Rutinariamente cumplía esa tarea. Como peinarse o lavarse los dientes, o ir al supermercado. Aquello constituía un deber más en su jornada.
Él regresaba de la calle y se encerraba en su escritorio, aguardando la hora de la cena entre papeles, documentos y alguna llamada telefónica. Cenaban en silencio, ella mirándolo con adoración, atendiéndolo, pendiente del mínimo detalle. La ceremonia del café y el acostumbrado: Estoy cansado. Un fugaz beso y subía a acostarse. Ansiosamente, ella esperaba aquel instante. Al principio sucedía de vez en cuando. Todo comenzó cuando sintió su alejamiento, la mirada perdida, las manos acariciando distraídamente su pelo. Ahí comenzó a investigar, a hurgar entre sus papeles. Y leyó, devoró carillas y cuidadosamente las devolvió a su lugar.
Pero, un día, frenéticamente, rompió todo aquello que él escribía con tanto amor para esa mujer. Su amor le pertenecía y nadie se lo arrebataría. Después esperó su reproche, más él callaba. Con creciente energía continuó con su obra, alguna vez dejó los trozos de papel en el cesto del escritorio, como desafiándolo. Pero todo seguía igual. Cada cena esperaba que él hablara, pero el silencio se eternizaba y ella con más furia tachaba los amorosos poemas que su esposo escribía para terminar destrozándolos.
Así continuaban los dos, él callaba por compasión y ella esfumaba toda prueba fehaciente de aquel amor infiel y seguía amándolo, cada vez más segura que ese hombre era suyo. |