Odio ese “pero…”, lo odio porque parece que es la consigna que la vida me asignó llevar sobre los hombros. La tierra gira sobre su maldito vértice y nadie se ha detenido a venerar su inagotable mantenernos vivos. Por qué a ninguno le importa que las cosas se sucedan una y otra vez sin parar y que sean esas mismas precisas cotidianidades las que nos permitan estar parados en este puto mundo. Quisiera que la vida no me hubiera dado esta misión vulgar, “pero..” nuevamente la respuesta recurrente al acertijo.
Todos en este lugar parecieran pensar que las cosas son porque así deben ser. Ahhh si no fuera el elegido entendería menos y sería más feliz. Detesto el olor del metro, viajar todos los días comienza a volverte la cabeza cuadrada. Todos los rostros parecen enmarcarse en un interminable cuadrado que continúa en el que está al lado, cuadrados, cuadrados y cuadrados. La tierra es redonda y las malditas cabezas cuadradas. Algo suena disonante en esta realidad. ¡Rayos!, quisiera cuestionar menos, el oficio cansador de las palabras en los oídos que curiosamente están pegados en esta caja, me aniquila. Pensar menos, vivir más. “pero…” nada. Soy lo que soy, el que reconoce y venera los giros de la tierra y el que contempla con asombro que el sol no se agote en su tarea de amanecer a estos seudo humanos que miran el diario en la página de espectáculos.
Estación Universidad de Chile, una pintura gigante me da la bienvenida, dicen que “representa la historia nacional como obra de arte”. Arte es pasearse por las calles y ver como se va construyendo la historia y no se incluyen a los tipos que limpian las botas o a los pastores que proclaman el reino de los cielos. Pero ellos no saben. No saben que los personajes importantes son los que menos intervienen en el curso de los hechos. Napoleón no fue el genio, el genio fue el soldado que derrotó al último hombre rival en la batalla cuerpo a cuerpo. Pero eso está relegado a uno, a uno que precisamente carga con el fracaso al final.
Transito por la calle observando como la gente golpea sus pies y balancea sus manos en un ritual mágico, no, no es caminar; ellos lo desconocen pero van danzando con el viento que se cuela por los rincones de su cuerpo y en éxtasis, se contiene una y otra vez para aguantar el orgasmo que le provoca cada individuo. Quisiera no saber que el viento eyacula polen, pero…
El cubículo cuadrado – que no es cabeza – me espera con la tentativa de siempre. Mis compañeros no distinguen, me saludan como si fuera uno más de ellos, me tienden la mano y hasta me golpean la espalda. No los odio. Me enternece su actitud ávida, como si en realidad supieran lo que hacen y por qué, un sueldo podría ser una buena excusa, pero me inclino a pensar que llenan su vida de fanfarroneos y perfecciones aparentes para llenar el vacío que cargan. Los entiendo. Llegan a sus casas y el infierno se les acerca, aún cuando ellos también se hayan confeccionando el rol de diablos.
Las horas, ese inventillo de desquiciados, arremeten en un silbido estrepitoso que me obliga a comer algo. La chica rubia que se ha comido a todo el personal viene por mi. Quisiera que tuviera la cabeza redonda, pero de hacerlo, de seguro la usaría para llevarla de bolso que combinara con sus siempre bien lucidos calzados de aguja. No es tonta, sabe exprimir los cuerpos, cargar las armas y disparar. No quiero morir, me alejo aludiendo mi compromiso impostergable con el psiquiatra. Eso la excita de sobremanera, pero esa no era mi intención.
Vuelvo a la calle del bullicio matinal y confieso que me parece más atractivo el panorama, los comerciantes ambulantes adornan el suelo grisáceo de chicherías que al menos parecen graciosas, como ese lápiz que prende luces de muchos colores. Voy mascando el pan mientras la realidad me golpea una y otra vez para advertirme que esté atento.
El oficio de poeta me inclinó hasta los umbrales más insondables, pero también me abrió la puerta a los sentidos, ¿cinco? Yo diría que diez. ¿Un ser extrasensorial? puede ser, ¿un tipo raro? depende, ¿un misionero? sin duda. Un maldito misionero por encargo que no elige pero da, un artista confinado a saber que sabe y callar, porque la cursilería de sócrates con su “sólo sé, que nada sé” decía más que todo, y eso me parece una bajeza.
El mismo cubículo que dejé. Miro bien y nada. Tres veces se ha modificado en su esencia, una vez me sorprendió convertido en un castillo medieval, esa vez si que fue genial. Hoy no tuve suerte. Desde allí que entiendo eso de construir castillos de arena, se derrumban; si son de ilusiones, se desvanecen; si son construcciones, se terminan, y así, quien quiera hacerlos, pues que se atenga al duro final (yo, que disfruto de los fracasos, sigo intentándolo).
Una princesa, una maldita princesa, una puta princesa que me haga soñar. De cabeza redonda obviamente, las otras no logran que mi físico responda ni por cinco minutos. Un dinosaurio, vah un dragón, tampoco andaría mal encontrarme un bicharraco así, total igual se extinguiría de mi cabeza en unas horas. Conocí a un escritor una vez obsesionado con que un dinosaurio seguía allí, a ese tipo nunca se le extinguió, la gente piensa que ellos ya no existen, pero de ese que nunca se iba, alguien podría decir que desapareció?
La hoja sigue en blanco entre todas las demás. La hoja que grava las ideas sigue impoluta mirándome desde el rincón, mientras la contabilidad esgrime orgullosa su interminable recorrido de números y letras como burlándose de mi preciada amiga.
El teléfono suena, el jefe me llama.
Tres personas en su oficina, él cuatro, yo cinco. Me aplauden y me felicitan. Un ascenso en la jerarquía empresarial. Pregunto por qué nadie me consultó y todos se ríen. La gente a veces cree que premia, pero no hacen otra cosa que proyectar erradamente. Me retiro cabizbajo de la reunión sabiendo que ahora tendré que rendir más y vivir menos. Odio las derrotas, ser un maldito fracasado entre tantos otros no me hace sentir mejor “pero...” Voy por mis cosas. No hay cubículo. Un hermoso palacio me despide con un pañuelo blanco.
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