Descubrí a Felipe en el velorio del tío Guido, cuando tenía veintiún años y él diecinueve. Digo que lo descubrí, porque realmente así sucedió. Aunque lo conocía desde que éramos niños, nunca le había prestado atención. Amigo y vecino de mis primos de toda la vida, era el típico nene flacucho y retraído; nunca había cruzado con él más de dos palabras juntas, ni había tenido intenciones de hacerlo.
Durante varias semanas, mi familia estuvo esperando el llamado que avisara del fallecimiento. El tío sufría de un cáncer terminal desde hacía seis meses, y estaba en sus últimos días. Cuando por fin sonó el teléfono - odio las agonías, tanto las propias como las ajenas - un martes a las siete de la mañana, era Felipe, que justo había acompañado esa noche en el hospital al menor de mis primos, Carlos, mientras cuidaba al padre. Desde el primer instante en que supe que el tío Guido se había muerto, y que Felipe había estado con él esa noche, sentí una urgente e inexplicable necesidad de verlo.
Ese día toda mi familia estaba como aturdida. Iban de una casa a otra, decían cosas sin sentido, se reían, lloraban. Al mediodía pasaron por Radio Universidad - el tío era periodista y locutor - un programa especial con sus mejores notas y reportajes. Lo escuché en el comedor diario de la casa del abuelo Manuel, junto con mis padres y mi hermano. Ese día fue la única vez que recuerdo haber visto a mi padre llorar. Lo hacía a gritos, desconsolado. Guido era su hermano menor. En un primer momento me dieron ganas de abrazarlo, pero no me atreví. La relación entre nosotros fue siempre distante, por no decir nula, y tuve miedo, no solo de no ser correspondida en el gesto, sino de su mirada de indiferencia y repulsión.
A la una de la tarde la tía Esther y sus hijos resolvieron que iban a hacer velorio - alguien tuvo la feliz idea de que no se podía privar a la gente que lo quería de que lo viera por última vez. A las tres de la tarde llegamos con mi hermano Guillermo a Sepelios Ruiz, que ya estaba llena. Mi tío era un individuo muy sociable, y además de los colegas y conocidos por su profesión, estaba lleno de amigos por todos lados. Enseguida se empezaron a acercar a darme el pésame - nunca entendí como con un "lo siento mucho", quiera alguien expresar lo que incluso un niño sabe se transmite solamente con un largo silencio. Tajante y apurada, di las gracias y me zambullí a registrar el lugar en busca de Felipe. Nos tocó la sala más grande. Por una entrada imperial de madera se pasaba a a una recepción-estar enorme llena de gente. A la izquierda del ambiente una escalera conducía a una salita en el piso de arriba, y a la derecha un pasillo comunicaba al cuarto del féretro, lleno de coronas, ramos de flores, lámparas con forma de velas y una cruz de dimensiones descomunales que colgaba de la pared. De todas las habitaciones era la única con buena luz. En las demás apenas si se distinguía la cara de la gente. De mal gusto, porque en realidad lo último que uno quiere es ver al difunto.
No encontré a Felipe. El que estaba era Alberto, su hermano. Disimulando, le pregunté por él. Me dijo que estaba descansando porque había pasado la noche sin dormir en el hospital. Seguramente en un rato vendría, porque dudaba que pudiera pegar un ojo, lo que me dio tiempo para ir a casa a arreglarme. Recién apareció cerca de las nueve de la noche. En cuanto lo vi, no le di tiempo a nada, lo envolví en el más cálido abrazo que di en mi vida, pasmada ante mi propia reacción, y esbocé una sonrisa diciéndole: —¡Felipe, te ganaste el cielo! —. Me miró con cara de no entender, y yo no tuve ganas de explicar. A partir de entonces, todo en mí fue un impulso, un instinto, de esos que son más fuertes que la propia voluntad, que nos dominan, obligándonos a actuar sin pensar, por el solo placer de satisfacer esa caprichosa necesidad que se apodera de nuestro ser, y que lamentablemente ocurre muy pocas veces en la vida. Creo que recién en ese momento lo miré por primera vez: alto, bien formado, tez oscura, nariz grande, ojos verdes y un hermoso pelo largo de color castaño. Tenía una mirada muy especial, de esas que conmueven, que hacen llorar de alegría, o de tristeza. Felipe también se apegó a mí esa noche. Entre mate y mate, nos contamos nuestros "grandes pesares". Mi novio Néstor era un mujeriego empedernido; estaba cansada de enterarme de sus andanzas, que no se molestaba en ocultar. A él su novia Justina, la primera, la única, lo había dejado. Pavadas, claro, que con el tiempo uno aprende a ver desde otra óptica, pero que, en ese momento nos unieron. Conversamos de todo lo que se puede hablar en esta vida. Las noches de velorio son muy largas, y en circunstancias de esa naturaleza a uno se le aflojan la lengua y los pensamientos.
