Me señalaban con el dedo. Primero una persona, después una segunda, y tras ésta, una tercera dijo “ha sido él, el gordo de las gafas de montura blanca”.
El ascensor se paró en el quinto y, aunque yo, en principio, había pulsado el octavo, decidí, dado el cariz que estaba tomando mi pequeño descuido, bajarme y ascender a pie los tres restantes pisos.
La señora que descendió conmigo me dedicó una mirada rebosante de desprecio y antes de que las puertas del elevador llegaran a cerrarse del todo emergió un siseante “serdo” pronunciado, seguramente, por el inmigrante clandestino ataviado con el gorrito con orejeras y de colorines fabricado con lana de alpaca.
Al llegar al sexto me faltaba el resuello, camino al séptimo tuve que detenerme por varios minutos en cada uno de los dos descansillos. El octavo se me antojaba como un verdadero ocho mil, el Everest o el K2, cara norte. Me senté en el primer peldaño que marcaba la cota siete mil y apoyando la espalda contra la pared decidí tomarme un respiro. El respiro, sin darme cuenta, se torno ronquido, preámbulo de plácido sueño.
Tomar consciencia y asustarme ante la absoluta oscuridad fue todo uno. Intenté acostumbrar mis ojos a la ausencia de luz, pero no había manera. Al final, haciendo de tripas corazón, me levante y, tanteando con una mano lo que suponía era la pared, comencé a deslizarme hacía donde pensaba debía encontrarse el interruptor de la luz: medía altura, mitad del rellano, entre ambos ascensores.
Sorteé lo que parecía ser una primera puerta y cuando mi mano ya resbalaba junto al marco de la segunda un ululante gemido proveniente de algún lugar que se me antojaba demasiado cercano, me hizo, por este orden, gritar, trastabillar, intentar mantener el equilibro haciendo molinillos con ambos brazos, perderlo del todo, golpear, ya en caída libre con mis nalgas contra la supuesta segunda puerta, percibir como ésta cedía mansamente a mi contacto y precipitarme hacia dentro y volver a golpear, ahora con toda mi anatomía posterior, contra un duro, muy duro, suelo.
El dolor intenso que me conducía hacía un principio de llanto fue cortado en seco por un nuevo, y todavía más tenebroso, por más cercano y más ululante, gemido. Rodé sobre mi espalda hacía un costado y localizando la traidora puerta abierta procedí a cerrarla de golpe y apresuradamente, quedando de rodillas en lo pensaba que era el interior de una oficina.
Tras varios minutos más de tanteo compulsivo por fin localicé lo que parecía ser un interruptor. El fogonazo de luz me golpeó con fuerza. Un parpadeo, otro, otro, y por fin comencé a entrever, tras primero manchas y después contornos, una estancia, grande, diáfana, vacía.
Bueno, vacía del todo, exactamente no estaba. En un rincón, acurrucada en posición fetal de cara a la pared, una figura de apariencia humana, cubierta con un sudario blanco temblaba como una hoja.
Y el gemido…
Me alcé, abrí la puerta de sopetón, me precipité al rellano, prendí la luz y descendí como una exhalación los siete pisos dándome, en el portal, de bruces contra un vigilante de seguridad que me esperaba, espantado y porra en mano preparado para placarme.
Rodamos por el suelo y noté que una segunda persona se me tiraba encima e intentaba y conseguía inmovilizarme.
Quince minutos más tarde, tras desfacer entuertos, los tres subíamos, por el ascensor.
Séptima planta.
…
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