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Por fuera se escuchaba el estruendoso sonido de las ametralladoras extranjeras rugiendo y demostrando la sed de sangre. Por dentro Juan miraba a sus compañeros aterrados, todos ellos de edades que rondaban los 18 o 20 años.
Repentinamente el estridente bullicio se calmó y el silencio volvió a reinar en la barraca.
-¡Están recargando! –dijo un adolescente nombrado artillero y que jamás había visto en su vida un cañón de ningún tipo.
- No, ya se retiraron, ¡Estoy seguro! –contestó Manuel al tiempo que se tronaba los dedos.
Julián observó a sus compañeros con una mirada aguileña he increpó corriegiéndosle el error (tenía autoridad para hacerlo, era el mayor de todos, 22 había cumplido la semana anterior):
-¡No sean idiotas!, están ahí esperando a que salgamos para acribillarnos como hicieron con el regimiento 4 de primera línea.

La oscuridad de la noche se colaba por una pequeña ventana del recinto que segundos atrás había iluminado con los fuegos de artillería los rostros de los 126 soldados que temerosos e impacientes se quedaron otra vez en silencio.
Rubén era el único que llevaba un reloj (regalo de su abuelo, un hombre de ejemplar carrera militar), lo miró y dijo en murmullo a Carlos, su hermano, “son las tres y veinte”. El mensaje pasó de boca en boca por toda la hueste allí encerrada, para cuando el último hombre escuchó la frase en realidad ya eran las tres y media, pero la hora pronunciada por Rubén quedó como eterna en las mentes de todos ellos, nadie se atrevía a preguntarla de vuelta porque todos sabían que el tiempo no se movería.
Mientras Miguel de 18 años temblaba (de frío o más probablemente de miedo) y Santiago, inmerso en un llanto sordo, se tapaba la boca, Juan seguía analizando la situación.

-Se acabó. –concluyó.
-¿Qué cosa se acabó boludo? Replicó con furia, pero siempre en voz baja, el aparente líder de compañía, Ramón (21 años).
-Todo.

Su contestación fue con tono calmo, miraba a un punto fijo en el momento que la pronunció y de vuelta el silencio por varios minutos.

-¿Qué hora es? –Preguntó Carlos a su hermano.
-¡Ya te dije! ¡Las tres y veinte! –Dijo Rubén enojado y sin mirar las agujas de su reliquia familiar.
Lo cierto es que eran las cuatro y doce minutos.

Miguel susurró al oído de Santiago: “Quedate tranquilo, Juan dijo que ya pasó todo”… intentaba calmar el llanto del menor pero éste contestó casi furioso y víctima del terror que lo acechaba.

-¡Ustedes están todos locos, no se dan cuenta que estamos muertos! ¡Nos están haciendo sufrir a propósito! Es esta espera… una forma de hacernos sentir la peor de las mierdas, ¡cuando se cansen de reír nos van a matar a todos!.

-¡Cálmese carajo, que nadie va a morir boludo! –Reprendió el capitán Rubén.

Se reimplantó el mutismo en la barraca y para todos seguían siendo las tres y veinte.

Entonces Santiago despertó y como todas las noches desde aquel 31 de mayo de 1982 miró el reloj que logró rescatar del desastre y del cual solo él había sobrevivido, decía las tres y veinte.
Un sueño recurrente fue la condena del pesimismo para el entonces niño que hoy es hombre.

Texto agregado el 03-04-2004, y leído por 219 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
21-04-2004 Me gusto mucho, la muerte en el atlantico sur. Tb creo q las Malvinas son vuestras. faristomenes
 
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