Siempre solía vagar solo aquél viejo, despreciaba la compañía de la gente que en ocasiones le llegaba a rogar alguna palabra, ya sea por curiosidad o por mera lástima.
Los años siguieron pasando y sin embargo el ermitaño seguía recordando cosas que pretendía olvidar.
En alguno de tantos ocasos que salía a caminar, vagando tropezó con un cuerpo que carecía de movilidad; apenas se escuchaban unos gemidos de una hermosa dama que fueron a tirar; él sintió compasión por esa mujer que por un momento le llegó a recordar a aquélla que fue la culpable de su elegida soledad.
Quiso partir y no prestar atención a lo que veía, sin embargo algo de piedad en su corazón pudo encontrar, levantó aquél cuerpo que con ropas desgarradas y teñidas de rojo vestía aquélla mujer a la que no pudo dejar atrás.
Y así, esa precisa noche, él a su cabaña la llevó, comenzó a limpiarle la sangre que escurría de su rostro hinchado por los golpes que recibió, le quitó aquélla ropa destrozada y comenzó a curarla.
El tiempo no se detuvo y el ermitaño seguía cuidando de aquélla mujer, conforme pasaron los meses, ella comenzó a tomar fuerzas para asearse sola y de su propia mano comer. Él todas las noches le decía versos al aire o tomaba un cuento para leerle en lo que ella se quedaba dormida; comenzó a tomarle cierto cariño porque encontró lo que él no quería pero deseaba a la vez.
Un buen día ella se recuperó totalmente de aquélla tragedia que un día los unió; y, en la cena con el ermitaño le dijo que partiría, que siempre estaría eternamente agradecida por lo que él hizo. El ermitaño no pudo evitar el hecho de decirle que por favor se quedara con él, que juntos formarían una nueva vida, él estaba consiente de que ya estaba enamorado de ella, que nada sería igual si ella partiera; sin embargo a la mujer no le importó, volvió a reiterar su agradecimiento, se fue a dormir y con el alba del siguiente día estaba decidida a partir.
En ese amanecer, la mujer se despidió del ermitaño en la puerta de la cabaña y con un tierno beso en los labios dio la vuelta y comenzó a caminar; él en su desesperación le dijo “quédate conmigo”, la mujer no volteó la mirada y prosiguió su camino. De repente aquélla dama, sintió que algo sólido golpeó su cabeza y por un instante perdió el conocimiento, comenzó a sentir golpes en el cuerpo y pudo ver la cara del ermitaño golpeándola cuando ella yacía en el suelo, al estar nuevamente sin fuerzas para levantarse por su propia voluntad, el ermitaño volvió a cargarla, la llevó nuevamente a su casa y siguió cuidándola…después de todo algún día uno de los dos se tiene que cansar.
Moraleja: “Nunca digas adiós”.
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