—Dígame usted, don... ¿quién es el valiente que se peina con este cepillo ahí todo lleno de to eso cabellos?
—Sabrá Dios de quienes son.
—¿Es que usted no se da cuenta que eso no es higiénico? —le pregunté.
De repente entró Pedro Román, y no dejó al viejo responder. Don Román es un hombre importante de este país, ya que es un líder de masas de su partido, además de los cargos públicos que ha ocupado. Sin embargo, su reputación siempre ha sido la de un hombre falso, corrupto y hasta diabólico. Entró con una sonrisa hipócrita y deshonesta.
—¿Cómo le va, Chucho? —saludó Román.
—Ya uté ve, Don Pedro..., de chin a chin —contestó el viejo.
—¿Cómo está usted? —me preguntó extendiéndome la mano. Lo saludé por cortesía, pero no dije una palabra. Mostré algo de timidez. Me hubiera gustado preguntarle si era verdad todo lo que dicen de él por los periódicos, todas las pruebas que tienen los abogados del otro bando. “¡Claro que es verdad! Se le nota en la cara llena de hipocresía y de burla hacia un sistema judicial débil y corrompido. Lo inteligente sería darle mi tarjeta, sí”, pensé mientras él acababa de orinar. “Eso es lo inteligente, quizás se me pegue algo, quizás dé el palo que muchos han dado y no han hecho nada más”.
Él se acercó al espejo y, como si conociera todo lo que el viejo tenía en su asquerosa mesa, agarró el cepillo y empezó a peinarse como todo un león.
—¿Don Pedro?
—Dime, mijo, ¿cómo te va? ¿Cómo te ha ido? —dijo como si me conociera.
—Solo quería saludarlo y darle mi tarjeta, y ponerme a mí y a nuestra empresa a sus órdenes. Es un honor conocerlo —le dije con una sonrisa profesional.
—Gracias, mijo, para eso es que estamos, para servir y echar este país para adelante –dijo leyendo mi tarjeta. Luego abrió los ojos y añadió:
—¡Ah, tú ere hijo de Arturito! ¿Y cómo ta el viejo? Ta perdío, coño. Esa mujer lo ha vuelto loco, no joda nadie. ¡Coño! Ese papá tuyo era un degraciao, ¡aiaiaiaiai! ¿Y ya no bebe romo? —preguntó.
—No —respondí lentamente y con vergüenza.
—Ja ja, te pareces a él: son igualito. Llámame cualquier cosa que tú necesite, ¿oíte? Y salúdame al viejo —dijo, y salió del baño.
Caminé lo que para mí era un largo camino hacia la mesa, me senté pensativo, tratando de digerir mi visita al baño. Saqué el celular, leí la hora y la fecha, pero me dije que no la iba a llamar. Eso sería terrible. Marqué otro número.
—Aló —contestó mi padre.
—¿Qué hay, papi? ¿Cómo estás?
—Terminando de cenar. ¿Y tú? ¿Y ese vocerío? ¿Dónde estás? —preguntó él.
—Estoy en el Mesón de Gonzalo —contesté.
—¡Mierda! ¿Qué tú haces ahí muchacho? —preguntó mi padre con un tono de desaprobación.
—Aquí, esperando a alguien con quien quedé de juntarme, no sabía que esto se ponía así. Esto está lleno de tigres y delincuentes. Pedro Román te manda saludos.
—¡Oye esa vaina! Mi hijo, la verdad que… bueno… Te recomiendo que cuando llegue te vayas de ahí a otro sitio —dijo con una pizca de burla en la voz. —Ten cuidado en ese sitio, Arturo. Te dejo, que estamos viendo un programa —concluyó y colgó.
“¿Qué haría el viejo en esta situación?”, me pregunté. Probablemente pararse de la mesa e irse a su casa a darse un baño y estar tranquilo, mandar a esta rastrera a la mismísima mierda. “¿Con qué derecho me deja plantado sin llamar y nada? ¡Ella se lo pierde!” O quizás debiera simplemente coger el teléfono y llamarla a ver si le ha pasado algo, y si no lo levanta dejarle un mensaje cordial por si acaso le dio vergüenza, y esperar que haya una próxima vez. O tal vez él se pararía de esta mesa y se uniría a la algarabía, y se pasaría la noche bebiendo y comiendo tapas con su amigo Pedro Román.
