Pero si ya no estás,
hombre al que llamaba:
mi amor.
Y nos son los veintialgo de años que me agostaron
la piel.
Es que fue muriendo algo.
Qué.
La alegría.
El asombro.
La lágrima.
Un crujido. Y, quebrada, la rutina,
se hizo invierno,
y empezamos a amarnos sin amor.
Con el tiempo, ni siquiera con pasión.
Hombre.
Hombre al que llamaba:
mi amor.


Era la luz,
yo recuerdo.
La ternura blanca,
encendiendo penachos de risa,
sujetándome la cara con las manos,
si debías besar mis lágrimas.
Hombre.
Hombre al que llamaba:
mi amor.

La espera.
Y tu voz,
brincando del otro lado del teléfono, para decirme tu día.
Mis mejillas encendidas
de besos.
Y el roce de tu barba,
como una lija liviana,
abriendo surco entre mi boca,
y por el resto de mi cuerpo,
arrasado por vos.
Hombre.
Hombre al que llamaba:
mi amor.

Cómo desearía,
volver a desatar arrullos de palomas,
a soltar barriletes,
a besarnos debajo de la lluvia.
Y después,
las estrellas mirándose en nosotros,
mirando las estrellas,
pegados al verde del pasto de la plaza
en primavera.
Y a enroscarme en tu cuerpo,
en el abrazo cotidiano,
en una plaza de otoño,
en la esquina empedrada de calles viejas.
O el abrazo de dormir con tu piel
calentando mi desnudez.
Hombre.
Hombre al que llamaba:
mi amor.

Cómo extraño la marea,
de tu cuerpo queriéndome.
Y el sol restallando sobre la piel del agua.
¡Ay! Hombre,
al que llamaba:
mi amor.

Ni siquiera el adiós.
Solamente.
Esta helada cosa vacía,
apagando latidos,
mirando sin mirar,
cómo los ojos de uno mueren
en la
mirada del otro.
Aunque comas sentado a mi mesa.
Aunque duermas yaciendo a mi lado.
Ay, hombre.
Hombre al que llamé:
mi amor.