Visto:
Que a mediados de los años 80 no era de uso habitual el adminículo denominado hoy corrientemente FAX, y
Considerando:
Que desde entonces, este relato habría perdido interés, si alguna vez lo tuvo, abrumado por la obsolescencia en que pudo haberlo sumido la aparición en el mercado del chisme antedicho, y
Teniendo en cuenta:
Que la fantasía es generalmente superada por la realidad, aunque algunas veces la preceda...
Lo descubrió por primera vez en el cajón principal del escritorio una semana después de haberlo enviado al Ministerio. Sorprendido, releyó la carátula, confirmando su identidad. Luego lo hojeó distraídamente, mientras buscaba en la memoria el instante en que, siete días atrás y por algún motivo desconocido, el expediente había interrumpido su habitual hoja de ruta. Al llegar a la última página comprobó, con asombro, que había arribado al nivel central, pues el sello de Mesa de Entradas lo identificaba sin dejar lugar a dudas.
A través de ese expediente se tramitaba el nombramiento de un profesional para un área crítica del hospital, y la vacante por renuncia del titular se había producido un mes atrás. Resultaba imprescindible cubrirla, y él había solicitado personalmente al Ministerio le concedieran un trámite prioritario, preferencial. ¡Ahora regresaba a fojas cero, y además con otra semana perdida!
Al volver la página descubrió un párrafo en el cual ya una Dirección se expedía favorablemente y solicitaba la opinión de otra, para luego sugerir una conversión de cargo.
-¿Entonces...?- se preguntó, y luego su mente hizo algo parecido a un cortocircuito y quedó en blanco. Cuando volvió a conectarse, tomó de un anaquel un sobre enorme de papel madera y guardó el expediente. Garabateó en el frente, nerviosamente, los datos de la oficina en cuestión, y llamó por el intercomunicador al empleado encargado de los trámites administrativos.
-Lo lleva personalmente y lo entrega en manos a la señora Martínez, ¿entendió?
-Sí, doctor- contestó el hombre mientras asentía además con una suave reverencia-. ¿Le hago dar salida, doctor?
-No, no es necesario; vaya nomás-. Y el hombre se retiró del despacho de la Dirección con el sobre bajo el brazo.
A los dos días averiguó por teléfono cómo iban las cosas. Sí, lo habían recibido, pero nadie entendía la causa por la cual él lo enviaba, ya que el trámite actual era interno del Ministerio. Aprovechó entonces la oportunidad para solicitarles celeridad en el trámite.
Siete días después de la primera aparición, volvió a encontrarlo al abrir el cajón central del escritorio. Sin leer el título, ya adivinaba su identidad. Lo tomó bruscamente para localizar sin demoras y con indisimulado nerviosismo, la última página: Ya había superado la segunda barrera burocrática y partía hacia una tercera Dirección.
-Pero... ¿quién será el gracioso que me está haciendo este jueguito?- pensó, más intrigado que irritado, mientras lo ensobraba. Lo remitiría nuevamente, pero a través de otra persona, para evitar rumores en el establecimiento.
Una vez impartidas las ordenes correspondientes, se tranquilizó. Con un cigarrillo y una taza de café de por medio, meditó acerca de los últimos acontecimientos relacionados con el bendito expediente. En la víspera no se encontraba en el escritorio. Por lo tanto, alguien lo había dejado por la noche dentro del cajón, que él invariablemente cerraba con llave y que presumía sin copia.
-Cambiaré ya mismo la cerradura- formuló en alta voz con decisión. Cerró su oficina y se dirigió hacia la de Mantenimiento y Servicios Generales.
Durante la semana, los múltiples problemas cotidianos le hicieron olvidar la cuestión. Pero llegó otro viernes, y al abrir ese cajón en busca de unos papeles, volvió a aparecer el expediente con su colorida carátula.
-¡Mierda! Sigue el chistoso- pensó en voz alta. Pero la curiosidad lo impulsó a leer, y al llegar a la última página, recibió otra sorpresa por demás preocupante, ya que no se daba lugar al nombramiento, por razones de estricto racionamiento. Esta resolución era coincidente con el decreto tal y cual, y ya que de acuerdo a su fundamentación, por demás insuficiente, no se justificaba proceder a considerar la solicitud por la vía de excepción, se recomendaba volver para atrás para dar visto a los estratos inferiores, y luego pasar a archivo hasta mejor oportunidad.
