Yo venía de vuelta del parque, y de repente me empezó a seguir un perrito. Me olió y parece que le gusté. Me siguió una cuadra entera, dos cuadras. Lo acaricié. Era un quiltro hermoso, negro, pero de ojitos claros (qué raro). A ratos se detenía y yo entonces le silbaba para que me siguiera. Me sentía bien acompañado, sí. Faltaba ya poco para llegar a casa, y supe lo que pasaría. Al abrir la puerta, él quiso entrar conmigo. Obvio. No lo dejé entrar, pero ya me había enamorado del can. ¿Le doy o no le doy comida?- pensé. Si le doy, volverá todos los días a pedirme. No me importó, y le traje una croqueta de pescado. Se la devoró. Decidí alimentarlo cuando pueda. Habrá días en que yo no estaré, y sólo recibirá el rechazo de mi hermano o mi viejo. Decidí amarlo, aunque a veces duela.