Me descubrí mirando ensimismado las manchas en la piel de una vaca, esas manchas tan negras en aquella
blancura tan nívea, y me dio por pensar que tienen suerte las vacas, sus manchas están fuera, en la piel, y no dentro. Supongo que ese pensamiento me vino por lo sucedido en los últimos días en ese pueblo montañés del sur de Francia, a donde me refugié –o huí, no sé bien- tras un deseado despido y una voluntad de escribir de una vez una novela.
No había escrito –todavía- esa novela. Aunque tengo excusa: al poco de instalarme comenzaron a envolverme los más extraños sucesos que me han pasado nunca.
Y con un poso de terror como no podía imaginarme en un principio.
Los primeros días de mi llegada a la casita los pasé limpiando, ordenando, ubicándome en ella. Era un proceso necesario, aunque ahora he de admitir que había algo de miedo a comenzar a escribir, un vértigo que me asaltaba cada vez que veía mi portátil abierto, preparado para ser usado, impaciente por ser tecleado de una vez. Aunque mentiría si no digo que la curiosidad –y el gozo de estar en aquel entrañable paraje de postal, de encontrarme en esa situación tantas veces soñada- provocó que me diera largos paseos por los bosques cercanos, y también que me obstinara en aprender a manejarme en el pequeño huerto que había en la parte posterior de la cabaña, cuidado con mimo por Marcel, el viejo canoso encargado de mantener la casa en orden mientras llegara ocupante que la alquilase.
Ese proceso inicial me duró una semana más o menos, lo que tardé en adaptarme al ritmo de vida de aquel pueblito. Recuperé, pues, el gusto de levantarme muy temprano –el gusto, insisto, no la servidumbre del horario laboral- para aprovechar la luz del sol y adquirí el hábito de, tras un buen desayuno, sentarme frente a la computadora a escribir. Pero, ay, amigo, tan buenas costumbres, tanto aire puro, tan encantador paisaje eran beneficiosos para mi estado de ánimo y físico pero no para mi creatividad. Escribía profusamente pero lo descartaba todo: o me salía un tono bucólico pastoril que siempre he odiado, o me salían largas parrafadas pseudo-filosóficas que, en lenguaje popular, se podrían definir como simples pajas mentales.
No me desanimé, aunque me contrariaba, claro. Eché mano de la paciencia y me tomaba mis descansitos para despejar la mente, como asomarme al huerto a ver si recogía unos tomates para la comida de ese día. Y en una de esas visitas al huerto es cuando comenzó a estropearse todo.
Más que nada, porque vi un gnomo.
Siempre me he preciado de practicar el sano ejercicio del racionalismo más escéptico, jamás he creído ni en ‘paranormalidades’, ni en cosas de ese tipo, así que es fácil de imaginar mi desconcierto. Armado con un cubo de plástico en una mano, me quedé estupefacto allí, de pie, en el huerto, observando cómo un diminuto hombrecillo de unos 15 centímetros pateaba furioso las tomateras. El gnomo –o lo que fuera aquello- se giró: pude ver en su rostro una mezcla de odio y de rabia contenida. Dijo algo con voz aguda en una lengua extraña, similar a un gruñido, y se marchó increíblemente veloz para el tamaño de sus piernas, sumergiéndose en el bosque cercano.
Tardé unos instantes en reaccionar, en frotarme los ojos. Volteé para ver si había alguien más cerca, algún testigo. Pero no. No supe qué hacer, qué decir. Decidí acercarme a las tomateras con paso dubitativo: quizá había otro por ahí. Pero tampoco. Sí pude comprobar que había un par de matas rotas y unos cuantos tomates espachurrados. Y unas huellas diminutas como si un muñeco hubiera estado ahí, paseando por la blanda tierra del huerto.
Tras varias horas de deambular por la casa como felino enjaulado, a punto de terminar con mis reservas de tabaco, decidí llamar por teléfono a un amigo mío, Juan. Es el único que conocía al que le podría contar algo así sin que pensara que me estaba volviendo loco. O quizá me equivocaba, quizá debía llamar a un psiquiatra…
-¡Hombre, Mateo! Oye, me enteré el otro día que estabas perdido en un pueblo de montaña, ¿ya has regresado?
-No, no, sigo aquí.
-¿Y qué tal un urbanita como tú rodeado de verde y aire puro? ¿No te ha dado un ataque de ansiedad? –me dijo riendo.
