Dicen que caminar por el Central Park por la noche puede ser una acción completamente autodestructiva. No pienso arriesgarme, por ahora. La alternativa es una de las calles paralelas, pero dos cuadras más adentro. Ya hace un mes que llegué y todavía no me acostumbro al ritmo incesante de Nueva York.. Si Buenos Aires ya me parecía un quilombo, esto es como el summum del quilombo, el padre quilombo de todos los quilombitos de otras ciudades. Acá se cocina la pasta del planeta, los destinos de todos los habitantes se signan acá. Los mejores puñales se clavan acá.
Irme fue una cuestión personal, de ambiciones. No quería ser una desocupada más en un país de desocupados al por mayor. Así que ni bien me recibí junté todos mis ahorros y me fui. Nada me ataba a BA, no tenía ni novio, ni amigos, a mis viejos no es que no les importara, pero cada uno por su lado me aconsejaron, solapadamente, que hiciera lo que sentía necesario. Acá estoy, esperando por el milagro.
Cuando los viejos se separaron la cabeza me hizo click. Click. Nada es eterno. Nada es para siempre. Todo es efímero. No entiendo por qué suelo ser tan categórica, pero de otra forma no me sale. Ante la pregunta “¿con quién preferís vivir?”, la respuesta fue muy simple: si yo trabajo, tengo mi plata, soy mayor de edad, me parece que en vez de vivir con vos o con vos, me voy sola. Ok, me respondieron, pero bancátela. No era la clase de respuesta que necesitaba escuchar, pero todos estaban demasiado en la suya, demasiado independientes y autosuperados como para mostrar un poco de interés por lo que le pasaba al resto de la familia. A los pedacitos que quedaban de la familia.
Mi trabajo consiste en servir café a quienes lo requieran. Soy camarera en un bar del Lower East Side. La decoración es muy tradicional, bien de esas que se ven en las películas. Todo acá es como se ve en las películas. El bar se llama St. Mark’s y es un lugar muy tranquilo, hasta que llega la hora de salida de los súper edificios. El gran hormiguero libera a los obreros, quienes se distribuyen a una velocidad abismal por cada camino de cemento. En ese rato la cuestión se vuelve casi insoportable, más para una fóbica del amuchamiento como yo, pero es cuando más plata junto. La propina es casi igual al sueldo. El sueldo no es una cosa que pueda decir que me sobra, pero me alcanza para el alquiler de un dos ambientes en las semi-afueras de la Gran Manzana, comer y asistir a cuanto concierto se me ocurra. No me costó demasiado conseguir el trabajo, mi inglés es muy bueno, tengo un título y, aunque suene racista, ayuda ser rubia de ojos azules en un país que todavía no termina de digerir a los negros (ni que hablar de los latinos...). También dejé mi currículum en varios lugares, como para trabajar en lo mío, pero las galerías de exposiciones todavía no llegaron al período de recambio anual, por lo que tengo que esperar un tiempo. No me quejo, sólo sigo esperando.
A eso de las seis de la tarde el bar cierra hasta la medianoche y yo me voy para casa, por esa calle paralela. Todavía es de día a esa hora y me voy caminando, hasta que me compre la bicicleta. Cuando comienza el otoño el viento se siente un poco más frío. Hay un montón de edificios, algunos semiderruidos, otros surgiendo de entre las cenizas, como un fénix, luego de las demoliciones constantes que se ven por acá.
Un día pasé por uno de esos edificios y escuché algo que me hizo disminuir el ritmo de caminata, como para poder prestar más atención. Era una voz masculina, pero no demasiado. Cantaba en inglés, of course, una melodía que aún hoy me sigue repiqueteando en la mente. Venía de arriba, pero no de muy arriba, era del primer piso. Levanté la cabeza y encontré un balcón pintado de azul. Nada más, cero persona cantando. Debe ser un grabador, pensé. Pero no, se calló y volvió a cantar el mismo pedacito pero con otra entonación. Volví a mirar para arriba pero el origen de esos sonidos seguía oculto. Como no quería que se me hiciera más tarde en la calle, seguí mi camino. Al llegar a casa me quedé pensando en esa “voz misteriosa” y en lo que cantaba: “ella es la lágrima que queda pendiendo de mi alma por siempre”. Me dormí recordando esa frase. Pocas veces mi sueño fue tan placentero.
Al otro día salí del trabajo un poco más temprano con la excusa de ir a averiguar para anotarme en un curso de no sé qué, aunque en realidad lo que quería hacer era pasar por ese lugar y poder quedarme escuchando un ratito más antes del anochecer. Recorrí el tramo hasta el lugar exacto con una ansiedad de la que no me había dado cuenta. No escuchaba nada, la luz del balcón pintado de azul estaba apagada. No quería admitir, para mis adentros, que estaba desilusionada, pero lo estaba, como pocas veces en mi vida. Con una amargura fatal seguí camino, compré algo para cenar y sin siquiera tocarlo me fui a dormir.
