Conciencia
Eran las 6:30 de la tarde la primera vez que sintió que su cuerpo se consumía en una desesperación profunda. Aquella sensación de perder el conocimiento y de ser conciente de que sus sentidos estaban siendo halados hacia un adentro que él no conocía.
Trató de pagar los comprados con toda la calma que su estado le permitió y se fue a su casa. Al llegar, se dejó caer en el colchón que le servía por cama y dejó escapar un par de lágrimas inexplicables que materializaban su necesidad de no sucumbir ante el desmayo.
Sintió un frío interno y un leve temblor en la debilidad de sus brazos. Esperaba el momento de verlo todo negro; pero se consumía sin terminar de hacerlo. Después de media hora en ese estado y, sin perder el conocimiento, se levantó y deseó no volver a sentirse tan miserable.
El día siguiente fue normal pero, a las 6:30 de la tarde, los síntomas se repitieron. Esta vez, él lloró con más fuerza y llamó entre suspiros a sus padres. Soportó el tiempo que fuera necesario y, cuando se sintió aliviado, se levantó a proseguir con su vida. Cenó y sintió ganas de vomitar.
El tercer día sufrió lo mismo a la misma hora. La desesperación que descubrió fue tal, que llamó a su mamá para que lo llevara al médico.
De emergencia y en con el estómago revuelto, se plantó frente a un doctor que lo examinó por completo y no le encontró ningún padecimiento. “Señora”, le dijo a la mamá, “es mejor que salga del cuarto”.
Con lágrimas en los ojos, la pobre mujer tuvo que salir. Desesperada, se tiró en el sofá de la sala de espera. “Hijo” preguntó el médico, “¿acaso lloras mucho?”. El muchacho, impotente, no supo qué responder y cayó en la cuenta de que su malestar lo quería matar poco a poco y lo quería fastidiar como él había fastidiado a los demás. Así, él bajó la cabeza y se resignó a responder: “no, solo lloro cuando mato a alguien”.
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