Quizá notó mi breve silencio incómodo.
-Mateo, ¿estás bien? ¿Pasa algo?
-Bue… algo ha pasado, sí. Aunque no sé si decir que malo o algo rarísimo.
La voz de Juan cambió de tono.
-Dime, ¿qué? ¿Estás enfermo? ¿Algún accidente?
-No, no, tranquilo, estoy bien. Sólo que… en fin, te vas a reír de mí, pero es que esta mañana he visto algo que me ha dejado alucinado.
Juan se rió:
-¿Has visto un ser enorme con manchas que decía “mú”? Eso se llama vaca, y sirve para dar leche, ¡jajajja! –se rió de su propio chiste.
Sonreí porque me tranquilizaba oír una voz alegre y amiga mía.
-No te burles, he visto algo que supongo te encantará: he visto un gnomo.
Se hizo un silencio de unos segundos. Temí que se hubiera cortado la línea, o que Juan hubiera colgado o… El silencio se cortó por una sonora carcajada de Juan.
-¿Un gnomo? ¿Tú? ¿Un gnomo? ¿Pero se puede saber qué te has llevado para fumar?
Entendía que Juan se lo tomara a cachondeo, pero comenzaba a impacientarme.
-Te lo digo en serio, Juan. He visto un gnomo. O lo que podría ser un gnomo. Joder, ya es difícil admitir que he visto algo así, pero ¡es que lo he visto!
Juan recuperó la compostura y comenzó a preguntarme los detalles. Fui contestando a todas las preguntas que me hacía tratando de no interpretar lo que ví, siendo lo más objetivo posible. Daba la impresión que estaba recopilando los detalles como un médico anota los síntomas.
-¿Qué piensas, Juan?
-Si no te conociera, pensaría que estás sufriendo alucinaciones. Pero te conozco, y te creo –ahí respiré aliviado- Y sí, parece que has recibido la visita de un gnomo. Pero –y ese pero me puso en alerta- hay algo extraño: los gnomos suelen hacer trastadas, travesuras para llamar la atención de un humano con el que quieren contactar. De hecho incluso hacen regalos. Lo extraño en tu caso es que dices que había una expresión de odio, de rabia en él, ¿verdad?
-Sí, ya te dije.
-¿Y no puede ser que te pareciera que estaba enfadado pero que no lo fuera? Quiero decir, nunca antes has visto uno, no puedes…
-Ya, Juan, pero no, eso estaba como frustrado.
-¿Sentiste miedo? ¿Sensación de peligro?
-No –contesté rápidamente-, la verdad es que no, en ningún momento. Y es más, te diría que noté que esa rabia no iba dirigida a mí, ¿sabes? No me preguntes cómo lo sé pero tengo esa sensación, la de que no estaba enfadado conmigo, no era algo contra mí, a pesar de que estuviera en mi huerto, rompiendo las tomateras. Es raro, ¿no?
-Mmmm… no te creas. Oye, ¿este fin de semana estarás allí?
-Sí, alquilé esto para una temporada.
-¿Tienes sitio para un invitado? Me gustaría echar un vistazo.
-¡Claro! –contesté alegre.
-Perfecto, espero llegar allí el viernes por la noche. Explícame cómo llegar hasta allá, anda.
Tras una breves explicaciones –al fin y al cabo no estaba tan perdido como creía Juan- interrumpimos la conversación hasta dentro de dos días. Colgué el teléfono y me dirigí al pueblo, al único bar-restaurante-casino a donde acudía alguna vez que otra a tomar un café, a comer o a no perder el hábito de relacionarme con la gente. A pesar de mi pésimo francés, me trataban siempre de forma amable y la verdad es que comía riquísimo y abundante por poco dinero.
Tomando mi café tras la comida apareció el alcalde, un hombre que me desagradaba, de esas personas de las que presumes que en cualquier momento puede tornarse violento, iracundo. Eso sí, sabía algo de español y era el único con el que podía tener una conversación.
-¿Cómo se encuentra, señor escritor? –me dijo sonriente mientras me tendía la mano- ¿Ha encontrado la inspiración en nuestro bello pueblo?
-En eso estamos, alcalde, en eso estamos.
