Desde una cama, enfermo y desolado, la vida transcribe todo lo insignificante en valedero. Así me sentía desde unos meses atrás, olvidado por el resto de mi familia, ajeno al mundo, inmerso en la tristeza que habitaba esas paredes. Sólo dos aberturas como pulmones oxigenantes inhalaban y exhalaban mi dolor entrando y saliendo junto a los diversos cuerpos blancos que controlaban mis estados. A veces soñaba con ellos como un cíclico mandamiento que debía cumplir, otras, sólo me dejaba estar al borde de sus manos sabias y metódicas. Al frente de la cama, Cristo miraba el vía crucis de mi vida con resignación colgado desde un clavo, en mi cabecera, el semblante de una enfermera enmudecida nos pedía silencio a todas horas, a la izquierda mi vida limitaba con el patio a través de una ventana, que aunque nada se veía por su altura, al menos dejaba imaginar la inmensidad, a mi diestra, una cama paralela y enferma yacía bajo algún otro visitante. El resto era un pasillo de baldosones fríos impregnados de lavandina donde las pisadas abundaban a ciertas horas con calmantes, controles y demás cuidados. Todo había cambiado desde la internación en interminables secuencias del pasado que daban paso a enfermeras y doctores para resarcir lo inexorable. Y las toses propagaban sus espectros por la noche como un eco agorero del después, junto a los murmullos de algunos visitantes que pernoctaban con sus familiares. El miedo vivía conmigo como un incansable compañero que nunca cedía a mis pedidos, como también la soledad y la distancia. Al principio creí que todo terminaría pronto, luego los meses se fueron acumulando en interminables horas de lamentos que me hicieron pedir hasta la muerte y aunque no me hizo caso nunca entenderé el porqué de esta agonía. Un vaso de plástico junto a la botella, mi cuaderno antiguo, una birome y el documento acompañaban a este cuerpo casi mutilado, la sonrisa de una voluntaria, otro paciente al borde de alcanzar mi decrepitud, su radio mal sintonizada, ese olor a éter enraizado en todo y el silencio ahogado en llanto flotando con el aire. Subir al cielo es mucha cosa comparado con la inutilidad de estar entre las sábanas uniformadas de un hospital, del aliento sórdido rondando las mañanas entre el desayuno y el espanto, de la nostalgia de esa vida que dejamos para siempre. Y si bien hoy sigo mirando el sufrimiento de tantos otros cuerpos, dicen que la perspectiva suaviza toda imperfección, al seguir latiendo en otras formas.
Ana Cecilia.
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