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“El Evangelio de la Ciencia”

Joaquín Acevedo solía escribir en los bares. Cada mañana iba al mismo bar, se sentaba en la misma mesa, pedía café y fumaba un cigarrillo tras otro mientras llenaba sus cuadernos de escogidas palabras. Era un hombre reservado, taciturno y cortés, que no ignoraba que no pasaba de ser un escritor irrelevante, pero no le importaba; escribir era su pasión y su felicidad (acaso la única) y con eso le bastaba. A su costa (era un hombre de fortuna) publicó “El Evangelio de la Ciencia”. Era (no podría ser de otra manera) una novela mediocre, cuidada, fervorosa, de argumento simple y algo truculento. Trataba de una secta que vindicaba a la ciencia como la única fe verdadera y aceptable y que se dedicaba a exterminar a religiosos, esotéricos y a todo aquel que sostuviera ideas indemostrables en busca de un mundo basado únicamente en la ciencia. La crítica la defenestró sin piedad, pero cierta parte de la juventud la leyó con entusiasmo, acaso convencidos que un mundo distinto siempre es una posibilidad.
Una mañana, en la que Acevedo escribía con la acostumbrada impertinencia de un hombre satisfecho y seguro de sí mismo, un joven se le acercó para saludarlo.
-Señor Acevedo –le dijo con timidez-, permítame felicitarlo por su novela. Para mí es una obra original, minuciosa y apasionada, aunque a los críticos no les haya gustado.
Porque era la primera vez que lo reconocían como escritor, sintió curiosidad y decidió ser amable invitando a su joven admirador a su mesa y a compartir un café.
-Los críticos, señor…
-Martín Pinedo.
-Los críticos, señor Pinedo, son personas que no saben escribir y, tal vez, tampoco leer. No hay que prestarles demasiada atención. He revisado algunos comentarios sobre mi libro y me consta que no entendieron nada.
-Yo quería hacerla una pregunta acerca de su novela, una duda que no logro responderme. Su secta se dedica a matar a todos aquellos que sostengan una verdad que no pueden demostrar.
-Digamos que se dedica a eliminar a quienes nos obligan a vivir en un mundo de falsas certidumbres y a quienes coartan nuestra libertad inventando perversos dioses e inexistentes fuerzas ocultas.
-Pero un miembro, ávido de hacerse con el poder o de mostrar el celo con que cumple sus funciones, decide matar al fundador porque él (es decir, usted) tampoco puede demostrar su verdad. ¿No es una contradicción que debería acabar con la secta?
-¿Una contradicción? –Acevedo lo miró asombrado- De ninguna manera, señor Pinedo, yo no debo demostrar ninguna verdad ya que no sostengo ninguna. Ese episodio solo intenta explicar que, aún dentro de un grupo absolutamente racional, siempre cabe la posibilidad de que exista un traidor. Digamos que es una advertencia.
-¿Y si le digo que la secta que usted soñó existe?
-Les diría –respondió con toda calma Acevedo- que están locos, que admiro la resolución que han tomado, pero que harían mejor dispersándose. La tarea que se proponen es imposible.
-¿No le dice nada los siete sacerdotes asesinados en el último mes?
Acevedo lo miró con desgano y con pena. Después pensó con admiración y cierto cariño en esos jóvenes que habían tomado su libro como una enseñanza de vida y que estaban dispuestos a afrontar todos los peligros para hacer de su ficción una realidad.
-¿Siete sacerdotes en un mes? ¿Nada más?
-Y algunos parapsicólogos, tres o cuatro, no estoy seguro.
-Son pocos como para que ya haya llegado mi turno, ¿no cree?
Por toda respuesta, Pinedo lo miró con la angustia reflejada en sus ojos.
-Lléveme hasta ellos, se han equivocado.

