Había nacido en un pesebre marginal como uno más de sus hermanos. Sólo la polvareda levantada por los perros de la calle acompañó el festejo de ese advenimiento, junto a los brazos de su humilde familia.
Aquellos escarpines tejidos en las vísperas, sustentadas por la ansiedad del amor y la ardua pobreza, cobijaron por primera vez aquellos piecitos iluminados por dos estrellas.
Por ese seguimiento fulgente, tres reyes magos llegaron a Fiorito trayendo, en sus breves bolsas de tela desteñida, igual número de obsequios para ese niño dormido. Lo observaron con seriedad perpleja y antes de despedirse dejaron, al pie de su cama que oficiaba de cuna, una pelota de trapo, una caja que contenía la tierra del mundo y un frasco que albergaba las lágrimas del Universo.
A medida que la criatura fue creciendo, jugaba con aquella pelota de trapo avizorando que algo mágico había en ella, pues podía mantenerla sobre sus pies y trasladarla por todo su cuerpo sin que tocara la superficie del suelo.
Cuando ya había aprendido los números primos, se propuso contar hasta dónde podría llegar sin que su pelota acariciara ese piso que sostenía sus pasos luminosos.
Lo distrajo la llamada de su madre, que lo estaba buscando para cenar. Tratando de recordar, en cada cucharada de sopa deglutida, cuál era ese número de cuatro cifras difícil de traducir, una miga de pan se paseaba presurosa y alegre sobre el borde de esa mesa de tabla despareja.
Una tarde, después de bañarse, buscó el talco para suavizar su pie, inflamado debido al golpe recibido por aquel contrincante que siempre se alteraba cuando no encontraba la manera de frenar su habilidoso avance. Y extrayendo del ropero de sus padres una caja que contenía un polvo suave y brillante que representaba la tierra del mundo, optó por aplicárselo sobre el empeine dilatado.
Al día siguiente recibió la citación para presentarse a una institución que estaba interesada en sus estupendas condiciones. A partir de ese momento comenzó a ascender vertiginosamente hasta lograr el máximo galardón aspirado: jugar en primera división.
Los éxitos se fueron suscitando, por lo que la dimensión de su virtud y de su persona alcanzó ribetes inigualados. Obtuvo el sueño más ansiado, que consistía en darle a su familia el bienestar que equilibrara todo ese amor y sacrificio recibido de parte de sus seres queridos.
El mundo le abrió los brazos, y su nombre se consustanció con el de su tierra.
Un día, las circunstancias implacables que tienden a degradar las virtudes le produjeron un profundo daño a una de sus estrellas. Para su restablecimiento, a alguien se le ocurrió recurrir al frasco que contenía las lágrimas del universo y así poder sanar su dolencia y angustia.
Luego de un tiempo de intensa espera, su estrella se curó y ese mundo que lloró su ausencia volvió a ver la mágica trayectoria de sus pies en el campo de las pasiones encendidas.
Alcanzó la máxima aspiración a la que un hombre puede soñar: se transformó en el semidios del amor y de la controversia.
Mientras tanto, el contenido de aquel frasco comenzó a circular por sus ojos, por sus venas y por sus penas, a tal punto que sintió que le habían cortado aquellas piernas sustentadoras de esas estrellas con las que había nacido.
Y hoy, a sabiendas de que el tiempo del Olimpo es eterno, hemos heredado de ese ser inigualable lo mismo que fue dejado en su humilde cuna por aquellos visitantes que conocían su existencia. La pelota de trapo, la caja con la tierra del mundo y el frasco del llanto del Universo. Pero de nada nos sirve, pues nos faltan las estrellas.
“El indolente jamás puede percibir que en un segundo existe
un instante de eternidad. A la larga, el que dice ser
lo que no es termina siendo lo que es”
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