MI CAMA.
Sencillamente no me daba la gana de levantarme. Vamos a ver, yo había tomado la decisión de quedarme en la cama, ¿Por qué no podía hacerlo?. Era mi decisión y me gusta ser consecuente con lo que decido. ¿Por qué?. Pues bueno no lo sé, pero si que afirmo rotundamente de que estaba harto. ¿Del sistema?. Sí , eso es, del sistema, que queda muy sufrido decir que uno esta harto del sistema.. Harto de ver desgracias en los telediarios, de escuchar a hipócritas en los medios de comunicación diciendo hipocresías mientras otros hipócritas aplauden pensando en “lo suyo”. Harto de tener un trabajo mal remunerado y frustante, de que mi mujer en cualquier momento me dejara por otro, cargado de dinero y de la mala leche necesaria para seguir ganándolo. Estaba como se suele decir hasta donde sólo podemos estar los hombres, las mujeres acaban estando hasta otro sitio, igual o peor de significativo.
Pues nada, que no había manera de que me dejaran en paz, y eso que yo me lo monté bien para poder estar todo el tiempo posible en la cama. Me levantaba sólo para ir al lavabo y para abrir la puerta cuando llamaban, porque uno aunque reaccionario es aseado, pulido y buen anfitrión (que seguro que en el manual del buen anfitrión lo primero que te dicen es que conviene abrir la puerta cuando llaman). Tenía en la mesilla de noche cosas muy interesantes; un teléfono, mi visa y un buen surtido de catálogos de restaurantes, librerías, médicos y servicios a domicilio varios, de esos que hay ahora que les dejas las llaves y lo hacen ello todo solitos. Al principio se lo tomaban a broma, tanto mi mujer como Marga y Andrés mi hijo, y hasta mi suegra Dolores que también que también se lo tomaba a broma pero menos.
Primero me mandaron a un médico privado que había sido mi pediatra, creían que él me convencería para que me decidiese a abandonar mi esclaustramiento colchonero. “No es nada bueno estar todo el día en la cama sin hacer nada” –me dijo nada más llegar. Siguió con las objeciones relativas al dinero. “¿Tendrás que trabajar para mantener tu casa, no?”. Nada, por ahí tampoco me llegó, estoy prejubilado con 47 años y cobro puntualmente por respirar. Siguió con la parte física: “No es bueno que no te dé el sol ni que dejes de hacer un mínimo de ejercicio”. Abrí la ventana entró el sol y saqué de debajo de la cama mis pesas pesadas de 3 kilitos y mi cuerda de saltar. “Quince o veinte minutos diarios le dije.”. El Dr. Pascual se fue quedando sin argumentos, y acabó despidiéndose lacónicamente como presuroso por llegar a su casa y hacer lo mismo que estaba haciendo yo.
Al cabo de dos días vino el psiquiatra del Hospital de Laredo, el que quedaba más cercano a mi casa-cama. El hombre tenía la pretensión de hacerme ver que bajo mi actitud alcobera había en el fondo síntomas de una marcada depresión y que tratando la depresión, se me quitarían las ganas de hacer del pijama mi traje de día, tarde y noche.
No creo que el hecho de que poco a poco la conversación pasará de la frialdad emocional inicial, a acabar contándonos chistes y retorciéndonos de risa sobre mi cama-hogar tuviera nada que ver con su cambio de orientación diagnóstica. “Cojonudo, eres un tio cojonudo, ojalá yo tuviera los “mismos” hombre, venga adiós que me esperan locos de verdad”, y se fue riendo el jodido.
La Ley también pasó por allí, los dos urbanos que hacían la ley carne, y mucha, entraron precedidos por sus barrigas y con sus porras al cinto y gorra casposa pegada a la cabeza. Se me quedaron mirando antes de musitar (el que más caspa tenía) “Bueno ya está bien hombre acabemos con esto de una vez que tiene a su familia muy preoucupada”. “¿Y eso?” –respondí. “¿No ven que estoy perfectamente, a quién hago daño, mi familia está atendida, los niños en el colegio y mi mujer respirando aquí”?, Puse cara de niño bueno y tras un intercambio de predecibles objeciones a mi vocación camera se fueron dando las buenas tardes y rogando a mi mujer que les avisara si pasaba algo (por si me volvía más chalado de lo que consideraban que estaba y hacia alguna “barbaridad”.)
