Los sentimientos mudos
Abrió la puerta la empleada de la casa. Por fuera era bella como un jazmín pero su actitud cobijaba la hosquedad de un guarango.
- ¿Quién es? Pregunta la señora de la casa.
- Es el mensajero del club, señora. Viene a dejar un comunicado.
La señora sin problemas se dirigió a la puerta; me ve y con una sonrisa me saluda amablemente; revisa el comunicado; lo firma y se despide cordialmente.
Menciono esto porque, a los años que llevo en este trabajo, me he topado con muchas señoras que buscan dejar en claro su posición: Ellas nunca se deben asomar a la puerta. Quien lo hace es la sirvienta y paso seguido llevan el documento a su sillón que, a la vista de cualquiera, pareciera estar forrado de pereza. A esto exigen un lapicero, yo, para acelerar mi trabajo, le entrego el mío a la sirvienta para que esta no busque desesperadamente por la casa un lapicero que normalmente no usa. Ya una vez con este, las señoras de la casa, buscan neciamente algún indicio que las perjudique. Estamos hablando de: embargos, multas, corte de servicio, llamadas de atención por mal comportamiento y un sin fin de cosas que ellas creen les afectará. Según lo que encuentren toman dos opciones: una, firman y entregan el documento a la sirvienta; dos, se levantan ¡Alabado sea el señor! se acercan a la puerta y me atacan de la más feroz forma, ninguneándome, maldiciéndome, insultándome.
Físicamente la señora no era muy agradable. Tenía un rostro redondo y descuidado. Nunca se echaba maquillaje y las ojeras de la mala noche se notaban en sus ojos. Siempre usaba pelo corto y muy pocas veces estaba peinado. Su cuerpo, obeso como el de un camionero, siempre lucía un blusón que le llegaba hasta los tobillos. Era madre de dos hijos: la mayor tendría alrededor de 8 años, el menor no tendría más de dos; pero a pesar de su descuido, ella era bella. Esto es porque tenía una dulzura que llevan las personas amables y preocupadas por el dolor ajeno. Siempre me ofrecía un vaso con agua o si era casi la hora del almuerzo, pedía a su empleada, sacase de la cocina una fruta o un pan con algo. Ella era una muy buena persona.
Mientras me disponía a dejar los otros documentos, me puse a pensar en el señor de la casa. Siempre andaba con camisas bien planchadas y muy limpias. Por el tipo de corte parecían muy caras. En su rostro, no se observaba arruga alguna y su pelo siempre iba bien cortado y resaltaba su profundo color azabache. Todos los sábados se iba a la cancha del club a jugar fulbito. Ahí lucia una impecable indumentaria deportiva y, como siempre, un maletín donde llevaba ropa de cambio e insumos de aseo. Cuando terminaba de jugar se dirigía al kiosco, lugar atendido por Juliana, una linda chiquilla de 18 años, en donde, entre sonrisas y atenciones, el le insistía de una manera muy sutil una salida a un cine y ella en toda las ocasiones con coquetería las rehusaba.
Cuentan “las malas lenguas” que la señora no se sentía muy contenta consigo misma. Este estado lo tenía desde, poco después, de tener su segundo hijo (algunas mencionan que fue antes de tenerlo). Presumo que su disconformidad rondaba por su aspecto físico y la atadura a su pequeño. Por el contrario, su marido salía cuando quería y volvía pasada la media noche, a veces, al amanecer.
Las “ponzoñosas lenguas” decían que hubo un intento de suicidio de la señora. Fue hace poco más de medio año. Ingirió veneno para ratas. Una rápida intervención logró desintoxicarla a tiempo. Pobre señora ya veo porqué el interés en el dolor ajeno. Ella quería calmar el suyo propio.
Pasado un tiempo veía como la señora de la casa fue cambiando cada vez más su aspecto, siendo este más triste y melancólico. Ya no salía a recibir sus comunicados y la empleada ya tomaba el deber de ellos. Yo no decía nada, solo me percataba de tan voraz declive de ese hogar. Al señor lo veía más seguido en casa, dejó de rondar los bares o discotecas por la noche inclusive hasta había dejado de ir al fulbito.
Pero esto no cambiaba el estado decadente de la señora. No entendía porqué. Estaba su marido en casa. Tenía más tiempo para ella. Me imagino que la tarea de sus hijos seria compartida. Además, ellos deberían calmar su tristeza. Claro. Sus hijos debían de ser su sol. Que equivocada estaba la señora con sus penas. No se daba cuenta que estas las arrastraba hacia sus pequeños. Pobres. Al tiempo me fui dando cuenta que la empleada los atendía a su manera. No debería de ser así. El cariño debía de partir de su madre, no de esa extraña. Pero al parecer esta chica se gano el cariño y respeto del hogar. No muchos empleadas duraron mucho allí, he sido testigo de ello: desde las jóvenes a las maduras, las muy feas y las no tanto, todas bajas de estatura. La última no era así. Era diferente físicamente. Su juventud le permitía ser activa para sus quehaceres. La señora de la casa ya no tenia ganas ni para eso. Sumergida en su tristeza nada cambiaba su actitud.
Ahora, al tiempo y viendo lo acaecido, pienso en el comentario de un testigo del suicidio. Sí. Él presenció la horrenda imagen de la colgada. A la derecha de la puerta; casi al centro de la alcoba; entre el espanto y chillido de los curiosos; un cuerpo grabado por el descuido llevaba puesto un blusón sucio y raído; los brazos arañados y las uñas largas y manchadas de carmesí; el pelo, algo largo y enmarañado, colgaba a la vez que el mencionado cuerpo oscilaba alrededor de una cabeza que agachada ocultaba el nudo de la desesperación. Arriba de el en el techo. Una lámpara de estilo moderno jalaba al cuerpo para cumplir su función.
Cuanto tiempo se le dio a ella para su crimen. En esos instantes, en que ella bebía whiskey, el señor se fue al campo con los hijos y la empleada. La difunta tenía horas para meditar en su vida, su desgracia y su desventura. Tenía horas para poder organizar su locura y de esta manera poner fin a su tertulia. Tomar el ultimo sorbo del aguardiente, ir a la cocina, buscar la soga, dirigirse al cuarto de sus pequeños y llorar un rato por su partida, después subirse a una banca, hacer un nudo alrededor de la lámpara y luego otro a su cuello, al final tirar con su pie al entupido colaborador. Su frenesí no seria escuchado. A kilómetros el señor de la casa reiría campante con el calor que adornaba sus sonrojadas mejillas, sus hijos correteaban de un lugar para otro, la empleada los observaba, fijándose que no se cayeran o se hicieran daño. Todo era demasiado bullicioso, el grito de la suicida, solo seria para poner coro a la música del final, de la que cierra el telón y brinda aplausos a los beneficiados. Pobre difunta, espero que allá le vaya mejor.
Llegue. Ahora quien me atiende es una baja rolliza y con rostro de codorniz. Con su dejo de las tierras de los andes, dice:
- Si señor. ¿Qué desea?
- Vengo a dejar un documento de Los Claveles.
- Un momentito se lo voy a llevar a la señora.
- ¿Hay que firmar?
- Si acá por favor. Lleve mi lapicero para que la señora firme.
- Me espera un ratito por favor.
La empleada lleva el documento con el lapicero a donde la señora de la casa, quien sentada en un sillón que, a la vista de cualquiera pareciera estar forrado de pereza, tiene la belleza del jazmín pero cobijaba la hosquedad del guarango.
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