La casa tenía un reloj que escupía un pajarito a las en punto y ya había salido cuatro veces después de las doce.
Estaba frente a la habitación de Claudia y Marta. Pero la puerta permanecía cerrada y el único paisaje que pudo ver en su escapatoria fue un letrero que decía “Peligro”.
Las niñas dormían y el sonido del coche que salía del garaje tampoco las despertó.
Cinco minutos después todo el zumo de naranja bebido durante la cena, hizo su efecto. Claudia, sin encender la luz salió de la habitación rumbo al baño. Nadie lo sabía, pero en su acostumbrado peregrinar nocturno la niña había cogido la costumbre de husmear en la estancia de su madre, veía el bulto de sabanas verdes y seguía el camino tranquila. Esa vez fue diferente, la cama estaba plana y la rama de árbol que siempre chocaba contra la ventana tampoco se lo quiso perder, golpeó una vez, dos veces y hasta cinco. La niña seguía de pie mientras el ruido del choque madera, hojas, vidrio se transfiguraba en una risilla odiosa que la desconsolaba.
Estaban solas por primera vez. Tenían siete años e hicieron lo que ejercen los niños: Jugar.
Despertó a Marta con una bofetada a sabiendas de que los berrinches de su hermana no tendrían respuesta.
--Oh, Doña Marta –le dijo mientras sonreía--. Veo que tiene hinchada la cara, siéntese allí y enseguida le atenderé.
Marta salió de la cama dándole un buen empujón, corrió al dormitorio de su madre, luego a la cocina, al baño, debajo de la cama, frente a la tele… Posteriormente volvió y se sentó a esperar turno.
--Pase, pase.
La examinó minuciosamente.
--¿Y bien? –preguntó Marta.
--Nada grave, tómese estas pastillas dos veces al día y luego vuelva –le dio un bote de plástico con cuatro bolas rojas de plastilina.
En la calle, las cuatro de la mañana pasaban de largo frente a la fachada.
Claudia quería seguir el ritmo y volvió a la carga.
Se lo había pensado mientras hacía las bolas de plastilina, y sólo tuvo que buscar la mochila dónde guardaban los legos. Marta miraba por la ventana y su cabeza rebotó dos veces contra el cristal antes de que pudiese echarse a llorar.
Claudia miró los mocos de su hermana bajar rápido y cuando la lengua de Marta quiso palpar el templado fluido, también reparó en la sangre que se extendía por los dientes.
Claudia imitó la sirena de una ambulancia sin embargo el llanto de Marta fue más alto.
--Venga, venga, esto es una urgencia –le dijo a la vez que la llevaba junto a la cama.
Marta seguía llorando, el sabor dulzón de la sangre le gustaba, el de los mocos también.
--Eres mala Claudia, muy mala y se lo voy a decir a mamá.
--Mamá no está pequeña. Abre la boca, te voy a curar.
Y abrió la boca, la sangre seguía corriendo y provenía de un diente roto.
--Esto es trabajo para un dentista. Espere aquí mientras le busco.
El ave con alas de plástico salio por quinta vez justo a tiempo para distinguir la sonriente cara de Claudia. Se dirigía a la cocina.
Tuvo bastante cuidado al esconder el cuchillo y la piedra que usaban para afilarlo. En el segundo cajón estaban las medicinas; capturó una cajetilla de tranquimazin pues el nombre le pareció apropiado.
A marta le dolía la cabeza, incluso estaba mareada, pero seguía succionando.
--Tómese esto – le dijo nada más llegar.
--¿Qué es?
--Te curará, lo juro.
--¿Dónde está mamá Claudia?
--Se ha ido.
Esperaron sin hablar hasta que la sangre de Marta comenzó a rebosar estancándose en la almohada.
--Abre la boca.
Claudia sacó el cuchillo, le gustó ver la carne abriéndose. En el reflejo eficiente del dolor Marta apartó la cabeza y el cuchillo resbaló pesadamente a un lado.
--Vuelve aquí pequeña.
Marta no hizo caso y antes de que pudiera escapar Claudia la cogió del pelo. La piedra de afilar le sirvió de anestesia y continuó su trabajo.
Había intentado arrancar el diente de Marta, pero se le resbalaba de la mano. Insertó el filo plateado del cuchillo por debajo de la carne, y haciendo palanca escuchó el arenoso movimiento del diente aflojándose.
La sangre era un problema que apenas le dejaba ver lo que hacía. Dos pañuelos abultando la boca de su hermana palearon un poco el torrente.
Claudia sudaba y abrió la ventana. Una ráfaga repentina de aire entró a la casa y al no encontrar salida derrumbó el reloj que por fin dejó escapar al pájaro.
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