Estuve en tu regazo, desorientado y demandante y embocaste en mi boca afiebrada la dureza de tus pezones florecidos para que me sumergiera en fútiles sueños de supervivencia. Hiciste cuanto pudiste para retenerme, me mimaste, me acariciaste y desenredaste mis cabellos con tus dedos que, más bien, eran seres pequeñitos que, en escuadrón, realizaban furtivas maniobras para sosegar mi instinto.
Me gritaste enfurecida con tu voz altisonante cuando me apartaba del rígido molde de tus expectativas y yo, indolente, te rehuía a propósito porque sabía que no eras para mí. Crecimos ambos en fortaleza pero tu camino fue más áspero que el mío, mis desajustes te empequeñecían, sumiéndote en una gris melancolía y yo, que te amaba con desapego, con la soberbia del que sabe que cuenta con una incondicional, supuse que había errado mis cálculos y un día cualquiera, me abandonaste.
Claro, perseguiste a tus propios dioses y sepa uno si les diste alcance. Desde entonces, tu vida fue un tormento, porque me sabías tuyo pero para mí eras una musa distante, un arpegio incierto, un alma que al contraluz, perdía toda divinidad.
Te he visto un ciento de veces y en cada uno de esos tensos instantes, tus lágrimas desteñidas mojan mi camisa, pero no son capaces de retomar el cauce hacia mi corazón. Eres mía, por un contrato implacable, pero ya eres libre por la inercia de una pasión que se fue apagando lentamente. Puedo acudir a ti, tú puedes contar conmigo, pero sólo después de la tumba, mía o tuya, podremos intentar componer este inmenso desarreglo y quiera Dios que sea yo quien se aleje primero porque no quiero estar presente cuando me abandones por segunda vez, madre…
Muchas mujeres abandonan sus hogares, cambiando a su esposo por otro hombre y –lo que es más aterrador- abandonando también a sus pequeños hijos...
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