Nube Negra
En las afueras de Barquisimeto, Estado Lara, existe el populoso barrio Pavia a donde suelo ir algunos fines de semana. Allí conocí a Nube Negra. Alto y flaco. Su rostro de piel quemada, sin afeitar, frente arrugada y ojos plomizos y hundidos. Un atardecer crepuscular de la región, y sentados sobre dos guacales de papa, en casa de Ritalina López, me dijo: “Yo fui bandido más letal parido de mujer, pero hace muchos años mi vida dio un giro milagroso y ahora me la paso procurando hacer el bien”.
Toda su juventud, por natural habilidad, la vivió soslayando la Ley. Logró actuar sin dejar rastros que comprometieran su identidad. La única vez que lo enrejaron, diez meses después, disfrazado de mujer y en compinchado con su amigo, Nube Gris, un recluso de mayor talento, se escapó de la cárcel de Uribana. Llegó a figurar como el más peligroso de Lara y se le ubicó entre los buscados del país. Era tan temido y odiado, como admirado. Y sobre sus espaldas el secreto mejor guardado que nadie se pudo haber imaginado. En fin, toda una leyenda.
Sobre el desértico ambiente de Los Cámagos, por la antigua vía hacia Carora, nació Francisco Reyes, apodado Nube Negra. Desde niño comenzó a ser despreciado por quienes lo conocieron pues tramaba y ejecutaba horrendas bribonadas. Hasta los nueve años vivió con Hortensia, su alcoholizada abuela. Un año después, abandonándola, se marchó del rancho. Con mirada difusa y desolada de memoria se instaló a contarme su fusca historia:
... “ ¡Naa guaraá! cuando la abuela me obligó a que asistiera a clases lo menos repudiable que le hacía a mis compañeros era orinarme dentro de sus útiles escolares. Les arrancaba las hojas de sus cuadernos para limpiarme el trasero. Les robaba el avío, y me iba escapado. Después de hartarme y, al escuchar el griterío por la vía, oculto detrás de un matorral, los esperaba y cuando iban pasando les lanzaba pedradas. Recuerdo, que al rato y con la esperanza de haber acertado en la frente de alguno, salía con las manos en los bolsillos y cara de mustio. Sin rumbo, caminaba, por calles polvorientas, calurosas y hediondas. Lanzaba patadas a los perros harapientos que por entonces abundaban. Cuando mataba un gato, la felicidad me rebasaba. Llevaba en la pretina una fonda, y con mucha puntería, al columbrarlos, pa’el suelo caían. El último que alcancé maulló tan espantoso que parecía el mismísimo demonio; lo miré salir corriendo con el tripero afuera”.
Su ingenio para sortear adversidades despuntó precozmente. Pisando los diez años, metido en un camión de marranos, salió desde Barquisimeto hasta Valencia. Allí pasaba el día pidiendo dinero en las bombas de gasolina y en los restaurantes. Robaba cuanto podía de los supermercados, almacenes y hogares. Cuando llegaba la noche se escondía en los campanarios de las Iglesias para luego dormir en los bancos. Ritual, en el que su talante personal le impedía perseverar, así que cambió la sacrosanta morada nocturna por los andurriales del vicio y la lujuria.
A los veinticinco años regresó a su tierra natal. Todo le lució irreconocible. Era un inmenso barrio de unos ocho mil habitantes. En el sitio donde él había malvivido se encontraba un inmenso galpón con la frase “El siete rojo”, todo pintado de un fuerte carmesí, era el bar más frecuentado de la región.
Nube Negra -dijo- “en el barrio vivían dos mujeres” Hizo una pausa, balbuceó, suspiró, e intentó recapitular pero se le quebró la voz. Entró en un sonoro mutismo. Parecía que se le paralizaba el corazón.
En ese momento comenzó a desgranarse un torrencial aguacero. Las calles siguen siendo de tierra y cuando llueve se forma un mazacotudo fangal que frena cualquier intento de caminar. Por fin, recapitulando ... -acuñó- “nadie vendrá a interrumpirnos. Ahora sí que llegó el momento de sacar tanta porquería que me destroza por dentro”.
