A Alejandra Pizarnik;
a tus enormes ojos verdes y los míos.
Inexplicable razonamiento. Abro aquí mi cuerpo entero, desgarro mi piel para que puedan verme de carne y huesos. He aquí mis cuentos de princesa envenenados por la realidad. Extraigo con esta poesía mi sosegada locura:
Llano, preciso como lo obscuro,
se entrelazan mis venas y arterias asfixiando el olvido,
transgrede mi cuerpo azucarado,
figuras que se traslucen de una fruta podrida,
tan aciruelada como mis ojos purpuras.
Los azules me los arranqué, cantaba la niña en la pesadilla. Inocente perjurio, ella que dormía en ignorancia mientras sombras deformes alienaban su cuerpo desnudo. Esa niña que me persigue sin atavíos, descarada manipuladora del tiempo indeciso. Los días no corren como de costumbre. Hay que estar alertas, cuidado con los aullidos a la luna, ella se disfraza de locura y se impregna en la piel inmaculada de los días. Ya no existen, ya no existe un último respiro, desolada se encierra la agonía vestida de trapos sucios, manchados con la sangre que chorrea de tus manos desgastadas por raspar violentamente su cuerpo maldecido. La noche baña su silueta ennegrecida. Son los días, los malditos días que suceden espontáneamente como luciérnagas hipnotizadas por el fuego que emana de su alma, de su sombra perdida. Es el mundo infinitamente reducido al fuerte aroma de la putrefacción de aquella ciruela reflejada en cristales verdes, azules, o quizás transparentes como su fría presencia desvanecida. Tan extraída de ella misma como yo en esta prosa desordenada que lentamente va buscando un fin perfecto que se allegue y se transmute en el silencio propio de sus palabras.
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