Miré hacia fuera. La noche hablaba con el fuerte viento que ahora soplaba, veía hasta hojas volar por el aire, como si fuera otoño en un país templado. Algo estaba por ocurrir en la naturaleza. ¡Qué idiota soy! Yo pensando qué harían los demás. Porque yo no pienso con la cabeza, y entender que esto es una locura y que soy un imbécil por estar aquí esperando a nadie, a alguien que no existe. Debería pararme y largarme ¡ya!
—¿Arturo? —escuché en una hermosa voz.
Levanté la cabeza y dije “ujum” con la boca abierta, como un anormal.
— ¿Paola?
Me quedé unos segundos largos mirándola a los ojos como se aprecia un paisaje hermoso, hasta que mi mente reaccionó y me levanté.
—Por favor siéntate —dije, halándole la silla frente a la mía. —No puedo creer que de verdad llegaste —añadí. Y ambos nos sentamos.
Sus ojos verdes brillaban como el brillo del sol en una mañana de invierno. Su pelo rubio eclipsaba cualquier sol, en cualquier cielo, de cualquier planeta. Estaba toda vestida de negro: suéter negro apretado pero no vulgar, sin embargo no pude ignorar sus hermosos pechos, una falda negra corta por encima de unas medias que llegaban hasta sus zapatos altos. Tenía una boina gris tipo francés, bien excéntrica, que le permitía lucir su frente y enseñar sus cejas hermosas. Sin maquillaje, sus labios rojos le daban un color de tono mate perfecto a su rostro y a su alma. Me imagino que en esos cortos segundos de análisis ella también había llevado acabo el suyo. “Si se pudiera ver lo que pasa por esa cabecita”, pensé. Estaba un poco nervioso y en realidad no sabía qué decir. Era la primera vez que la tenía de frente después de tanto tiempo hablando con ella por un teclado, dentro de los cables remotos de cyberia.
—Perdona, pero no sé qué decir —le dije sonrojado. —Qué bueno que finalmente hayas aceptado mi invitación a conocernos.
Ella no pudo responder porque en ese mismo momento llegó el camarero.
—Buenas noches, ¿qué les traigo? ¿Le gustaría la carta? Tenemos mero, chillo, ternera, la paella ta acabá de hacé, tengo cocido, fabada, rabo encendío, lengua, ceviche…
—¡Wey! —le interrumpí—La carta y también unos minutos, ¿ok?
—¿Algo de beber? —preguntó el camarero.
Mire a Paola pero no la dejé responder porque mi plan era salir de allí lo más rápido posible, buscar un santuario, silencio y paz.
—No, ta bien mi amigo, le pedimos todo cuando usted vuelva, dénos unos minutos. Nuevamente el camarero fue amable y con su sonrisa falaz se retiró.
—Vámonos de aquí. ¿No te importa? —le dije a Paola.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¿No vez dónde estamos? Esto es un clavo, un lugar donde nunca te traería. La Peña en persona. Aunque siempre mi abuelo nos traía aquí a comer, pero de eso hace mucho tiempo. Ahora esto es un escondite social. No es que el sitio sea malo, pero prefiero estar contigo en otro ambiente.
—No, ombe, si ya estamos aquí, total. Y mira el diluvio que está cayendo—. Y añadió: —Te vez mejor que en las fotos que me mandaste y no aparentas tu edad: pareces de 20 no de 26. Me imagino que tienes el pelo de tu madre y el rostro fuerte y masculino de tu padre. Ahora no te puedo decir quién es el flaco de los dos, pero me huele a que es tu padre también.
—Tienes buena intuición, Paola, así es. No podría hacer lo mismo contigo, tener esa percepción certera. Sin embargo, siempre sentí en nuestras conversaciones cierta afinidad que ahora rápidamente confirmo con solo tenerte delante —dije. Y decidiendo complacer su deseo de no movernos del Mesón de Don Gonzalo, le hice señas al camarero.