Sonrió satisfecho y dijo:
-Seguro que sí, nuestro pueblo es encantado de recibirle. Gente como usted siempre bienvenida aquí. ¡Necesitamos turistas! Aquí siempre orgullosos de nuestra tierra, siempre puertas abierta para que visiten nos. Y si traen dinero, ¡para vivir también! Si no traen dinero, ¡a París! –tras lo que soltó una sonora risotada.
Sonreí desganado sólo por cumplido, tras lo cual hice gestos al muchacho para que me trajera la cuenta, no tenía muchas ganas de seguir conversando. Pero antes de irme no pude evitar preguntarle al alcalde:
-Disculpe, alcalde. Es sólo una curiosidad. ¿Este pueblo es conocido o lo ha sido por tener, cómo decirlo, por pasar cosas extrañas?
El alcalde me clavó una mirada asesina. Con voz baja y dura dijo:
-¿Qué quiere decir?
Un tanto amedrentado por su gesto sombrío balbuceé:
-Pues, ya sabe, gnomos, seres fantásticos, y así…
Soltó una estruendosa carcajada mientras daba una palmada en la mesa.
-¡Ah, la imaginación de los escritores! ¡Ja, ja, ja,ja! Noooo! Esto siempre pueblo tranquilo, ¡un paraíso! ¿Gnomos? ¡Oh, mon Dieu! ¡Los pisarían las vacas!
Me excusé comentando que estaba recopilando datos para mi novela y me marché a la casa. El alcalde se quedo sonriente en el bar, seguramente comentando a los demás mi tontería sobre gnomos y demás.
Pero a mí me quedó de recuerdo esa mirada que me asestó, esa expresión durísima, fronteriza con la furia. “Algo hay”, me sorprendí pensando, “no sé qué es, pero algo hay”.
Esa noche apenas pude pegar ojo, así que, antes de que saliera el sol, me levanté dispuesto a acompañar a Marcel a ordeñar sus vacas. Marcel vivía muy cerca, a unos escasos veinte metros de donde estaba yo, aunque era tan discreto que había días en los que sólo lo veía por las mañanas, cuando me traía un cazo con leche de sus vacas, cazo que insistía en pagarle y por el que jamás aceptó dinero alguno, haciéndome entender que ya cobraba suficiente por mantener la casa y el huerto.
Ni que decir tiene que mi vida en la ciudad me había mantenido alejado de hechos tan cotidianos allí como sentir la escarcha de las mañanas, cuidar un huerto o el ordeñar una vaca, animal que me tenía fascinado por su tamaño –las creía más pequeñas-, por aquellos ojazos enormes, por aquella tranquilidad que transmite y por su leche. De todas formas se me notaba que les tenía sino temor sí respeto, así que Marcel, ni corto ni perezoso, me propuso ordeñar una. Me sentí el hombre más torpe del mundo, y un tanto ridículo con aquellas manos mías, suaves a base de trabajar en oficinas, frente a la destreza de las manos endurecidas de Marcel, pero reconozco que me provocó alborozo ser capaz de extraer algo de leche de aquellas ubres. Dejé mi puesto a Marcel, que siguiera con el ordeñe, mientras yo contemplaba la escena. Algo acalorado más por los nervios que por el esfuerzo, y somnoliento por el poco dormir, me sentí como en una especie de trance. Bueno, decir trance es exagerar, sin duda, pero sí que me sentí reconfortado, a gusto, conectado con el mundo y feliz de estar vivo, de estar aquí.
Tras ayudar a Marcel a transportar los cubos de leche –qué paciencia tuvo mientras yo caminaba a pasitos de bebé tambaleante, que la tierra estaba fría y los cubos pesaban lo suyo-, me regresé a casa con mi cazo de leche, un trozo de pan que había horneado la mujer de Marcel, Violette, y un hambre feroz.
Tras un fuerte desayuno –más de lo que pensaba en un primer momento- me sentí con fuerzas, con energías renovadas que se malgastarían si me quedaba encerrado en la casa. Así que volví a salir bien abrigado, que el día todavía se estaba levantando, y me dirigí a dar uno de mis paseos por el bosque.
No muy lejos hay un riachuelo que me gusta visitar. El camino es fácil, sin arbustos que interrumpan el paso, lo que te permite marchar a buen ritmo. Ya cerquita del riachuelo hay un claro por el que se filtran rayos del sol, provocando una escena que a mí me resulta impagable: verdor desatado, destellos del sol y el rumor del agua cerca.
Pero ese día no, no fue así.