Alrededor de las tres de la mañana, fuimos al piso de arriba de la sala, y nos encontramos con que estaban todos los compañeros del colegio, amigos y vecinos de mis primos durmiendo en los sillones y en el suelo, como una suerte de alfombra de carne y hueso. Delicioso espectáculo aquél, ver cómo todos estaban reunidos acompañándolos en ese trance tan difícil. Parecían querer unir sus cuerpos para que el sufrimiento tuviera más espacio, haciéndose cargo cada uno de un poquito. Debían ser no menos de treinta. Felipe se recostó en el piso, y yo en un sofá que cortésmente me cedieron. Seguimos charlando un rato, en voz baja para no despertar al resto. Él encendió un cigarrillo, me miró, extendió el paquete, y yo, que nunca había fumado, acepté uno, lo prendí, y fumé como si lo hubiera sabido hacer desde siempre. A medida que fue pasando el tiempo, nos fuimos quedando en silencio. Creo que nos hacíamos los dormidos como para disimular los sentimientos, que se nos venían encima demasiado rápido, sin darnos tiempo a digerir lo que estaba ocurriendo. Como niños de cinco años jugamos a espiarnos de reojo, seduciéndonos. . . Nos sabíamos, de esa forma tan particular en que uno intuye estas cosas, en una misma abstracción.
A las siete de la mañana abrieron la cafetería, y allá fuimos los familiares y los más íntimos a desayunar. Pasó unos minutos la mamá de Felipe, Mabel, que llegó con dos docenas de medialunas para cerciorarse de que sus hijos no pasaran hambre. Escuchándolos hablar, era evidente que Felipe era el hijo predilecto. Me sorprendió que abriera la cartera y sacara una bolsa llena de caramelos: —Felipe es hipoglucémico como yo, si no come dulces se marea . . . —, dijo muy orgullosa. Grabé todo en mi memoria, cada gesto, cada mirada, cada silencio. Desde la forma en que se acomodaba el pelo con las manos hasta la particularidad con que tomaba el cigarrillo con la yema de sus dedos. Y como nunca jamás me volvió a suceder, me dolió. Todo en él hacía que me doliera la piel, el cuerpo, las manos, el corazón.
Unos minutos antes de que cerraran el cajón me animé a mirar lo que había adentro. No se parecía en nada al tío. Parecía un muñeco de cera, muy canoso, con la piel muy amarilla y brillosa. Uno a uno todos los presentes se fueron aproximando para darle el último beso. Yo no pude. Ese no era el tío que yo había conocido. El mío, aún después de años desde aquella velada, sigue más vivo que muchos de los que van por la vida escapándose de una muerte que los pescó hace rato. Por ser familiar, supuse que era mi deber quedarme en ese momento, y me detuve junto a la puerta, observando horrorizada el mórbido espectáculo. Cuando la tía dijo que Guido iba a tener frío, se me puso la piel de gallina, y muerta de vergüenza, pero ajena, huí espantada a comprar mi primer atado de cigarrillos.
A las once de la mañana el coche fúnebre y el cortejo partían hacia el cementerio, que quedaba a cuarenta kilómetros de la ciudad. Mientras esperaba que me asignaran un auto, lo perdí de vista. Me tocó un Peugeot 505 azul, en el que también iban Inés, la prima de mi mamá, y el marido. Apurada, lo busqué para que viniera conmigo, y lo encontré solo, oculto detrás de uno de los sillones verdes, llorando. "No me hagas esto por favor", pensé. Era un suplicio soportar tantas sensaciones nuevas juntas. Quería sentarlo en mi falda y arrullarlo como a un bebé, y cubrirle toda la carita mojada de besos y caricias. Tuve que conformarme con sacarle el pelo de la cara, secarle las lágrimas con los dedos, y sin darle opción, me lo llevé de la mano al auto. Todo el trayecto transcurrió en el más absoluto de los silencios. A las pocas cuadras de salir, Felipe pasó el brazo por mis hombros, y yo, lentamente, me fui acurrucando en su pecho. Todavía me parece sentir su barba incipiente en mi mejilla, su respiración en mi frente, mi placer. Por primera vez en mi vida, yo, siempre tan insensible, tan desapegada de todo, dejé que me abrazara la primer persona que realmente amaba.
Al llegar al cementerio - un parque de varias hectáreas, lleno de flores y cuadrados de mármol diseminados por el césped -, nos dirigimos a la capilla, donde un sacerdote regordete y pelado dedicó unas palabras que deben haber causado el estupor de más de uno. Confundido, en vez de hablar de Guido, hablaba de Chicho, apodo que vaya a saber de dónde sacó, porque nadie jamás supo que lo tuviera. Felipe esperó afuera. Nunca le agradaron las iglesias, según me había confesado esa noche. En medio de sollozos terminó la misa, y los hombres de la familia, incluído Felipe, alzaron el cajón y lo cargaron hasta la fosa. Una vez allí, lo depositaron en la tierra, una señora repartió claveles blancos, el cura dedicó unas pocas palabras más, y después todos entonaron la canción de la capilla a la que concurría Guido, tomados de la mano y abrazados. Cuánto masoquismo junto vi ese día . . . ¿Cuál era el sentido de despedir al tío de semejante forma? Yo habría fingido que se fue en unos de sus tantos viajes a Europa. Cuando lo extraño, voy a ese horrible cementerio parque, prendo dos cigarrillos, entierro uno encendido en el pasto, y fumamos juntos.