Después de horas compartiendo, horas que parecían minutos, minutos llenos de fluidez y ritmo, estábamos en otro nivel, donde ya el vocerío del happy hour ni siquiera se oía: era como si los dos tuviésemos puestos dos sofisticados audífonos gigantes, de esos de estudio de grabación con los cuales sólo podíamos oír nuestras voces, nuestra respiración. Sentía un tambor sonar fuerte detrás de mi esternón, con el ritmo de una ceremonia dionisiaca. No quería pensar en nada, sólo quería que ese momento durara toda la eternidad. Pero claro, eso lo pienso yo por idiota, porque no hay que ser experto para saber que no estaba pensando con la cabeza, sino con otra cosa. Y eso de estar pensando así definitivamente era algo muy peligroso, ¡lo sabía, lo sabía! ¿Cómo puedo yo trancarle la puerta a mi corazón? Con mi cabeza, si no me jodo. Esa es la regla.
Fui al baño. Ruta nueva, solitaria y segura. El viejo sentado en el mismo lugar, como toda una estatua. Me sentía bien, con mi tambor en el pecho, loco por regresar a la mesa y verla de nuevo. No quería soltar este mágico momento. “Esto es mejor que cualquier droga”, pensé, y empecé a sonreír. El viejo me echó una mirada y también sonrió, le tiré cincuenta pesos en el sombrero y seguí mi camino.
Mi sonrisa desapareció tan pronto vi a Pedro Román sentado en la mesa junto a Paola. Tenía sus brazos sobre ella y le hablaba al oído. Paola estaba tensa y asustada cuando me vio, y abrió los ojos diciéndome como se sentía. Un indecente, abusador... obviamente el alcohol ya había hecho de Román una completa bestia sin escrúpulos y totalmente insaciable. Yo debí agarrarlo y apartarlo de Paola, sacarlo de la mesa y romperle una silla en la cabeza. ¡Sí! Eso sería una buena noticia para los periódicos, eso sería una buena producción para uno de esos programas de televisión que siempre nos dan la verdad a medias. Pero por aquí no existen héroes, y el que quiere serlo generalmente amanece muerto en un zafacón, como los miles de perros y gatos que se ven muertos por todas las calles de esta ciudad. Román era un hombre inmenso, fuerte, y yo sabía que cerca sus protectores lo vigilaban.
—Hey, don Pedro, por favor, tenga un poco más de respeto, la señorita está conmigo –le dije finalmente. Paola trataba de quitárselo de encima, pero él era demasiado fuerte, demasiado pesado para ella.
—Vamo señor, déjeme en paz, ¡por favor! –exclamó Paola casi gritando.
¿Quién le quita licencia de llevarse al mundo por delante a los que se creen los más hábiles, los más fuertes, a los que tienen una doble moral? Tenía un serio problema. No tuve más remedio que agarrarlo por el brazo y apartarlo de Paola. Tenía que ser el héroe. ¡Tenía que ser un hombre! Pero claro, todo tiene su precio, y todo tiene su riesgo. Quizás ésta era mi prueba, quizás éste era el fin del camino, después de esta noche no seré un idiota más, seré un hombre con la barbilla en alto, con su propia bandera. Aunque sus discípulos me maten, aunque él me aplaste, le haré frente, y si tengo que matarlo, lo mataré.
Cuando lo levanté ya Paola estaba libre en su silla, y él se volteó hacia mí, como contento de que hubiera hecho lo que hice, como feliz de tener ahora una excusa para romperme en pedazos, lo estaba esperando, lo había provocado como tantas veces lo ha hecho en su vida, saciando su apetito de crueldad. Estaba desenmascarado, éste era él, y yo era su presa, yo había caído en su trampa.
Primero me dio un cachetazo en la mejilla izquierda haciéndome perder el equilibrio, para de inmediato darme un puñetazo en la boca del estomago, dejándome inmóvil en el suelo, y yo tratando de encontrar aire. Sus discípulos bloquearon la escena. Estaba muy jodido.