Mirándome inquietamente a los ojos -preguntó- ¿Quieres seguir escuchándome?
Desde luego que sí, le respondí.
Es posible que la fija atención que yo le dispensaba, lo condujera a atisbar que en mi interior se abría un espacio para la comprensión.
Cruzó los dedos de las manos, que apoyaba en sus flacuchentas y arqueadas piernas, y agachando la cabeza, prosiguió: “Vivían madre e hija. Rosa Angélica, hermosa mujer de diecinueve años. Aventajada estudiante de contaduría. No tenía novio. Su cuerpo, bien curveado y su rostro perfilado, le lucía espectacular. Siempre que la observaba pasar por el frente del bar, la turbina del morbo se me activaba sin parar. Indagué sus horarios. Y calculé la hora en que se encontraba sola y sin posibilidad de ser sorprendido”.
Invirtió horas y horas en sus maquiavélicas cavilaciones, hasta que por fin un día entró en el humilde rancho con paredes y techo de latas de cinc. A la vista estaba una canija mesa que servía de comedor y soporte de la cocina. Detrás de la cortina, que separaba la cocina del dormitorio, se encontraba Rosa Angélica.
Intentó violarla, pero ella después de librar una escaramuza logró escapársele. Potenciado con el frenesí del último pito de marihuana, le prendió fuego al rancho con todos sus macundales.
Ellas quedaron en la calle, y sin familiares que las pudiesen alojar. Sufrieron penalidades. Un vecino las amparó y los demás las ayudaron para que pudieran levantar su casita. Dos meses más tarde volvían a estar durmiendo sobre lo que, por un tiempo, habían sido las cenizas de sus sudores. A pesar de las presiones de los vecinos no lo denunciaron ante la policía: temían que les sucediera algo peor.
Era de noche, drogado y neurasténico, y con un puñal en la mano entró de nuevo. Esta vez se encontraban las dos. Ambas gritaban y temblaban de pavor. Le suplicaron que no les hiciera daño.
Nube Negra, insistió en su único objetivo, “Quiero violar a la caraja”. La madre se interpuso y le advirtió, “Antes deberás matarme, pero nunca llegarás a tocar la carne de mi muchacha”.
Rosa Angélica, gritó ¡Madre apártate, te asesinará! ¡Es un animal!
María Anastasia, con firme decisión -dijo- ¡Hijita, sal corriendo! ¡Ve por ayuda! -mentalmente vociferó- ¡Dios Santo! ¡Ayúdanos! permite que Angélica pueda salir y escaparse: yo he vivido lo suficiente.
Nube Negra, colocándole el cuchillo en el pecho, la increpó: “Si malogras este momento te joderé”.
La muchacha azuzada por su madre salió corriendo. Cuando regresó acompañada por un buen hombre, quien acudió más por vergüenza que por coraje. La encontró desnuda, tirada en el suelo, e intentando cubrirse con una sábana. El humo del fuego asfixiaba. Apenas tuvieron tiempo de salvar sus vidas y unas pocas pertenencias. Entre esas, la cartera que en el forcejeo dejó caer Nube Negra, incluía, además de otros documentos, la partida original de nacimiento.
En su nuevo rancho, hubo una tarde que mientras se disponían a rezar el rosario, Rosa Angélica, abordó a su mamá, ¿Por qué no odias Nube Negra? -y de inmediato, agregó- si Dios existiera, y oyera tus oraciones, ya lo hubiese hecho pagar por todos nuestros sufrimientos.
Su mamá la miró con determinación a los ojos y le respondió: Hija nunca permitas que el veneno del odio mate la ilusión que reposa en tu interior.
¡Perdón maita! -insistió Rosa Angélica-, pero ese perdón que le has dispensado al desgraciado del Nube Negra … -se contuvo- ... es inexplicable.
Su mamá guardó silencio. No le contestó e internamente urdió: “En algún momento lo sabrás”.