Cuando estaba acercándome al claro, ví al otro extremo una figura a varios metros de mí, en la zona cercana al riachuelo. Era una figura femenina que me daba la espalda. No veía bien pero algo dentro de mí se puso en alerta: la piel se me erizó durante un instante, como cuando una corriente de aire frío te roza la nuca. Una nube tapó el sol.
Bajé el ritmo de mis pasos hasta detenerme a tres o cuatro metros de la figura. A esa distancia ya podía verla mejor. Y me quedé clavado. Tenía el pelo largo, enmarañado de hojas. Se giró lentamente. Era una mujer, una mujer cubierta toda ella de restos de hojas, tallos, ramitas, pétalos, tierra. No supe qué hacer, en mi mente se cruzaron varias posibilidades: que fuera alguien que se había perdido en el bosque, que hubiera sido abandonada en el bosque, que fuera una loca, que… Y no, algo me dijo que no era nada de eso. Esas hojas, esos restos de vegetación parecían salir de ella. Pero lo peor no fue eso.
Lo peor vino cuando me miró. En aquellos inmensos ojos había una tristeza devastadora. Su rostro mostraba claros signos de quien pugna por romper a llorar pero no puede, de tan dolido que está. Sus labios temblaban ligeramente y creí ver como movía la mano para dirigirme un gesto. Instintivamente di un paso atrás, pero no más, no pude moverme más. El aire se volvió espeso, tenía dificultades para respirar, tenía esa sensación desasosegante de quien se está asfixiando, al mismo tiempo que el frío me calaba en los huesos. No quería aunque no podía evitar esa mirada de pena infinita que me traspasaba, que me estaba mareando. Hasta que cerré los ojos: bastó sólo un parpadeo y la mujer desapareció. Me puse a temblar y mis piernas fallaron, cayendo de rodillas sobre la tierra. Respiré agitadamente y solté un gemido. Rompí a llorar mientras el sol lucía de nuevo, colándose un rayo justo en el lugar donde había estado aquella aparición.
El día y medio que faltaba hasta que llegó Juan se me hizo eterno. Estaba alterado, nervioso, temblón. Juan me lo notó cuando me llamó ese mediodía para avisarme que ya salía. Por suerte, el viaje le fue muy bien y llegó incluso antes de lo previsto.
-¡Tenías razón! Yo te hacía en el culo del mundo, como esos que se encierran en una cabaña a escribir, pero ya veo que no. Oye, ¿estás bien?
Sonreí con desgana y le dije que tenía que explicarle algo. Juan me hizo un gesto de que me esperara. Fue a su habitación y salió de ella con una petaca en la mano.
-Toma un trago de esto. Y venga, cuéntame.
Juan fue dirigiendo la conversación con sus preguntas, porque yo me precipitaba o me quedaba sin saber qué contar y él insistía e insistía, interesándose por el detalle más nimio, obligándome a describirlo todo como si estuviera haciendo una fotografía mediante la palabra. Tras un rato hablando, Juan se calló. Esperé –como la otra vez al teléfono- su dictamen:
-Mateo, eres un cabrón –soltó inesperadamente. En seguida dibujó una sonrisa.
-¿No te das cuenta de lo que viste?
Negué con la cabeza.
-Jodío cabrón de mierda, ¡viste un hada, un hada del bosque! Yo toda mi vida dedicada a perseguir todo tipo de fenómeno paranormal y llegas tú y en tres días ves a un gnomo y a nada más y nada menos que un hada del bosque. ¿Ves como eres un cabrón? –y se rió dándome una palmada en el hombro.
-Verás –continuó- la tradición celta describe a lo que llamamos hadas como espíritus del bosque, son como el alma de la naturaleza. De ahí que la vieras llena de hojas y demás, ¡es que ella es eso! No debes asustarte por lo que has visto, Mateo, ¡es fantástico!
Sonreí aliviado aunque no conseguía quitarme de la cabeza ciertas dudas.
-¿Y por qué me aparecen a mí, Juan? ¿A que viene todo esto? ¿Voy a convertirme en un colgado de esos que ven cosas raras a cada paso que dan?
-Noooo, no Mateo, ¡para nada! Creo que quieren decirte algo, ya sabes, como si las fuerzas del bosque quisieran darte un mensaje.
-¿A mí? Pero si yo nunca he creído en esas cosas, ¿qué mensaje me van a querer dar a mí? Juan, eso no me tranquiliza en absoluto, la verdad.