Esa noche, Acevedo lo pasó a buscar por su casa y se dirigieron hacia las afueras de la ciudad. Acevedo conducía sin hablar, Pinedo le indicaba el camino con voz insegura mientras se preguntaba qué hacía inmerso en esa locura sin sentido. Se detuvieron ante el portón de un inmenso jardín que rodeaba a un enorme caserón antiguo pero bien conservado.
-Hasta en este detalle me han respetado –le dijo satisfecho.
-No entre –le contestó asustado-, lo matarán. Vaya a la policía, usted no tiene la culpa de nada.
-A Sócrates lo acusaron de pervertir a la juventud, ¿quién le dice que no harán lo mismo conmigo?
-Pero, recuerde su novela. Si entra tendrá que demostrar sus ideas y ya sabe lo que pasará.
-Lo he pensado, señor Pinedo, conozco mi obra mejor que usted. En algún punto, ficción y realidad tendrán que separarse.
Bajaron del auto, cruzaron el portón y se internaron por un sendero bordeado por altos eucaliptos. Caminaban con lentitud y en silencio, con las manos en los bolsillos, pisando hojas marchitas y ramas caídas.
-En mi novela, la quinta es menos siniestra y usted menos valiente. Desde luego, también intenta salvarme.
-¿Y aún así quiere seguir adelante?
-Si. Ya se lo dije, conozco mi obra mejor que usted y que ellos. No se olvide que el final es ambiguo.
Pinedo abrió la puerta de la casa y entraron. Los esperaban en el basto comedor. No le llamó la atención que a Acevedo lo recibieran con muestras de respeto y admiración, ni que lo trataran de maestro. Se sentaron en una larga mesa de caoba negra y lustrosa. Acevedo se mostraba sereno y dueño de la situación, eso, a Pinedo no lo tranquilizaba. Contó a los presentes, eran trece personas. Pensó en Jesús y la última cena. ¿Sería una casualidad o alguien lo tenía todo previsto?
-Aún en la más perniciosa mentira de occidente –empezó a hablar Acevedo mirándolos a todos- se puede encontrar una no desdeñable enseñanza. Entre nosotros, honestos humanos que ponemos a la verdad por sobre todas las cosas, hay un traidor, alguien que no está preparado para la tarea que nos hemos propuesto y que no es digno de ella. En mi evangelio está escrito.
Todos se miraron con desconfianza sintiéndose incómodos y expectantes. Acevedo se sirvió una copa de vino y la vació de lentamente, paladeándolo como si fuera el último. Volvió a llenarla y se la alcanzó a Pinedo. En ese momento entendió que era parte de una puesta en escena y que el traidor era él. En lugar de llevar a Acevedo para que demostrara su verdad, había intentado salvarlo, incluso le había propuesto hacer la denuncia a la policía. ¿Quién iba a creerle que lo había hecho para salvar a la incipiente secta? Acevedo interrumpió sus pensamientos hablándole con voz calma y sin énfasis, mirándolo a los ojos.
-En el texto al que me referí antes, el traidor muere ahorcado, le ofrezco la soga y cualquier árbol de mi quinta.

Pinedo supo que aún podía hacer algo por la secta a la que nunca pertenecería. Se levantó, le dio un beso en la mejilla y lo llamó maestro.

Texto agregado el 13-12-2007, y leído por 412 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
29-04-2008 Amigo escribes de maravillas,pero te dejaste llevar demasiado por el cristianismo. Este cuento impecable daba para mas y no que terminara como una parodia de la ultima cena,saludos MCS
09-01-2008 Interesante y amena lectura. Gracias. loudei
02-01-2008 Me gustó. Un relato con una idea muy original y narrado con precisión. Yo diría relatado con la sobriedad de los grandes. Excelente. zumm
31-12-2007 Es un texto de excelente factura y muy original argumento. Mantiene cierta tensión en sus pasajes como si camináramos por la cuerda floja.. 5*y saludos. hippie80
30-12-2007 muy bien hecho, la verdad que si Don esdrelon, auguro que uste si sabe lo que se trae entre manos al escribir asi. Ramirob
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