Inició el rezó del rosario. Era sábado y ofreció los misterios gloriosos. Finalizaban su acto devocional cuando entró Marcelino Rodríguez, el mismo que les había auxiliado en la última desgracia y les dijo:
¡Vaa sieé! ¡Carajoo! Ya hemos descubierto la guarida del Nube Negra. En este momento es fácil de lincharlo. Lleva varias semanas de estar herido. Recibió unos pepazos y le quebraron una pierna. ¡Vayamos! ¡Está facilito! Somos muchos los que le tenemos acorralado.
Enseguida voy -dice Rosa Angélica- e incorporándose animosamente, -dijo- ¡Madre, puedes quedarte! Yo iré con Marcelino.
Pero éste, replicó: los que están allá solicitaron la presencia de María Anastasia Dolores Colmenares, según ellos su participación será bien importante.
Todos los del barrio observaban con discreción la actitud de María Anastasia para con Nube Negra: nunca despotricaba contra él. Aquello les causaba intriga, y era el momento de saber como procedería.
María Anastasia, en forma categórica, -dijo- ¡Yo iré para encargarme de él!
Marcelino, frotándose las manos, pensó, “llegó el momento de darle el pasaporte a quien ha sido nuestro mayor azote”. Pidió que por un minuto la dejaran sola en la habitación. Se puso una mejor ropa y salió con un pequeño morral, al que llevaba bien asido. Mientras agilizaban el paso Marcelino se preguntaba: ¿Qué podrá traer?
En el sitio, había un gentío montando su estrategia de asalto al penetrar en el rancho. Se armaban con piedras, tubos y palos, porque sabían que Nube Negra podía vaciar a tiros al primero que oteara.
Cuando María Anastasia llegó, se abrió paso por entre el grupo. Antes de avanzar les advirtió: “No quiero que nadie me acompañe. Ni se atrevan a entrar”.
¡Cuidado! ¡Te disparará! -le gritó su hija-
Retiró la oxidada lata, que hacía las veces de puerta, e ingresó. El lugar estaba asqueroso. Las moscas desplegaban una cortina que lo ocultaba en la inmundicia. Frente a Nube Negra, forrado en los huesos, con parches entre verde y morado, le preguntó, ¿Cuántos días llevas aquí tirado?
Él la miró y no se atrevió a decirle nada. Sus propias fuerzas estaban completamente menguadas. Se acercó y comprobó el estado, prácticamente de descomposición, en que se hallaba. Lo movió y se aterró, la pierna que había sido abaleada estaba casi podrida por la gangrena que lo infectaba. Los gusanos le brotaban de las perforaciones al nivel de las caderas.
Toma la pistola, está debajo de esa chaqueta y pégame un tiro –dijo Nube Negra- quiero acabar con esta desgracia de vida.
Ella como si no hubiese escuchado nada, lo tomó de los brazos y lo ayudó a sentarse. Prendió un traste de olla vieja y llamó a Rosa Angélica para que le trajera agua. Soportando el hedor a pudrición, sin gestos de asco, lo exploró, para verificar que no hubiese lesión del hueso. Con el agua hervida, destapó el bolso, que bastantes sospechas había cundido y sacó sus ungüentos. Le lavó la herida con agua y jabón. Después de secarlo, y tras haberle sacado un puñado de gusanos, le aplicó su primera cura.
Rosa Angélica no hacía más que observar. Impertérrita por la acción de su madre logró contener el vómito. No comprendía nada. Con los sentimientos encontrados, salió y se lo confió a Marcelino, quien no le creyó y entró para corroborarlo. Las otras personas se inquietaban, mas continuaban en las afueras.
Marcelino salió indignado, lanzó contra el suelo el tubo de hierro que llevaba en sus manos y dijo: “Esa mujer se ha vuelto loca”.
Desde el rancho se oyó la voz de María Anastasia: ¡Rosa Angélica!
¡Sí, madre! -respondió la muchacha-.
¡Hija ve a casa, calientas la sopa de pollo que quedó del almuerzo para darle Nube Negra! -dijo-.
Con un edificante gesto de obediencia, en contra de su voluntad, la muchacha cumplió lo indicado. A su regreso la encontró terminado de limpiar aquella asquerosa ratonera.
