Clara, temprano, como todas las mañanas, se fijó si había ganado la quiniela, ganó cincuenta pesos con el catorce, el borracho, su cuñado. Podía contarlo como lo hacía habitualmente o, por primera vez, podía ocultarlo.
Se bañó, se puso desodorante, perfume, buscó su mejor ropa interior. Un corpiño armado que le habían regalado para el Día de la Madre, "me queda exagerado, tengo mucho busto". "Lo tenés muy caído, y esto te lo levanta". Hizo caso, miraba para abajo y sólo veía la forma de sus senos voluptuosos. Suspiró incómoda. Vaqueros apretados, camiseta blanca, zapatillas y campera de jean. Partió a su debut.
Cordialmente le preguntaron que se quería hacer y ella fascinada contestó: "de todo". La invitaron a pasar a un cuarto donde le dieron una bata blanca, le ofrecieron sacarse la ropa, "si no después acá te morís de calor". Obediente, intrigada y vergonzosa acató las órdenes.
Se sentó en un sillón muy cómodo, frente a un espejo muy alcahuete, el cual le delineaba, perfectamente, el inicio y el fin de cada arruga. Sonrió, intentando pensar en otra cosa. "¿Café, una revista?" "Las dos cosas".
- ¡Hola, soy Alberto!. ¿Qué puedo hacer por vos?- mientras le hablaba acariciaba su pelo, moviéndolo en varias direcciones.
Las palabras no le salían de la boca, ella era toda sensaciones. Nadie la había tocado de esa manera. El movimiento le abrió la bata, ella sólo cerró los ojos. No podía hilar nada de lo que le decía. Sonaba a un bolero de Luis Miguel, bailado, interpretado y tocado por Alberto. Sólo quería aceptar el momento. Caricias insinuantes, gemidos imaginarios, pensamientos prohibidos.
El agua tibia corría por su cabeza, su nuca, apenas rozaba el rostro. EL aroma a manzanas le hacía sentir que toda ella era calentura. Los dedos suaves masajeaban en forma circular su cuero cabelludo, erizando su piel en todo el cuerpo. Agua y dedos. "¡Quiero más! No te detengas". El masaje recorría desde la nuca hasta la frente, haciendo hincapié en las sienes. Ella apretaba sus piernas, encontrando a través del movimiento, unas ganas espantosas de tener sexo. "Desvestime, acariciame. Moja cada parte de mi cuerpo".
Sin emitir sonido, casi al borde del estallido, obediente se dirigió hasta el mismo sillón frente al mismo espejo.
Ella inclinó su cabeza, él tiró toda su cabellera hacia adelante y el extremo de ésta, cayó justo sobre sus pechos prominentes. Él, con un movimiento sorprendente, casi sin tocarla, rozaba el peine y la tijera sobre su cabello, pasando una y otra vez sobre sus botones. Rígidos.
"Él sabe que yo sé y yo sé que él sabe y ninguno de los dos hace nada por evitarlo. Y a mí me encanta que él sepa que yo sé que él sabe".
Cruzó las piernas intentando sentir el sexo ardiente, expectante, húmedo.
El sonido de las tijeras le parecían el bolero de Ravel y las manos de él, poesía. De pronto sintió un aire cálido. Aire caliente, muy caliente. Las manos de él entraban y salían de su pelo, el cable del secador entraba y salía de su entrepierna. Cerró los ojos y vio su imagen desnuda en el espejo alcahuete, masturbándose ingenua y salvajemente. "Por favor, quiero terminar una y mil veces. Quiero que me hagas temblar, suplicar, rogar".
- Muy bien, querida. Fijate cómo te quedó, a ver si te gusta.
Un corte moderno estilo "pendeja sufrida" impactó su imagen contra el espejo. Las lágrimas le llegaban al ombligo, los cincuenta pesos del premio de la quiniela no le alcanzaron y no pudo llegar al orgasmo.
Alberto la miraba satisfecho.
- Ese toque masculino, te queda sublime.
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