—¿Te quieres hacer el hombre, eh? ¡Párate! ¡Párate! —decía muy alterado, pateándome. Y se tiró al suelo, y puso su rostro frente al mío —¿Tú vez esta marca que tengo aquí?— Era una cicatriz enorme en la frente. —Fue el desagraciado de tu papá quien me la hizo, ese hijo de la gran puta. Me rompió una botella ahí. La ves ¿eh? ¿La ves?— Yo no podía responder, ni hacer nada. Estaba privao.
—Ahora te voy hacer una más grande a ti para que te paces la vida marcao como yo —exclamó. Se puso de pie y miró hacia la botella de vino que quedaba en nuestra mesa. La tomó y se me acercó de nuevo levantando la botella. Entonces escuché uno de los sonidos más temibles y respetados en todo el mundo, un sonido inherente, y yo diría especial, que quien lo escucha pone pausa a cualquier momento: una escopeta.
Don Gonzalo estaba de pie detrás de Román, acompañado de una doce marca Rémington 870 Marine Mágnum, escopeta predilecta para cazar patos. Un viejo que apenas tenía cinco pies de estatura, calvo, con un bigote espeso, su cabello grasoso y grisáceo peinado para atrás, anteojos que parecían traseros de botellas y una panza enorme que colgaba de su correa.
—Suelta la botella, Pedro —dijo don Gonzalo con un acento puro valenciano. —Suéltala ya si no quieres que te mande a ver a la madre que te parió. — Román lo miró sorprendido.
—Mira, viejo, mejor será que tú me dejes de apuntar con esa vaina, ¿Tú oyes? ¡Gonzalo, coño! ¡Soy yo, Pedro, que ta aquí! ¿Qué tú haces apuntándome a mí con esa escopeta? ¿Tú te ta volviendo loco, coño? ¡Eh!— El viejo no le dijo nada, se quedó callado, frío y mirándolo a los ojos. Entonces Pedro Román sintió el silencio del desdén y la soledad. Ahora estaba solo, y finalmente despertó y vio a su alrededor los rostros de sus amigos, compañeros de happy hour, clientes, ciudadanos, empleados, traficantes de influencia. Lentamente soltó la botella bajando la cabeza.
—Eres un hijo de puta, Pedro, y quiero que te largues de mi restaurante. Tú y tu cola de mierda mal nacida —dijo el viejo sin pestañar. —No te quiero ver más por aquí, cabrón. Así que márchate ya antes que empiece a hacer llamadas.
Román dio media vuelta y se marchó. Sus discípulos siguieron. Bañada en lágrimas, Paola se tiró al suelo para ver si yo estaba bien. El camarero me trajo agua, y me pusieron de pie. Don Gonzalo ya había desaparecido, no sé si a hacer esas llamadas. Quería darle las gracias pero no pude.
—Señor, cuando usted quiera irse nosotros lo llevamo a su carro y lo seguimos hasta su casa. —Me dijo uno de los empleados del restaurante. Le di las gracias, pero le dije que no era necesario. Unos minutos después Paola y yo nos marchamos y la seguí a su casa.

***
—¿Entonces don Gonzalo sacó la 870 para salvarte la cabeza? —preguntó mi padre con los ojos bien abiertos, sentado en su inmenso escritorio. —Pásame ese fólder mi hijo. —Se lo pasé. —Yo te dije que te fueras de ahí, ¿no te lo dije? —Me miró como un padre, pero pronto sonrió como un amigo. —Don Gonzalo era muy amigo de tu abuelo, él llegó con don Felipe en el mismo barco con todos esos españoles refugiados de la guerra. Digo, también don Gonzalo me conoce porque yo antes iba a cada rato a bebé trago al mesón. Un hombre incojonao es capaz de cualquier cosa, mijo, eso hay que tenerlo presente. Una vez mamá sorprendió a Pedro brechándola mientras ella se bañaba, y eso para mí era para matarlo. Entonces lo agarré y le partí una botella en la frente. Cosas de muchachos, éramos niños. Vivíamos en el mismo barrio. ¿Tú sabes los golpes que a mi me dieron cuando pequeño gente que veo por ahí? Pero eso hay que dejarlo en el olvido. Se dio un jumo y bueno, ya tú vez. Siempre ha sido un loco y siempre ha sido malo, pero con suerte. Quizás se la quitaste y tú finalmente te haz hecho hombre —dijo sonriéndose, y entonces sonó el intercom.
