De pequeña, “Los titanes en el ring” eran uno de mis espectáculos favoritos en televisión. La picardía y los disfraces me envolvían en su lucha de juegos coloridos contra la adversidad; Karadagian y su trouppe entraban en escena a mi casa por las tardes junto a mis primos mayores que con una sonrisa cómplice compartían la diversión. Sus tomas frente a la momia, personaje que a todos aterraba, hacía que respiráramos profundo gritando en post de su misterio o saltando de felicidad ante el triunfo a su oponente; el ejecutivo, con traje y zapatillas blancas; el caballero rojo; pepino el payaso; Joe el mercenario; Mr moto; tufit memet, el árabe; la viuda enamorada; el hombre de la barra de hielo; los árbitros partícipes de la ilegalidad o no, mientras nuestros ojos despertaban de alegría al verlos entrar en acción entre golpes y aplausos. También tuve el gusto de verlos en persona, ante una infinita fila de pequeños con sus padres en un club de mi ciudad; en primera fila todo se veía mejor, más a los diez años junto a mi primo de trece y mi madre. La función se movía dentro de la fantasía todo el tiempo, de los cuerpos sudorosos yendo y viniendo por los pasillos hacia el ring, de las respectivas músicas que todos sabíamos de memoria. A veces regalaban panes lácteos, souvenires del espectáculo, figuritas, en las que todos nos amontonábamos mientras ellos insultando por lo bajo, de cansancio supongo ahora, las arrojaban desde el ring. Y las manos entrelazaban su destreza para hipnotizarnos colectivamente en una mística deliciosa imposible de olvidar. Uno de los árbitros, el gordo William Boo que odiábamos, se acerco para decirme que no le gritara cosas en su contra cuando yo nada había hecho, en otro de sus episodios diarios, mientras mi primo en defensa se levantaba del asiento para ir a golpearlo, hasta que él mismo gritó: - No, no, es todo una pantomima. Y las horas se sumían en infinitas carcajadas, voces temerosas o alguna lágrima escapada ante el desencanto. Esos instantes reales que se mezclan con lo emocional, traspasan cualquier hemisferio sensitivo de todo nuestro espectro como hombres. Después el tiempo inexorable, la vida creciendo paralela, las desilusiones y un acercamiento más profundo con mi padre en su enfermedad, hizo que nuevamente como un profuso elixir del destino, las tardes fueran de los dos reviviendo a los titanes por televisión, entre risas, cafés y algún llanto pasajero.
Ana Cecilia.
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