Por enésima vez leo un libro maravilloso: “Henry Miller, cartas a Anaïs Nin”. Henry Miller es por cierto uno de mis novelistas de habla inglesa favoritos; he leído casi todas sus obras, con excepción de “Trópico de Cancer” ya que le faltan hojas y no lo he conseguido en el comercio.

Anaïs Nin fue amiga y confidente de Henry hasta la muerte de este. Ellos sólo fueron amigos. Sin embargo, es extraño que ninguno de sus biógrafos se haya percatado de que, en realidad, ambos estaban enamorados.

¿Por qué habrían vivido ese amor tan intenso y a la vez tan silencioso? Henry tenía una esposa con la que, aparentemente, no vivía una vida matrimonial en plenitud. Por otra parte, él y Anaïs vivieron casi toda su relación amistosa a la distancia, allá por los años 1939 a 1946.

Por aquellos tiempos no existía el e-mail, mucho menos las computadoras; el correo postal era el artífice de todas las relaciones. Las cartas tardaban semanas, a veces meses, en llegar a su destino. Esa era la magia de los tiempos; la expectativa; el hambre del amado por la amada.

Yo he pedido a Dios por una persona así. Por alguien a quien tener cerca, aún a la distancia. Alguien a quien escribir algunas líneas y enviar en ellas el corazón. Alguien a quien esperar en forma de grafías.

Pero sé bien que Dios no me escuchará, pues no está en sus designios el volver atrás los tiempos.

El correo postal tiempo ha que dejó de existir.