El abuelo
En realidad no lo conocí, aunque él a mi, si. Ocurrió que ya era bastante viejo cuando nací y antes de cumplir mis tres años, falleció. Pero a lo largo de mi infancia escuché muchas historias acerca de su vida. Por ejemplo, que había sido un excelente jugador de fútbol, que arrancando de las inferiores de Ferro, había escalado hasta ser titular indiscutido y goleador de la tercera campeona del club. Un nueve que prometía, decían los entendidos. Pero, como a veces sucede en la vida de los elegidos, se cruza la mala suerte y a la mierda con el destino de gloria. Una tarde, cuando volvía del trabajo colgado en el estribo del 47, porque él, cuando no estaba en el club o en el potrero, laburaba de changarín en una empresa de camiones, un pendejo que venía corriendo una picada con el auto del papá, le tocó la pierna que traía medio en el aire. Se la hizo bolsa. El club lo ayudó por todos los medios, lo atendieron los mejores médicos y tuvo como cuatro operaciones. Finalmente quedó bien, al menos aparentemente, porque al caminar no se le notaba nada, pero el fútbol a nivel competitivo había terminado para él. Así se lo dijeron sin muchas vueltas. No fue nada fácil para él, ni para la familia, elaborar el duelo de la fama prometida y todas las bondades que la acompañan, pero hubo que resignarse. En la empresa de camiones le dieron una mano y con el tiempo llegó a ser capataz lo que le posibilitó, al menos, años más tarde, dar una vida digna a su prole. Nunca volvió a hablar del tema, pero mi padre contaba que todas las noches, encerrado en su cuarto, hojeaba las revistas del club de aquella época, solamente las que hablaban de él, y en una de las cuales, había sido tapa.
La barra del campito
Era una barra futbolera, no muy grande, apenas los suficientes para conformar un cuadro de fútbol. Yo integraba el equipo como suplente, en realidad nunca entraba. Primero, porque tenía doce, tres menos que el más joven del resto, y segundo porque no era bueno. Mi hermano Ricardo, que tenía dieciséis, si, y era uno de los capos. Él y el negro Pezoa se disputaban el liderazgo. El negro era más expansivo, más gritón, parecía el jefe, pero con mi hermano no podía. Así, respetándose mutua y tácitamente, los dos manejaban el grupo. Ricardo era un tipo tranqui, de pocas palabras y gran personalidad, además, un muy buen número cinco. Mi ídolo. Claro, el tener un hermano influyente no alcanzaba para que yo fuera titular. El campito, era un terreno baldío pegado a las vías del Sarmiento, entre Añasco y Cucha Cucha. Grande y liso, tenía casi las dimensiones de una cancha reglamentaria, Los arcos hechos con postes de madera cruda eran un poco más chicos, pero casi no se notaba. Y ahí se jugaban campeonatos memorables contra otras barritas del barrio y algunas de afuera, más los desafíos de rigor que surgían en cualquier momento. Y hasta teníamos hinchada, a los partidos venía gente de la cuadra, como don Cosme, el rotisero, el pelado Fernández, peluquero, el paraguayo de la carnicería, algunos padres y hermanas de los muchachos y los plateístas eran los vecinos que balconeaban el partido desde las ventanas de los edificios de departamentos aledaños. Y cuando el partido era importante, hasta teníamos referí, porque el oso Armendáriz, sargento de policía retirado, se prestaba gustoso para la función. Creo que más que el fútbol, a él lo que le gustaba era continuar ejerciendo la autoridad. Se había conseguido las tarjetas roja y amarilla de rigor y jamás ocurrió que alguno le discutiera un fallo.
Yo
Tenía la desgracia de haber nacido tres años tarde. Vivía como a destiempo, porque esa diferencia de edad es casi imperceptible cuando se anda por los treinta, pero en la adolescencia representa una brecha casi insalvable para un montón de cosas. No tenía amigos de mi edad, solamente mis compañeros de escuela y como es frecuente en una ciudad como Buenos Aires, ninguno vivía cerca. De manera que mi vida social en el barrio me asignaba la función de benjamín, la que cumple un grumete en un barco, o como sucedía cuando era aun más chico, la de mascota de la barrita a la que pertenecía. Y lo sentía en todo, porque muchos de los otros, entre ellos mi hermano, ya andaban noviando y yo no pasaba de algún cambio de miraditas con la hija del frutero sin que jamás me animara a hablarle. Cuando el grupo se reunía, solíamos sentarnos por las noches, en el escalón de entrada a la farmacia de la esquina cuando ya estaba cerrada, se hablaba de cualquier cosa y todos expresaban su opinión con autoridad, pero cuando a mi se me ocurría meter un bocadillo, los demás me miraban como diciendo: pero que sabrá este pendejo, e ignoraban mi comentario. Pero lo que realmente me mataba, me destruía la autoestima, era que nunca me tocara jugar. Y ocurrió que una tarde se jugaba la final de un torneo barrial, con camiseta y todo era la cosa. Íbamos ganando uno a cero y faltaban cinco minutos. Yo, como siempre, relojeando desde afuera con mi camiseta verde con un tigre que me había bordado la vieja, porque nosotros éramos los Tigres del oeste, y de pronto gran patadón de atrás al negro Pezoa, que a los gritos, proclama que no puede seguir jugando. No voy a decir que me alegré, pero fue algo bastante parecido. Por fin había llegado mi hora porque yo era el único suplente. Me paré y comencé a hacer corriditas y estiramientos como hacen los profesionales, mientras al negro lo ayudaban a salir. Después se reanudó el partido y a mí ni una seña, ni un gesto, ni una mirada. Estaban jugando con diez y yo no existía, no contaba para nada. Finalmente ganamos y con el alma destrozada, comprendí mi realidad.
