Las nubes acogen al Sol poniente mientras asciendo, solo como siempre, la ligera inclinación de la colina. Ante mí se extiende el puente que franquea el paso al otro lado de la autopista y de la vía. Se alzan las columnas hercúleas, desafiantes sus sillares en espiral como una escalera que sobreviviese a la caída de Babel. Mis pensamientos se sobreponen, asomando sus esquinas como los peldaños de esas cuatro escaleras que voy dejando a mi espalda.
Hoy salimos pronto; la tarde aún festonea de luz y espacio azul y no son tan melancólicos los coches. Pienso que camino cada día a la estación mientras otros cogen el autobús que para cerca de la puerta de la facultad. Algunos creen que eso es raro... Ya pocos hablan a la Tierra u ordenan la polvorienta trastienda del corazón. Pero es un consuelo y un placer volver con las ideas haciendo un torbellino en la cabeza, dialogar con el viento y asistir, tras el estudio, al despertar de las estrellas.
Hoy sólo la Luna se ha levantado, larga y a ras de horizonte en su primer día de creciente, como madre madrugadora que lleve a sus hijas a una escuela. Estoy tranquilo pero, a un tiempo, me bate salvaje el corazón. No es lo raro estar tan vivo, sé mientras empiezo a cruzar el puente largo y me adelanta el viejo autobús ruidoso, con su carga de alumnado.
Bajo mis pies el tren está llegando. Algún día acabaré con orgullo de escalar esas columnas, que son el impulso apasionado de saber, y colocaré allí el nuevo ladrillo que me he atado a la espalda para que no entorpezca mi camino. Y desde allí quizás vea lo que hoy no existe para mí, quizás bese a esta Luna que lleva mis mensajes a los que quiero y están lejos; quizás, sólo quizás, le diga al universo que aún no le he tocado, pero que he llegado lejos... quizás sólo de pensarlo me reviente el corazón el pecho. Estoy aquí.
Cruzo la carretera a la salida del puente y empiezo a bajar el sendero de asfalto viejo que las raíces de altos juncos se quieren sacudir. Ahora atardece y las nubes orlan un Efebo que arde, entre otras cosas, para mí. Pienso aún. Tengo mis tristezas de persona y sentimientos sintonizados con las cosas... Y no siempre los muestro. Fingimos que somos como el resto y nos aislamos en soledades que se rompen - quizá, con mucha suerte - en cinco minutos entre clases o en una sonrisa que es eterna en un instante. Pero estamos tan vivos que... nadie puede negar que hemos vivido. Las tristezas son contrastes para esas minúsculas sonrisas ¡tanto valen!. Y quizás soy yo el contraste de una feliz pareja amante o de un árbol que se alza en otra parte.
El tren parte por mi lado y me lanza su olor: ese olor que es tan de mi pasado. Olor a la cartera de un papá que trae regalos. Olor a viajes e ilusiones recordados. Olor de algún que otro relato.
- Junto a las vías creciste, hijo de ferroviario.
No lo niego, y el cielo cómplice se va oscureciendo mientras se aleja el tren que pierdo cada día con la gente que se ríe del que habla a las estrellas y vive siempre junto a una vía. Siempre tengo el equipaje a punto para ir a donde llame el destino, pero en la espera no me dejo descuidado.
- Quién sabe si vendrá, quizás, a recogerme o el tiempo será tirado... -pensé una vez.
No lo será; y, con esa tristeza tan viva que un marinero en dique seco conserva de sus viajes, me he acostumbrado a disfrutar de lo que tengo sin deshacer el equipaje.
Mientras me siento en este andén y ya es de noche no sé si viene el tren o se marchó, ni si el que venga traerá mi destino; pero nada me preocupa, estoy tan vivo. Me embarga la emoción, pesa el cansancio de otro día y la certeza de una rígida rutina. Estoy triste, pero aflora a mis labios la sonrisa... y ahora me apercibo de que todo esto ya lo sabía, de que te lo cuento a ti porque eres en lo que pensaba, quizás por eso esté también feliz.
Llega el tren. Destino llama. Baja Ulés:
- Coge el equipaje. A casa y a la cama.
Ulises Grant.
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