Antes de que salieran, él les preguntó: ¿Por qué hacen esto?
Rosa Angélica, le respondió: “Desconozco las razones de mi madre, mi único deseo es que estuvieras ardiendo a fuego lento en el infierno”.
Cuando iban de regreso a casa María Anastasia pensó en develarle el secreto que la aprisionaba.
La siguiente mañana, luego de cumplir con su trabajo de barrendera en la empresa azucarera, pasó por la farmacia y se apertrechó con abundantes medicamentos. Al regreso fue donde Nube Negra, le dio de comer, lo aseó y lo curó. Fervorosa rutina ante la que Rosa Angélica enmudecía.
Cuando el tiempo avanzó Nube Negra ya se podía parar y caminar. Se dio cuenta que su mejoría era real y que el destino le estaba colocando otra oportunidad. Y sabiéndose perdonado y salvado por la mujer que él mismo pudo haber matado, arrepentido lloró durante toda una noche. Agarró un trozo de cartón, con obtuso lápiz piedra y peor ortografía, fijó por escrito los propósitos que desde hacía días estaba remolinando.
Amaneció. Era un sábado soleado de abril -dijo-
… “Muy temprano, María Anastasia Dolores entró de nuevo, con cariño y rostro sereno, me sirvió la taza de café, y me pasó el plato de comida. Entonces la interrumpí. Quiero que me oigas: yo me siento mejor, ya puedo salir y buscar trabajo. Me miró con desconcierto, y me recordó que aún no me había curado. Hice a un lado el café y la comida. Arrodillado a sus pies, se los besé, y lloré amargamente como un bebé. Le imploré su perdón. Juré que en adelante cambiaría. Le decía; trabajaré, esclavizándome si fuera necesario, hasta lograr reponer una pequeña parte de la felicidad que a Usted y a Rosa Angélica les quité. Además las cuidaré”.
Mientras esto sucedía Rosa Angélica estaba haciendo limpieza en la sala-comedor y en la única habitación que tenían. Su mamá había dejado caer sobre la cama un paquete que guardaba detrás del anaquel de los santos. La muchacha curioseó y desenvolvió aquel extraño envoltorio. Era la cartera de Nube Negra. Sacó su cédula de identidad y un documento que decía Partida de Nacimiento. Leyó afanosamente hasta que se detuvo, se sentó, y repitió: Francisco Reyes Dolores Colmenares, hijo de María Anastasia … Regresó todo a su lugar y se dijo: ahora la comprendo, pero ¿Por qué me lo habrá ocultado?
Absorta siguió limpiando, y en su interior el peso del dolor se fue atenuando. ¡Es mi hermano! -se examinó- ¿Cómo seguirlo odiando? En silencio lo meditó, y prefirió callar lo descubierto. Solitariamente acordó esperar hasta que su madre decidiera hablar.
No terminaba de atar cabos cuando vio entrar a María Anastasia con su único hermano, Nube Negra. Se notaba mejor, aunque seguía cojeando. Lo saludó con cariño, a la vez que sus ojos destellaron un furtivo brillo. María Dolores, sorprendida de tan brusco cambio, los dejó solos. Él, avergonzado y sin atreverse a mirarla a los ojos, le dijo:
Yo exclusivamente he venido a pedirte perdón, haré todo lo que pueda para sanar las heridas que sangran en tu corazón.
Con la voz quebrada, juntando las manos, y sin contener el llanto, grito, ¡Perdón! Angélica ¡Perdón!
Fueron instantes de conmoción afectiva. Al punto, levantando la mirada -dijo- ¿Me perdonas? ...
Rosa Angélica, no lo torturó. Lo abrazó, y juntaron las lágrimas. Y además de expresarle su perdón, lo invitó a que se quedará a vivir con ellas. Mas, Nube Negra, apenado, se negó a aceptar semejante propuesta.