El fantasma
Quedé muy mal, nunca me había sentido tan humillado en mi vida. Mi hermano lo notó y cuando llegamos a casa me abrazó y me dijo, perdoname enano, pero el partido se había puesto muy caliente, estaban pegando mucho y si te lastimaban la vieja me mataba. Ya te va a tocar. Sabía que decía la verdad pero no le contesté, me encerré en mi cuarto y tirado sobre la cama, tapando mi cabeza con la almohada, lloré desconsoladamente. Y así me quedé dormido. Al rato, y no puedo asegurar que fuera un sueño, percibí una presencia en el cuarto. Abrí bien los ojos y vi a un jugador de fútbol, vistiendo la indumentaria tradicional de Ferro, la que ya hace bastante que no se usa, sentado en una silla al lado de la cama. Era un tipo joven, veinte años tal vez. No sentía miedo pero la sorpresa no me permitía hablar, abría y cerraba la boca sin articular palabra. Entonces el jugador habló: -Tranquilo pibe, soy Rómulo, tu abuelo, que se metió en tus sueños. Cuando llorabas me vi a mi mismo haciéndolo de la misma manera con bastantes años más que vos. Después hizo una pausa ante mi mirada incrédula, sonrió y continuó hablando: - El fútbol da grandes alegrías y tristezas, por eso es que no hay que ponerle todas la fichas. Si se da, en buena hora, pero siempre conviene tener preparado otro yeite por si la suerte te da vuelta la cara. Mirame a mi, pintaba para crack y me quedé en changarín. Vos dale con el estudio, pibe, esto de la pelota tomalo como una diversión, si sos bueno y tenés estrella, la pelota te va a llevar a vos. Mirá ahora cuantos jugadores llegan a primera y también se reciben de doctores, esos nunca van a tener grandes sobresaltos, ya pueden decir que tienen la vaca atada. Lo de hoy no tiene importancia, pibe. Tu hermano es un buen jugador y un líder nato, a veces hay que tomar decisiones que a otros duelen pero un buen capitán debe tener carácter para decidir. El hizo lo correcto y además te quiere. En ese momento quise decir algo, pero el poniendo el dedo índice sobre su boca me indicó guardar silencio, luego dijo: -Ya me voy pibe, acordate de lo que te dije. Puso una mano sobre mi cabeza y me revolvió el pelo, luego desapareció. Por alguna razón, que ignoro, no le conté mi sueño a nadie, ni siquiera a mi hermano, al que jamás le ocultaba nada.