Mientras todo esto iba pasando casi sin tocarme, para mí solamente existía Felipe. Si me miraba o no, si lloraba, si estaba. En parte sentía culpa por no poder unirme al dolor colectivo, pero un impulso es un impulso, y es muy poco lo que puede hacer uno para evadirlo. Apenas terminaron de cubrir el ataúd con tierra, el público comenzó a dispersarse, saludando a la viuda: —Te llamo y arreglamos para tomar un café, y lo que necesites, ya sabés, llamáme —, típicas frases que uno recuerda segundos antes de volver a hilvanarlas en otro velorio.
Entonces, empezó mi calvario. Tenía unos doscientos metros hasta el sector donde estaban los autos. Faltaban cinco minutos para que se terminara la fiesta y empezara mi vida de antes, pero sin ser la misma. La certeza de saber que el final se acercaba se hacía cada vez más intensa y tortuosa a medida que el peso de mis pasos iba aplastando los segundos restantes. Igual que en cuando éramos niños, en esos instantes en que la gente se empezaba a ir y uno sabía que quedaba escaso tiempo de diversión, y un sabor amargo arruinaba los últimos momentos. Igual.
Caminé muy lentamente delante de todo para reducir la velocidad de los que venían detrás. Al llegar al estacionamiento, me despedí de cada persona conocida, dejándolo a él último, aún jugando a estirar el tiempo. Cuando le tocó el turno, lo abracé larga y profundamente - por fortuna la gente estaba demasiado ocupada como para darse cuenta de lo que yo hacía. No quería olvidar cómo era sentirlo tan de cerca. Lo miré a los ojos, le tomé la cara entre mis manos, y lo besé en la frente. Sus últimas palabras fueron: —Cuidate mucho . . . — Y me miró con sus ojos de patito feo, que se me clavaron como una estaca en el corazón. El viaje de regreso lo hice en el auto de mis padres, tratando de precisar desde la ventanilla de atrás en qué auto iba Felipe, para poder verlo una vez más, para saber que él también me buscaba. Pero la calle estaba colmada de autos, no lo encontré.
Lo volví a ver el viernes siguiente, cuando pasé por el bar Don Julio donde trabajaba, porque se reunían con mis primos. No soporté la ansiedad por verlo. Y cuando iba a la casa de la tía, a mi querido Villa del Parque, en los cumpleaños, Navidades y años nuevos. Lo que vivimos esa noche jamás se volvió a repetir. Nunca hablamos una sola palabra al respecto. Ni un solo abrazo. Creo que, incluso, evadimos cualquier tipo de contacto físico. Claro, no fue porque no lo sintiéramos. Tal vez fue el miedo. Eramos los dos un tanto tímidos. Yo era más grande, con novio . . . O tal vez haya sido que, como estaba Alberto, el hermano, de por medio, que siempre había estado enamorado de mí, Felipe no quiso interponerse. O, tal vez, fue simplemente destino.
No seguí con Néstor mucho tiempo más. Al mes no pude fingir más, y lo dejé, con el pretexto de que me había enterado de sus trampas. Me lo negó a muerte, pero me aferré a lo que siempre había escuchado de mis amigas, y no le di la más mínima oportunidad de explicarme nada. Como casi siempre suele ocurrir, el tiempo nos hace olvidar, o al menos no recordar tan a menudo, aunque no son la misma cosa. Me casé un dieciséis de noviembre, en el décimo aniversario de la muerte de Guido, a los dos años de que Felipe se fuera a vivir a Neuquén con Larita, su mujer.
Hoy tengo cuarenta y cinco años. Soy madre de dos nenes preciosos, cariñosos y muy compañeros, como su padre, Alberto. Tengo una casa preciosa, auto propio, no necesito trabajar, y mi vida es lo que algunas mujeres, probablemente, considerarían envidiable. Pero debo reconocer que en el fondo, a escondidas, con remordimientos y culpas que no logro expiar, cada día, cuando me levanto a las siete de la mañana a preparar el mate para tomar con mi esposo, a solas, en la cocina, prendo el mismo primer cigarrillo de esa noche, y espero . . . A que este maldito teléfono suene de vez por todas, y que llame Felipe, para que disfrutemos otro velorio juntos. Cuando se mueran Susana, el marido, Larita, Alberto.
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