Ya No hay Necesidad
Isadora llegó otra vez cansada del trabajo, lo cual no era de extrañarse; pocas son las veces en que puede darse el lujo de llegar aún con energía a la casa y continuar con los quehaceres hogareños.
Se dirigió a la cocina. Ni tomarse la molestia de ver si había comida preparada, pues, de tan sólo de ver los trastos sucios en el fregadero, se le quitó el hambre. Decepcionada, regresó a la sala, colocó su bolso y su abrigo en el perchero, desató sus zapatos con desgano y se acomodó en el sillón. Al abrir los brazos para descansarlos, su mano derecha se topó sobre el control remoto del estereo. Lo encendió. Se acordó del disco de meditación guiada que traía en el bolso, lo sacó y lo deslizó en el aparato.
La música inundó la habitación, olvidando por un instante su cansancio. Minutos más tarde se levantó a buscar una candela perfumada: lavanda. La encendió y la colocó en el candelero sobre una mesita; apagó las luces de la habitación permitiendo que esta se inundase con el aroma. Terminó de sacarse los zapatos y los empujó hacia un lado. Se recostó una vez más sobre el viejo sillón. Una silla sería mas cómoda–pensó. Caminando descalza sobre la mullida alfombra, fue hasta su habitación y buscó una toalla grande y suave, la cual dobló a lo largo y la colocó sobre una silla del comedor, arrastrándola hacia el centro de la sala. Separó las piernas y avanzó de frente. Así, con la espalda recta, los pies descansando sobre la alfombra y respirando lenta y profundamente, se dejó llevar por el encantamiendo de la acariciante voz, que entremezclada con las suaves notas, la invitó a relajar los músculos del cuello.
Un ligero calor invadió su cuerpo. Inclinó su cabeza para descansarla sobre sus brazos en el respaldo de la silla. Volvió a aspirar profundamente, reteniendo el aire por unos segundos liberándolo poco a poco, al mismo compás con el que se desconectaba del mundanal ruido del exterior. Atendiendo diligentemente a las sugerencias de la voz masculina, sintió vívidamente unas manos firmes, pero generosas, recorrer sus hombros dando apretoncitos suaves para aliviar la tensión; unos dedos ligeros y hábiles desabotonando su vestido, que con parsimonia se deslizó hacia ambos lados, rozando brevemente la piel de sus brazos, generando así una ligera descarga eléctrica que la hizo estremecer. Desabrochó su sostén, dejando libres sus turgentes senos, desafiando la fuerza de gravedad con la firmeza que los caracteriza.
Sus caderas se levantaron lentamente para permitir que cayera el vestido hasta la alfombra, dejándolo continuar con el inevitable roce en la piel de sus piernas firmes a lo largo de su caída. Se volvió a acomodar en la silla arqueando ligeramente la espalda; sus piernas abiertas descansando sobre las torneadas pantorrillas. Se sentó apoyando sus brazos nuevamente sobre el respaldar de la silla, sus glúteos sobre la toalla, al borde del asiento.
Su respiración cobró su ritmo, profundo y lento: inhalar, retener, exhalar; inhalar, retener, exhalar… Las hábiles manos se deslizaron una y otra vez en el sentido de los músculos del cuello y la espalda, los hombros y la nuca; aliviando las tensiones del día, del tiempo, de la vida. Su cabello, ondulado y sedoso, de dejó caer hacia el frente, mientras los dedos masajeaban en delicados círculos el cuero cabelludo, haciendo presión en diversas partes de su cabeza, la sienes, detrás de las orejas, la frente.
Su piel respondió con regocijo al reconfortante y misterioso roce de las manos, su olfato al delicado aroma de lavanda, sus ojos sucumbieron a la tenue luz de la habitación, sus oídos a las suaves notas de la música y su espíritu a la quietud acogedora de su entorno. Se dejó llevar por las manos electrizantes, hasta allá, donde la imaginación lo permite, donde no existe el tiempo ni el espacio. Sólo ella, la voz y la música. La tensión se desvanece, como un ascensor translúcido que se eleva a los cielos, llevándose por encima sus preocupaciones, descargando sus penas y sus frustraciones en cada etapa, en cada piso, mostrando ante sus ojos la vastedad del infinito.
La recobrada agilidad de su cuerpo renació en las plantas de los pies, subiendo como un gas tibio y ligero por sus tobillos, sus pantorrillas y sus piernas al compás de cada respiración. La sensación relajante continuó hacia sus caderas que se ensancharon y reposaban holgadamente; su vientre se dilataba al mismo tiempo que el calor se expandía hacia la espalda baja; sus pulmones se llenaron de aire fresco, su pecho ensanchado. La tibieza virtual de una piel masculina hizo contacto con sus glúteos y la parte posterior de sus piernas… se empujó hacia delante para darle espacio detrás de ella, sintiendo aquellos brazos abrirse paso por debajo de los suyos. Las manos se deslizaron desde la blancura de su cuello, su pecho y los hombros hasta sus senos. El murmullo tibio de la voz, acariciaba su oído al mismo tiempo que ella gemía; sintió el suave mordisco imaginario en una oreja que, lejos de causarle dolor, desencadenó una calidez abrasadora que recorrio cada centímetro de su cuerpo.
Ella bajó sus manos y se entregó sin objeciones ante tal suplicio, prolongándolo paulatinamente hasta que su respiración se aceleró; mojó sus labios rojos, aprisionándolos entre sí, dejando repetidamente pasar la lengua entre ambos, evitando la resequedad que sus jadeos pudieran provocarle. Poco a poco recuperó su aliento, la voz se desvaneció entre las notas suaves de la música, dejando en silencio la habitación apenas iluminada por las tenues luces del aparato.
Abrió los ojos que se ajustaron pronto a la luz escasa del entorno; le toma unos segundos adaptarse de nuevo a la realidad. Los pensamientos van tomando su lugar uno tras otro y la cordura hace por fin acto de presencia. Antes de salir de la oficina pensó en ir a cenar y mas tarde pasar a un club y, con suerte, tal vez conocer a alguien interesante… Pero no, –se dice a si misma, respirando profundamente–, ya no hay necesidad.
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