-¡Carajo!- volvió a murmurar-. Debería intentar moverlo con alguien... ¡Qué fácil les resulta a esos rechazar los pedidos! ¡Como ellos nunca bajan a la trinchera...! Total, un Servicio más o uno menos que funcione no les inquieta mayormente...- terminó de farfullar ya de un insoportable mal humor. Luego de un cigarrillo y dos tazas de café y tras exprimir la agenda, se aferró al teléfono hasta dar con el funcionario voluntarioso que le prometió dedicarle atención y esfuerzo.
Otro sobre y otro mensajero. Y vuelta para arriba. Esta vez ya no olvidaría el tema. El jueves por la noche decidió esperar la llegada del intruso en su despacho. Con las luces apagadas, el silencio en el ámbito administrativo era interrumpido sólo por las llamadas y los movimientos del personal de guardia. Comió un par de sandwiches, bebió una taza grande de café y luego, con cigarrillos y un amplio cenicero a mano, se estiró como pudo sobre dos sillones decidido a esperar.
A la mañana siguiente, lo sorprendió su secretaria al ingresar en la oficina. Dolorido y soñoliento, se higienizó y luego de un café bien cargado, decidió llamar al Ministerio para averiguar por la situación del trámite. En el instante en que su secretaria marcaba por enésima vez un número siempre ocupado, tuvo un presentimiento y abrió de súbito el cajón del escritorio. Y allí estaba, aguardándolo; pero ahora contaba con una nueva providencia en la última página que daba lugar a la solicitud de excepción, y dirigía la hoja de ruta hacia estratos superiores.
Entusiasmado, cantaba y saltaba de alegría; estrujaba y besaba el expediente, para asombro de su secretaria. Cuando se le acercó, exultante, ella huyó prestamente del recinto hacia su cubil, temerosa de recibir parejo tratamiento. Tarareando y silbando, volvió a ensobrar el inefable expediente para enviarlo nuevamente hacia el Ministerio con un cuarto recadero.
Y así llegó un viernes más, en que comprobó que el trámite ya había superado la etapa ministerial y marchaba hacia la Gobernación para su aprobación definitiva. Otro sobre, entonces, y otro emisario hacia el último destino.
Esa semana se sintió presa de un irritante desasosiego, que era sólo tolerable por ser esencialmente transitorio. Para aliviar la tensión final, decidió invitar al profesional propuesto a una reunión para el jueves a última hora. Se encontrarían en su despacho y aguardarían juntos la novedad.
Luego de un rato de charla informal, le sugirió al colega:
-¿Usted desea saber lo antes posible si va a ser nombrado, doctor?
-Sí, por supuesto. Usted sabe de mi necesidad.
-Bien. Siéntese en ese sillón. Sí, el del escritorio. Ahora, abra el cajón. Muy bien. ¿Ve algo?
-Muchos papeles desordenados, y este paquete de galletitas, doctor.
-Bien. A los papeles los deja como están, y a las galletitas, puede comérselas, si gusta. Pero, además, ¿hay algún expediente allí?
-No, no hay ninguno-. Y revisaba con ambas manos, ya picado de curiosidad por ese juego de adivinanzas.
-Bueno, doctorcito. Ahora se sienta y espera sin dejar de observar al cajón. Calculo que para medianoche tenderemos novedades.
El novel colega miró a su futuro director con desconfianza y escepticismo, pero como cada cual tiene sus cosas, y éste sería su mandamás, aceptó la propuesta sin protestar.
Pasaron las horas con abundante charla, muchos cigarrillos y tacitas de café, hasta que llegó el momento del cabeceo y los bostezos. De pronto, el joven postulante pegó un brinco y gritó:
-¡Heeey, doctor, venga a mirar!
De un salto estuvo junto al cajón. En su interior podía verse una imagen borrosa, desdibujada, sin forma aún, como si fuera una pantalla de televisión mal sintonizada, que poco a poco iba adquiriendo consistencia y nitidez, hasta que con un fulgor final se materializó totalmente para adquirir la configuración habitual del expediente. Entonces, poseído ya por una intolerable excitación, se abalanzó sobre la carpeta y la abrió con violencia, mientras el colega lo observaba sin salir de su asombro. Encontró la última página, donde aparecía el decreto con la firma del gobernador, y pegó un grito triunfal. Luego, enderezándose, anunció:
-¡Vea, doctorcito, vea! ¿No le dije que tendríamos novedades?¡Felicitaciones, hombre!- y palmoteaba con efusión al otro, que nada entendía-. Ahora, a trabajar, ¿eh?, que ya vendrá el telegrama. Se lo aseguro. En un par de días más lo tenemos aquí. ¡Fue realmente un milagro, doctor! En sólo seis semanas lo sacamos. ¿No le parece, ché? Un verdadero milagro. Nunca visto, ché.
Gral.Rodriguez, Pcia. de Buenos Aires, Argentina, 1986
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