Los días fueron pasando y yo tan ricamente, viendo televisión, durmiendo mucho, pidiendo comida a domicilio (al principio me la hacía mi mujer pero luego se cabreó y me dijo que me las apañara, igual el tío rico ya le había dado el ultimátum).
Durante unos par de semanas no pasó absolutamente nada reseñable en mi cama, simplemente como yo quería que fuera. Así, tranquilito, con mi decisión bien meditada, mi visa en plena forma y empalmando los telediarios, el “cincuenta por quince”, las películas de esas en blanco y negro de la catapúm con el “primer café” de no sé que puñetera cadena.
El médico, el que había sido mi pediatra, sólo vino una vez más a ver “como seguía”, el psiquiatra no me llamaba (en el fondo sólo me llamaba para contarme chistes pero no quedaría serio que yo se lo dijera a Vd. amigo lector). De la ley manifestada corpóreamente en casposas gorras, orondas barrigas y porras amenazantes nunca más supo. Supongo que porque mi mujer les había dicho que no me veía haciendo salchichas con ella, como salía constantemente en un programa que veía cada noche antes del Telediario.
Pero ¡ay!, que el “silencio” duraba demasiado. Me acuerdo cuando pienso en ello de aquellas escenas en las pelis de guerra o del oeste, cuando el protagonista hace callar a todos y dice aquello de “¿no es extraño este silencio?”. ¡Pues vaya si lo era!.
Y así una mañana, cuando ya hacia cuatro meses que vivía en mi cama tras mi decisión madura, razonada, preparada y ¡porqué me daba la gana! y mientras veía con deleite el episodio 876 de mi culebrón favorito entraron todos mi eventuales visitantes pero ahora juntitos: el médico pediatra mío, el psiquiatra chistoso, los dos policías casposos con sus barrigas y otro señor que miraba y apuntaba cosas, debía ser del Juzgado porque también tenía caspa como los policías.
Me negué en rotundo a salir, a dejar mi cama, pero mientras el médico me distraía con no se qué de “en estos momentos no puedes decidir libremente”, los dos policías me cogieron de los brazos, me pusieron de rodillas en la cama, me hicieron sentir la laxitud de sus barrigas en los carrillos, una barriga en cada carrillo de mi cara , y dejaron vía libre para que la jeringuilla que había estando preparando el psiquiatra chistoso no se andara con bromas y se clavase en mis posaderas con precisión de puntilla.
A todo esto el de la libretita seguía apuntando todo,, mi mujer lloraba, mi suegra que había entrado despacito hasta la habitación (como cuando su hija y yo eramos novios) ponía cara de circunstancias, positivas o negativas según para quién. El médico pediatra meneaba la cabeza y por un momento pensé que me iba a dar una de sus caducadas piruletas para que dejara de llorar, patalear y chillar.
De lo último que me acuerdo era del bigote que tenía el del Juzgado porque el muy hortera se lo untaba con gomina, después nada.
Al principio la luz me molestó, fue sólo un instante pero me obligó a hacer un esfuerzo por situarme en aquel ambiente extraño. Cuando empecé a distinguir los bultos que tenía enfrente me di cuenta que allí estaban todos, menos los policías con caspa y el del bigotito con brillantina que se habría ido a pasar sus amarillentas notas a un ordenador antiguo. Allí estaba mi mujer (igual tenía ya la maleta hecha y al destripa pobres esperando abajo en un BMW amarillo chillón), el médico, el psiquiatra chistoso, y mi suegra con su cara de circunstancias (sólo faltaba que dijera ¿Ahora que estamos puestos porque no le damos “matarile” de una vez que no sufra?) Al menos a mis hijos les ahorré el espectáculo de ver a su padre con el “culo en pompa” y la cara entre dos sudorosas barrigas (espero que nadie lo haya grabado y lo acabe viendo en alguna página de “cultura” en Internet, ya que el sarao les había chateando y no habían salido de la habitación.
Todos me miraban con una media sonrisa dibujada, alrededor de mí, con la satisfacción de haber hecho “lo que había que hacer”, yo los miraba a ellos con mis posaderas ultrajadas por la puñetera inyección del gracioso psiquiatra y con la espalda arqueada por no poder apoyar mis posaderas.
Pues sí todos me miraban con sonrisa forzada desde los pies de mi cama en el Hospital.
Manuel Armayones Ruiz /armayones 2
armayone@copc.es
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