No podía dejar que esa voz rigiera mis deseos, pero no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Había sido una emoción demasiado profunda, más de lo que me gustaba admitir. Por primera vez después del divorcio me sentí sensible. Pero me nublé a conciencia y decidí que no iba a afectarme más, traté de no pensar en ello y deletearlo de mi cabeza. Por un rato, la idea funcionó. Hasta que pasé por ahí de nuevo. Y, oh casualidad, la voz sonaba nuevamente. Evidentemente ese era el horario para encontrarlo. No es fácil de explicar, pero me inundó una oleada de alegría y gozo tremenda. Como quien quiere disimular una mirada furtiva subí la cabeza lentamente, cosa que si el dueño de la voz me estaba mirando podía simular una mirada a los cielos. El balcón azul rebosaba de luz, y, por fin, había un ser en él. Una figura delgada, de pelo largo y ondulado, sosteniendo una guitarra. Estaba sentada de espaldas a mí, por lo que mi temor a ser descubierta espiando ese momento que yo consideraba íntimo era ahora inútil. Ahora no cantaba, estaba vocalizando, como calentando la garganta para el posterior gran concierto callejero. En vez de quedarme ahí, parada como una chusma de barrio, me senté sobre la escalera de entrada al edificio. Yo podía verlo, pero él no podía verme si se llegaba a dar vuelta. Al rato comenzó a cantar la misma melodía de dos días atrás, pero distinta, sonaba más sensible, más tranquila. En un momento la voz cesó, pero no la guitarra. Intentaba un acorde una y otra vez, no parecía conforme con lo que estaba haciendo, hasta que en la vez número 40, más o menos, escuché un “yes!”. Parece que la figura había dado con lo que esperaba. Y junto con su seguridad, me desperté de un sacudón del ensueño en que estaba sumergida para darme cuenta que era de noche, muy, y que no era conveniente estar sola por ahí a esas horas. Fui hasta la avenida y tomé un taxi.
Una vez en casa intenté no pensar en ello, pero fue no más que una tarea vana. No podía esperar a escuchar nuevamente la melodía y la voz, sobre todo esa voz...
El ritual se repitió por muchas noches más. Puedo afirmar ahora que el chico estaba componiendo una canción. Qué cómo sé que era chico. Bueno, una de esas noches se le ocurrió sentarse mirando para la calle y pude descubrir un rostro completamente bello, joven y perfecto. Y que cómo sé que estaba componiendo, bueno, en el transcurso de esas noches tanto la canción como la melodía fueron variando hasta asentarse en una interpretación más o menos constante. Al verlo allí, parado o sentado, con la correa abrazando su pecho con firmeza y la guitarra en sus manos, sostenida con fuerza y delicadeza en dosis semejantes, mi deseo instantáneo fue convertirme en guitarra... noche tras noche el hechizo era cada vez más poderoso, era como una clase de flautista seguido por tan sólo un ratón. La melodía era hipnótica, casi inquietante, no había forma de arrancarme de allí una vez que había comenzado con sus susurros y pequeños gritos ahogados. Evidentemente no quería exagerar o el consorcio podía quejarse.
Él no me ve, ni siquiera sabe que yo estoy acá, pensé, ni siquiera mira hacia abajo. Un día creí que me miraba, pero en realidad estaba fijándose que una de las últimas lluvias había roto parte de la pintura azul del balcón, y por la forma en que miró e hizo mediciones, pensaba pintarla nuevamente a no muy largo plazo. Mi desilusión fue catastrófica, si bien yo estaba oculta en la escalera, muy secretamente quería que reparara en mí. Ya había pasado más de un mes y necesitaba esa mirada, sentir que por un momento esa canción podía ser para mí, sólo para mí.
Decidí que era tiempo de cortar con esa situación, se estaba volviendo, eh... cómo decirlo... insana. No sabía ni su nombre, aunque su voz me revelaba mucho más que cualquier dato burocrático. Estaba comenzando a sufrir, un dolor pequeño pero amenazando con crecer y no estaba dispuesta a ello. Viejas sombras de dolores pasados, una frase que leí alguna vez. Cambié el camino de vuelta a casa, creyendo que esta vez era definitivo. Juro que lo intenté. Pero a veces hay cosas que nos pasan por encima y no podemos hacer absolutamente nada contra ellas. Fui débil y retomé la senda que había abandonado. Otra vez. Ya estaba claro que no podía dominarme.