Salió María Anastasia y le dijo: ¡Hijo, puedes quedarte! Durante todo éste tiempo yo te he cuidado y curado fue porque te parí. ¡Tú eres mi hijo! -acercándose, sin treguas para que Nube Negra pudiese reaccionar, los juntó, y abrazándolos, les dijo- ¡Muchos años esperé por este momento! ¡Hijos, los amo! Mi gran deseo es que en adelante superemos los malos ratos del pasado y puramente miremos al futuro.
El fluir del llanto ungió tan exclusivo momento. Las emociones se fundieron en su sólo corazón. En adelante era Nube Negra quien tenía que decidir si hablar o callar eternamente su secreto.
Los tres tomaron asiento. Ella les narró la circunstancia tan difícil en que salió embarazada. Para alimentar al niño y su madre, anciana y enferma, se fue a la capital. Desde Caracas, conchabada en una casa de familia rica, en ocho años, no salió de vacaciones. Cuando vino el muchacho ya no estaba. Hacía dos meses que se había marchado. Y el rancho de su mamá lo invadía una nube de zamuros. Llevaba dos días de muerta: la última vez que la vieron anduvo pidiendo unas ramas de jengibre. Durante seis meses lo buscó sin desmayar por cuanto lugar presentía que lo podría encontrar. Sufrió hasta que vio su nombre en la partida de nacimiento.
Desde aquella hora formaron una familia. Nube Negra, apenas recuperado, comenzó a trabajar. Consiguió que lo recibieran de limador en un taller de latonería y pintura. Cobraba las quincenas y, sin gastar nada más que el pasaje, le entregaba todo a María Anastasia. Cuando cumplió el primer año de latonero, con sus prestaciones, inició el arreglo del rancho. A los doce meses hizo lo propio, y de igual manera en lo sucesivo. Al término de diez años, la casa parecía una vasijita de plata.
Pasadas tres décadas de su regeneración, en la actualidad es conocido como el Señor Juan, y de Nube Negra, únicamente queda lo que él recuerda y asiduamente recrea.
Es el personaje más apreciado de Pavia. Amable y servicial. Siempre está dispuesto a salir corriendo llevando en brazos a un enfermo hasta la vía principal, porque al suburbio no llegan los taxis, y son pocos los vehículos que existen. Sobre sus hombros transporta el agua para los ranchos de ancianas y hasta les compra las bombonas de gas. Cuida de los enfermos. Los fines de semana vigila las casas para que la gente vaya a la playa o simplemente salga tranquila a pasear. En las esquinas reúne a los niños y les mimetiza con sus parábolas y enseñanzas.
Aquella tarde cuando, la lluvia dejaba de caer, me dijo: “Yo no soy, quien soy en verdad”. Con mí mirada escéptica le advertí que no estaba con ánimos de filosofar.
Después de unos instantes, me dijo, “Esto es muy serio”. Y continuó: “Guardo algo que me lacera por dentro”. Cabizbajo y haciendo una pausa, prosiguió: “Yo soy Petronio Herrera: Nube Gris. Nube Negra murió abaleado en el intento de fuga y al instante lo quemaron. En la confusión logré escaparme al disfrazarme con ropa y maquillaje de una mujer que visitaba el reten. La pobre se quedó desnuda y encerrada. Conmigo llevaba la cédula y los documentos de Nube Negra, y él tenía los míos. Nuestro parecido físico era asombroso y la amistad indestructible. Antes de proceder con el plan de huida prometimos que si alguno moría, podía inmortalizar al otro. Desde entonces todos me creyeron muerto y él es quien sigue viviendo. Por años he ocultado ésta mentira.
Sacó un ajado pañuelo para secarse las lágrimas. … Colocándole mí mano sobre el hombro, -dije- ¡tranquilo! no te angusties. En esta vida todos solemos cargar con grandes secretos. Aquel hombre, lucía liberado e inclusive el semblante le había cambiado. Presencié que con la verdad a flote el “legendario” hombre (Nube Negra) sí había revivido.
En aquel santiamén salió de la cocina la viejita Ritalina López, escoltada por su docena de gatos, y nos interrumpió para invitarnos a pasar a la mesa. La cena estaba servida. |