-Tranquilo, Mateo, tranquilo… Eso es lo que vamos a averiguar. Mañana mismo vamos al bosque y me enseñas el lugar donde apareció, ¿de acuerdo?
La verdad es que no tenía muchas ganas de volver al bosque, pero supongo que había que empezar por algún sitio y aquel era un buen lugar.
Tras la cena Juan me estuvo contando cosas sobre su trabajo y poniéndome al día de las novedades de nuestras amistades en común, además de algún que otro sorbo a la petaca, así que logré recuperar el buen humor e irme a dormir plácidamente, tras un par de días de insomnio.
No madrugué ese día, así que cuando me levanté, Juan ya estaba dando cuenta de un buen tazón de café con leche.
-Jodío, que leche tan rica tienes aquí, cabrón.
-Tu siempre tan amable, ¿la has hervido tres veces?
Entre sorbo y sorbo y bocados a un trozo de pan con mantequilla Juan contestó algo así “joer, que tengo familia ganadera, qué me vas a contar”. En seguida se puso a preparar su cámara de fotos mientras me desayunaba, saliendo rápidamente hacia el bosque.
Todavía sentía cierto temor cuando nos adentramos en el bosque. No me había pasado nada malo, en el sentido de que hubiera sido atacado, o algo así, pero eso que me dijo Juan, eso de que las “fuerzas” del bosque estaban tratando de hacerme llegar un “mensaje” me puso nervioso. Temía empezar a ver centauros, o unicornios, o vete a saber qué. Pero más temía que las viera yo y no Juan. Pero eso no se lo dije.
Juan iba delante de mío, haciendo fotos aquí y allá, volteando de tanto en tanto para que le confirmara si seguía el camino correcto. Y así estuvimos hasta llegar al claro. Allí me detuve al borde y le indiqué en la distancia dónde apareció el hada. Juan respetó mi mutismo y el hecho de que me quedara quieto, sin atrever a acercarme. Fotografío el suelo con detenimiento y, agachándose, se puso a rascar con una mano.
-¿Tienes herramientas en la casa? ¿Una pala, por ejemplo?
-Algunas hay, sí, creo que hay una pala. ¿Por?
-Tenemos que volver con herramientas. Se me ha ocurrido algo- dijo. Y ya cerca de mí, continuó: No creo que apareciera en ese lugar por casualidad. Me contaste que se giró, pero no se movió de ese sitio. Todo el rato, desde que la viste de espaldas. ¿Cierto?
-Cierto.
-Pues quizá el mensaje esté ahí.
-¿Ahí?
-Bajo la tierra. Tenemos que cavar.
No hizo caso de mis protestas, que se quedaban pequeñitas ante el ímpetu y nervio de Juan. Casi sin respiro, fuimos a la casa y volvimos armados de un pequeño pico y una vieja pala. Sin apenas darme tiempo a pensar si estábamos haciendo lo correcto, Juan cavaba con brío.
-No te hacía tan en forma –dije con cierta sorna.
-Pago una fortuna en un gimnasio de mierda. Para algo me ha de servir, aparte de para conocer chicas que están como un tren –y me guiñó un ojo.
Al principio estaba expectante, pero no aparecía nada tras las paletadas de Juan, y comencé a pensar que quizá estábamos haciendo el ridículo, que quizá no tenía que haber hecho venir a Juan, que posiblemente eran sólo malas jugadas de mi mente, poco acostumbrada a la soledad y el silencio de vivir rodeado de naturaleza…
-He dado con algo –dijo Juan, interrumpiendo mis pensamientos.
Se puso a escarbar con las manos y pronto sacó algo que sujetó entre sus dos manos. Me lo mostró: era un cráneo, un cráneo humano.
Tras varias horas pudimos extraer varios cráneos y trozos de huesos. Estuvimos excavando sin decir nada, sin cruzar palabra. Nos sentamos en la tierra húmeda agotados.
-¿Crees -comencé a preguntar con el aliento que me quedaba-, crees que hemos dado con un cementerio celta o algo así?
Juan me miró.
-¿Celta? –y me enseñó algo que había entre unos huesos. Era la hebilla de un cinturón- ¿Esto te parece celta? No, Mateo, esto no es antiguo. ¿Leíste algo de este pueblo antes de venir? ¿Algo de su historia?
Tuve que confesar que no.