Mi día de gloria
Había pasado más de un mes y ya ni me acordaba del sueño del abuelo. Era un domingo soleado por la mañana y el campito resplandecía. Los Tigres del Oeste con sus camisetas impecables precalentaban. El equipo rival, Mataderos por siempre, ataviado con camisetas a franjas verdes y negras, reconocía el terreno. Flanqueando el campito estaban las hinchadas, de un lado la nuestra, los comerciantes de la cuadra, familiares y amigos de la barra y algún curioso. Del otro lado, unos cuantos pesados que se habían traído los de Mataderos, por si las moscas. El oso Armendáriz, que se había tomado bastante en serio el asunto del referato, lucia pantalón corto blanco, camisa negra y un pito profesional colgado del cuello. En algún bolsillo, las temidas tarjetas amarilla y roja. Del lado de nuestra hinchada, sentado en el suelo, con la camiseta de los Tigres y mis flamantes zapatos de tapones, jamás estrenados, estaba yo, el suplente. Se jugaba la final de un cuadrangular que ya era tradición en la zona, entre equipos de Almagro, Flores, Mataderos y Caballito, lo que se dice: un día importante. Partido durísimo, si los hubo, el de aquél domingo. Se habían dado como en la guerra y faltaban diez minutos, sin que se hubiera abierto el marcador. Si terminaba así se definía por penales, y los Tigres nunca habíamos ganado con ese tipo de definición, había que hacer un gol antes de los noventa. El oso había tenido mucho trabajo, dos jugadores expulsados por bando y amarillas repartidas a rolete, pero lo estaba sacando bien. El partido estaba tan interesante que hasta me había olvidado que era suplente y actuaba como un hincha más. De pronto, mi hermano que había jugado un partidazo y rengueaba desde hacía rato, hizo la señal de no va más moviendo los brazos horizontalmente con las palmas hacia abajo y caminó hacia un costado aplaudido por la hinchada. Yo había aprendido mi lección, así que me quedé quietito. Ricardo, con gesto de dolor, se me acercó y dijo: -Dale enano entrá, marcalo al tres que se viene, pero tranqui, sin pegar y si te hablan no contestes. No lo podía creer
¡Entraba! Estiré un poco, me metí como pidiendo permiso y me fui arriba a frenarlo al tres. Pero yo no había esperado tanto tiempo, solamente para cumplir una tarea tan insignificante. Por mi cabeza se cruzaban las fantasías que había soñado despierto miles de veces, como gambetearme todo el equipo contrario y meter el gol del triunfo de taquito. Y como estaba arriba taponando la salida del tres, parecía un wing y en eso, no lo van a creer, me llegó una cortada. La paré, miré, y vi que el dos, una mole, se me venía encima con las piernas abiertas. Lo medí, amagué, y se la pasé entre las piernas, después me mandé por el costado y ahí es donde el tipo me hachó los tobillos remontándome por el aire, caí despatarrado dos metros adelante. Medio aturdido, levanté la cabeza y lo vi a mi hermano entrando a la cancha, entonces sonreí, como diciendo estoy bien, y el se volvió. El dos, con cara de santito, le explicaba al oso: No hubo mala intención señor referí, apenas lo toqué, lo que pasa es que es un chico muy liviano, y para subrayar su inocencia se acercó a mi con una sonrisa y tendió una mano para ayudarme a incorporar. Mientras me levantaba acercó su cabeza a mi oreja y me dije con tono siniestro: -Esto fue una muestra, la próxima te dejo en silla de ruedas para toda la vida, ¿Entendiste, pendejito pelotudo…? La cosa fue que el foul originó un tiro libre y allá fui yo a cabecear, no se para qué, porque medía 1,60 y el más bajo de los defensores 1,80, pero fui. El centro venía alto, para mí y para los defensores, pero igual salté, es lo menos que un jugador puede hacer por la hinchada. Y cuando estaba en al aire, sin ninguna posibilidad de llegar a la pelota, sentí como dos tenazas en la cintura que me alzaban más y más, ahora la pelota venía a mi y cuando llegó le di un frentazo hacia abajo. Se coló junto al segundo palo, un golazo que no lo hubieran podido atajar ni Carrizo y Roma juntos en el arco. La defensa se le vino encima al oso: -Referí, fue con la mano, mire que esa pulga va a saltar tan alto… Pero no hubo caso, el oso con voz tonante sentenció: -Yo estaba a dos metros de la jugada y con la mano no fue, como saltó tan alto no es mi problema. Pitó y señaló el centro de la cancha. Los compañeros me abrazaban, la hinchada vitoreaba y mi hermano, orgulloso, sacaba pecho fuera de la cancha. Yo, disfrutaba el momento más feliz de mi vida. Ganamos uno a cero.
Epílogo
Los festejos habían pasado, me dolía la espalda de tantos abrazos recibidos. La hija del frutero me había dado un beso como premio por el gol, era el héroe de la cuadra y ahora estaba en mi cuarto, recostado, rememorando el instante de gloria. En eso, se abrió la puerta y entró mi hermano, todavía rengueando. Se sentó en la cama, me miró fijo a los ojos y dijo: -Bueno enano, ahora contame como lo hiciste, vos jamás podías llegar a esa pelota… Nunca le había mentido a Ricardo y ahora tampoco lo iba a hacer. Guardé silencio un instante y luego respondí: - Fue el abuelo, él me levantó… Me miraba sin entender, finalmente me puso una mano en la frente a ver si tenía fiebre y dijo: -¿Pero que te pasa, estás delirando o te volviste loco? Solo atiné a exclamar: Abuelo, dale una señal, éste no me cree! Ricardo, con aire preocupado, dijo: -Enano perdoname, pero voy a tener que hablar con el viejo, vos no estás bien y se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba por abrirla algo cayó desde lo alto de la repisa, era una revista. Mi hermano la levantó y la miró largamente. Luego se acercó a mi cama y me la entregó, había palidez en su cara. Sin decir palabra se fue.
Miré la revista, desde su tapa, en cuclillas, con el viejo atuendo de Ferro y una mano sobre la pelota, el abuelo me sonreía.
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