—Dime, Nancy —dijo papá.
—Pedro Román en la tres, don Arturo —respondió la secretaria. Papá me miró con orgullo, sabía exactamente lo que Román iba a decirle. Lo puso en la bocina.
—¡Oh, Pedro! ¿Qué hay de tu vida? ¿Cómo ta esa política? Y Milagros, ¿cómo está? —preguntó papá.
—¿Cómo estás tú, Arturo? Todo bien gracias al señor todo poderoso –dijo Román con una voz llena de respeto.
—¿Qué se cuenta?
—Te toy llamando, Arturito, porque me quiero comprar una televisión de plasma de la que ustedes tienen ahí, a ver cuál tú me recomiendas—. Le hablaba a papá como si fueran los mejores amigos.
—La Phillips es excelente, y te doy un descuento especial. Tú sabe que siempre es así —dijo picándome el ojo.
—¿Tú sabe que me encontré con tu hijo anoche donde Gonzalo? Pero Arturo, ¡ése e igualito a ti! ¡Coño, igualito al pai! Ahí andaba con un hembrón. Después tenemos que juntarnos pa hablá unas vainas que quizás te convengan que podemos amarrá por aquí. Vamo a juntarnos, unos traguitos, ¿qué tú cree? —dijo Román
—Ya yo no jodo, Pedro, pero cuando quieras hablar estoy aquí en la oficina.
—No hay que hablá, Arturo, gracias por todo.
—Gracias a ti, Pedro. Un abrazo, y salúdame a Milagros.

Texto agregado el 29-12-2007, y leído por 425 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
31-03-2008 Me gusta ese fluir de conciencia nervioso mientras el personaje espera, bien narrado. Es una hermosa historia de un encuentro que registra todo un entorno costumbrista, de los muchos que se pueden encontrar en nuestros países de hispanoamérica. Me gusta la relación con la inmigración, esas deudas y esos ajustes de cuentas entre paisanos, que alcanzan a toda una descendencia. Es parte de nuestra historia, de nuestras tradiciones, a las que no alcanzamos a escapar aunque tengamos ahora distintas formas de conocernos y encontrarnos, como les ha ocurrido a estos dos chicos. En esta América barroca, conviven la historia y la tradición con los adelantos en el campo de la informática que los países de vanguardia nos dejan tener. Felicitaciones, muy ameno el relato, muy bien contado, ha sido un gusto leerte. Muchas gracias por la invitación. 5* sara_eliana
30-12-2007 La verdad que si hubiese empezado a leer desde el primer cuento (como se debe hacer) me hubiese evitado poner ese comentario en el ùltimo),Porque ahora veo que sos un escritor de veras,y hasta me siento una tonta comentando tus escritos,pero sos uno de los pocos que me provocò leer un cuento tan largo y que encima me guste.Te envio mis humildes saludos y todas las estrellas del cielo para premiar tu talento.Besos.********************* estrellas que mystica_1503
30-12-2007 Huy que buena historia, tiene mucho que decir, comentar, clasica me imagino estilo viejo oeste, aunque nadie se bate en duelo, el llegar a conocerse personalmente esos que por un tiempo solo virtual aparecian es genial... luego ese que llega buscando pretexto para cobrarse una vieja rencilla, de verdad que me gusto mucho. Ramirob
30-12-2007 Desde mi inexperta opinión de aficionado, déjame decirte muy buen cuento. Ac0sta
30-12-2007 Desde mi inexperta opinión de aficionado, déjame decirte muy buen cuento. Ac0sta
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