-Mateo, este pueblo se puso del lado del régimen de Vichy. Bueno, el alcalde de entonces, claro. Aquí tuvieron un campamento los nazis.
Le miré como si no acabara de comprender. Juan cogió un cráneo y me lo lanzó.
-¿No te has dado cuenta, verdad? Míralo bien. Todos lo tienen.
Fui girando el cráneo hasta que lo vi. Juan se refería a un agujero, un agujero de bala.
El pueblo fue visitado por periodistas, cámaras, representantes de asociaciones, algún que otro político local y curiosos de todo tipo. Según supimos se encontraron restos de más de treinta personas que fueron fusiladas por los nazis con la connivencia del régimen francés colaboracionista. Juan y yo fuimos entrevistados por autoridades y periodistas, aunque los dos nos reservamos mucho de explicar lo del gnomo y lo del hada. En medio de aquel ajetreo, se me acercó el alcalde. Traía cara de pocos amigos.
-Me confundí con usted. No bueno para el pueblo. No bueno remover ahora cosas del pasado –me decía con gesto hosco mientras se acrecentaba su enfado-. Ahora, ¿qué? ¿Turistas de dinero? Noooo, ahora venir a recordar cosas olvidadas. ¡A abrir heridas! –y dijo esto haciendo un gesto con las manos como si destripara un gato.
Juan me salvó llamándome para que me acercara a donde estaba él, junto a una rubicunda periodista. El alcalde, retomando aquella mirada furiosa, se despidió de mí dándome la mano. Se la di por educación, aunque sentía que, por dentro, el tipo estaba ardiendo.
«Que le jodan », pensé, «que le jodan. Y mucho. »
-¿Qué te decía el alcalde? –me preguntó Juan ya otra vez a solas.
-Bueno… creo que no le ha sentado bien el descubrimiento que hemos hecho.
-¡No me extraña! Es seguidor de Le Pen.
-Ya decía yo que me caía mal.
-¡Bah! –dijo Juan como quien espanta moscas- ¡Que le jodan! Y tú, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a seguir en el pueblo?
-La verdad es que no lo sé. El único con el que podía hablar de vez en cuando creo que no me va a volver a dirigir la palabra, ¡al menos de forma amable! –y dejé escapar una risa- Me quedaré un par de días más y a ver qué hago. Seguramente volveré, pero quiero pensarlo.
-Nada, chaval, ahora que ya ha pasado todo, respira tranquilo y te lo piensas. Yo me tengo que ir ya, ¿eh? Pero seguimos en contacto, ¿de acuerdo?
Nos estrechamos las manos y nos dimos un abrazo. Acompañé a Juan al coche y luego me dirigí hacia la casa. La verdad es que me sentía cansado, necesitaba relajarme, dormir…
Esa noche me dormí pensando en que lo mejor era volver a casa, así que de buena mañana, me puse a hacer el equipaje. En cuanto llegara Marcel con la leche le diría que me hiciera la cuenta de lo que le debía y que ese mismo día me iba. Oí como Marcel se acercaba y fui a abrirle la puerta. Me dio el cazo con la leche todavía algo tibia y, cuando me disponía a decirle de mi marcha, Marcel hizo un gesto para que me esperara mientras sacaba algo del bolsillo de su abrigo. Resultó ser una fotografía vieja en blanco y negro. En la foto se veían varios hombres armados con escopetas de caza y con pistolas, posando entre arbustos en un bosque, unos sosteniendo una bandera francesa, y un otros una bandera de la España republicana. Le pregunté: “¿Maquis?”. Marcel dibujó en su rostro el gesto de no haber entendido bien, pero en seguida le apareció una sonrisa y dijo entusiasmado “Oui! Oui!”. Con uno de sus recios dedos me señaló a uno de los que sostenían la bandera francesa: “Mon père”. Y diciendo esto Marcel hizo un gesto con los ojos como señalando al bosque, ojos que se le humedecieron ligeramente. Le devolví la foto sin atreverme a decir nada y Marcel me cogió la mano. Dejó escapar un suave “Merci” mientras cabeceaba y volvía a su casa.
Tras unos momentos pensando tras la puerta, salí hacia la casa de Marcel. En el camino me entretuve mirando a la vaca, mirando aquellas manchas. Y fue entonces cuando tomé mi decisión.
Me quedaba.
Ya tenía una historia que contar. Ya tenía novela.
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