Sentada en el umbral puse mi mente en blanco, él todavía no estaba en el balcón, hacía un poco de frío. No pensé en nada, no dije nada, no sentí nada, fui nada. Un chistido me despertó de mi ensueño vacío, al principio no sabía de dónde provenía, hasta que mi mirada encontró el origen del sonido. Venía del balcón pintado de azul. ¿Conocen la expresión “un frío corrió por mi espalda”? Es literal, se siente un gran cubito de hielo derretido deslizándose todo por tu columna, vértebra por vértebra, erizando cada vello en cada poro. Mientras mi mente procesaba a velocidad inconmensurable todas las posibilidades de respuesta, algo me decía que dejara de pensar y fuese yo. La voz, él, se dirigió a mí, preguntando si estaba esperando a alguien. No, no espero a nadie, mentí. Estás bien, te pasa algo, volvió a inquirir. No, estoy bien, mentí de nuevo. Él desapareció, aunque la luz seguía encendida, se translucía por las cortinas. Sonó una puerta.
Yo estaba sentada, con las rodillas entumecidas por el frío y el escaso movimiento, sin saber cómo reaccionar. Mil veces había imaginado qué decir si la ocasión de conversar con él sucediera, mil veces la respuesta había sido, en mi mente, diferente. La opción mil uno no había aparecido, o sea la que finalmente sucedió. Detrás de mí se encendió la luz del corredor, como tantas otras veces. No volteé a fijarme quién era, nunca lo había hecho en todo este tiempo, por qué comenzar ahora. La puerta se abrió con el crujido que ya me era absolutamente familiar. Aunque, esta vez, la persona que salía no bajó los cinco escalones, sino que se sentó a mi lado. Era él, la voz. No dijo nada, sólo me miró a los ojos y sonrió. Su sonrisa era mucho más clara y hermosa desde el llano, en perspectiva real. Era una sonrisa franca, sin rodeos, nada que ocultar. Sólo pude sonreír, las palabras no eran aptas para salir de mi garganta, le devolví la sonrisa y supe instantáneamente que era suficiente. Pensé en levantarme y salir corriendo, sin dejar rastro, wrong option.
Su rostro demostraba cansancio, apenas cuatro o cinco horas de sueño, no más. Pero aún así el brillo de los ojos permanecía intacto. No es la primera vez que te veo acá, habló, con una voz suave y acompasada, aunque diferente a cuando cantaba. Ya te vi varias veces mirando mi balcón. Mis mejillas se transformaron del usual rosado a un bordó exorbitante, casi pornográfico. No te pongas así, no es nada de malo, no me parece que seas una acosadora o algo parecido. Volvió a sonreír. Yo devolví la sonrisa, como una tonta, no atinaba a responder. Es que cuando salgo de trabajar paso por acá, trabajo en el St. Mark’s y bueno, antes que pasar por el parque... yo suelo tocar en el St. Mark’s, raro que no nos hayamos cruzado ahí. Sólo atiendo el turno de tarde, supongo que tocás por las noches, fue mi estúpida respuesta. ¿Porqué te sentás siempre acá? ¿Esperás a alguien? Sí, espero, pensé, pero no lo dije. No, sólo me sentaba a... nada más yo... mi bordó pasaba de tonalidades como una muestra de maquillaje femenino. Sólo me sentaba a escucharte tocar, tenés una voz muy particular y me llamó la atención una vez que pasé. ¿De veras?, preguntó. Creo que sí, dije. Me imaginaba algo así, dijo con un extraño acento, aunque tal vez no quería creerlo, o sea, no me siento el ombligo del mundo, pero me sentía observado. Pero tenía la duda, entonces un día simulé mirar la pared despintada y te vi, la luz te iluminaba la cara por completo. Yo lo supe, que me mirabas, entonces decidí mirarte, y me gustó lo que vi, estabas escuchando tan atentamente que ni siquiera te diste cuenta que esta vez la “víctima” –mientras decía “víctima” se le escapó una risita- eras vos. Te vi atenta y eso me hizo bien. Me gusta lo que hacés, tu música, le dije, no sé cómo definirla ni creo querer saberlo, el anonimato lo hace más dulce aún.
La charla se prolongó por unas horas, los dos sentados en la escalera, quinto escalón de abajo hacia arriba. Esa noche él no tenía que tocar, era su noche libre. Me invitó a entrar a su departamento, estaba todo pintado de azul, como el balcón. Tomamos unas cervezas, comimos una pizza, miramos una película en blanco y negro, me enseñó su guitarra y tocó para mí, esta vez sin miradas furtivas, todo era directo y sincero, nada de ocultamientos ni sutilezas. En un momento dejó la guitarra sobre el piso, se levantó y me tomó de la mano, la puso contra su rostro, tan suave como en mis sueños, y cerró los ojos en un adormecimiento ansiado. Cerré los míos sin poder creer que todo fuese realidad,
Ambos abrimos los ojos al mismo tiempo, nos miramos, no había más que decir.
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