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Trascender

Los dos varones se pusieron de acuerdo frente al cajón la noche del velorio. Uno, abogado y casi escribano, había llegado desde México después de pelearse con otro argentino por un asiento en el vuelo directo. Al fin la muerte del padre famoso fue motivo razonable para conseguir el lugar. El otro, médico radicado en USA, ya estaba en el país ayudando a la hermana menor en cuidar al viejo escritor. Lo vieron empeorar hora tras hora desde la última operación hasta el rápido desenlace. Manos en los bolsillos del pantalón, cigarrillos colgados de las caras, la forma de pararse, apoyado todo el cuerpo sobre la pierna derecha con desdén, los detectaba como descendientes de su padre que yacía frente a ellos, rodeado de periodistas y parientes dubitativos, desconocidos entre si.
Poco antes del sepelio los dos varones tomaban café con leche en la primera mañana con padre ausente. Sabían bien que su hermana, obligada a ocuparse del enfermo por vivir en el país, se opondría de entrada a la decisión de la venta del departamento con todas las pertenencias. El menor oía al otro buscar explicaciones culposas para convencer a Mariela. Lo irritaba la imparcialidad exasperante que tienen los médicos, desengañados embajadores de Dios o del demonio, dependiendo si es prepaga o sindical.
-Pero no te preocupes, al final aflojará, sentenció el doctor.
Así fue. La muchacha, docente jardinera, escritora como el fallecido pero sin su talento ni su fama, llegó última. Aprobó la decisión trocando necesidad con soberbia. Había internado a la madre en un geriátrico diez años antes y del padre le quedaba, como a sus hermanos, poco y prácticamente nada: la sombra del escritor reconocido, buena barba y egoísmo granítico. El sol los sepultó en el barcito frente a la florería, al lado de la sala velatoria.
El día de la firma de los papeles, Mariela fue la primera en acudir a la escribanía, acompañada de su abogado, íntimo amigo de la familia. Después del cierre de la operación se estrecharon las manos, y el profesional actuante les concedió dos meses para desocupar el semi piso. Pusieron pues en venta todo lo que allí había.
Corina, conocida mujer de letras y secretaria del escritor finado, preparó una tarifa para no malvender. Tasó aquella exagerada cantidad de libros manchados de historia, esa de la que nunca podrían liberarse totalmente los descendientes.
Los volúmenes más importantes quedaron en dos cajas que se precintaron previo un detallado inventario: los originales de la obra del creador, títulos varios dedicados por Jorge Luis Borges, otros con la rúbrica de Manuel Mujica Láinez, y la única foto junto con la madre de los chicos, recuerdo de Villa Gessell, todos sonriendo entre la arena que parecía avanzar sin límites.
El resto de los libros más los manuscritos, tanto del escritor como otros polvorientos, perdieron el Paraíso de las cajas precintadas. Igual suerte corrieron una pilada de artículos de revistas así como guiones de películas jamás filmadas, fotos con la farándula imaginable y cuadernos con recortes de críticas a sus libros que el fallecido mantenía rigurosamente actualizado al momento de su muerte. Corina se reservó algunas cosas que sabía indispensables para preservar la memoria y el universo del autor: cartas, retratos dedicados, afiches de Plaza de Toros, planos de Tilcara y Singapur. Cobró lo convenido y en el mismo momento fue evidente que no volverían a verla.
La noticia de semejante venta apareció en los diarios gracias a contactos y empezó el desfile de extrañas figuras: poetas de renombre compraron sus propios libros dedicados al muerto; veteranos galanes de telenovela se llevaron las fotos donde aparecían junto al escriba; periodistas y críticos adquirieron los artículos donde habían reporteado al fallecido, reseñado sus prosas por encargo de las editoriales, ensalzado su persona a pedido. El departamento fue vaciándose de objetos que curiosos y lectores pagaron sin pudor.
El señor Partman apareció el viernes de la semana en que todo quedó listo, con los tres hijos a punto de partir de regreso a sus vidas. Buscó entre lo que quedaba. Seleccionó varias piezas de su interés y hojeó despacio los manuscritos, que tenían la cotización más elevada: cuentos que el escritor muerto no había podido publicar; un par de “novelas a pedido”, inconclusas por falta de pago.
En un momento se topó con hojas anilladas, mecanografiadas a doble espacio. El intelectual las había analizado con entusiasmo llenando los márgenes de acotaciones, signos de admiración en frases o párrafos y culminando con una encendida interpretación del texto en la última página. Lamentaba no conocer al autor del escrito –participante del concurso Editorial Prestigio- por haber extraviado el sobre con los datos.
El señor Portman palideció a medida que sus ojos reconocían la narrativa de su padre, escritor vocacional ya en la tumba, que jamás se había enterado de la admiración que el consagrado tenía por su obra. Conmovido contó la historia a un empleado quien le notificó el elevado precio del manuscrito y le ofreció un café. No habría descuento posible. Se fue sin llevarse nada.
Urgidos por el plazo de abandonar la propiedad, los hermanos vendieron lo sobrante a un par de cartoneros.

Texto agregado el 05-12-2007, y leído por 173 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-12-2007 Este si que me ha gustado. Seguiré la senda hacia atrás. Cuídate. DDB dolordebarriga
10-12-2007 Igual que muchos escritos que he visto en esta página. Chévere cuento. oecheverry
05-12-2007 La mayoría de los pintores son olvidados diez minutos después de muertos. Cuál será la estadística con los escritores? Me gustó leerte. 5* zepol
 
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