-Ahí está él... entrando una vez más a ese bar con los once de costumbre- María se sentía más pequeña, aún más de cómo le veía la sociedad en la que le tocó nacer.
Tenemos una minúscula idea de cómo es la tradición en el medio oriente, y creanme que conociendo la forma de vida que llevó María en los últimos siete años, es seguro que un fin de semana cualquiera ella sería apedreada.
-Aún no olvido cuando Manuel me miró por primera vez... el corazón se me encogió... debe ser amor, porque nunca antes había sentido algo parecido por otro hombre- se acercó hasta la entrada del bar, pero en seguida las miradas se fijaron en ella. Las únicas mujeres que podían entrar allí eran prostitutas y cortesanas. Se detuvo sintiendo vergüenza de cuanto hombre ha probado y en cuantos lechos ha dormido.
-Ya he intentado acercarme muchas veces, sólo para recibir las iracibles miradas de esos once que nunca le dejan descansar en paz. Y que decir de su madre... si bien no me odia, estaría muy lejos de aceptarme como pareja de su hijo... me arrojaría un par de monedas, convencida de que tiene ganado el reino de Dios... No merezco su compañía, siempre seré una simple puta para todos ellos- se alejó con la mirada en sus pasos.
-Pero él ha sido el único que me ha tratado con amor... ¿Cómo puedo renunciar a eso? Me arrepentiría todo lo que quede de mi vida, si incluso lo acompañaría hasta su lecho de muerte-
María en su condición de mujer y gracias a que ya han pasado largos siglos de estudios desde entonces, podemos afirmar que fue lo que la impulsó a hacer lo que a continuación hizo, conclusiones que cualquiera que tenga un par de dedos de frente diría. El corazón manda donde la razón no puede dicernir.
Llegó hasta su casa, que aún faltándole un cielo protector o una puerta de entrada... era su casa. Situada en uno de los peores barrios de toda la nación. Infestados de ladrones, asesinos sin juzgar, leprosos, plagas de animales como perros y ratas... y prostitutas, lo más bajo en la pirámide social, no sólo por sus actos abominables, sino también por el simple hecho de ser mujeres.
María estaba frente a un pedazo de cristal que usaba como espejo... comenzó a llorar como era costumbre, como buena Magdalena, todo al mismo tiempo que tomaba un par de tijeras. Pero hoy esas lágrimas, aún de un sabor amargo, tenían algo de felicidad. Estaría más cerca de él.
Volvió al bar y nadie la juzgó por hacerlo, era uno más del montón... se sentó en la barra mientras observaba al fondo del local la mesa donde Manuel, Pedro, Judas y el resto tomaban el mejor vino de la casa.
-¿Qué te vas a servir?- preguntó con voz gruesa el barman. María se dio cuenta que ante tanto apuro, olvidó tomar un poco de dinero del escondite bajo una de las piedras en la entrada de su hogar –Un vaso de agua, si aún es gratis- respondió simulando una voz de hombre mayor que poco correspondía a su contextura. El barman quedó mirándola extrañado, María tosió un par de veces, fingiendo que nadie alrededor sabía de su presencia hasta que el cantinero volvió con su vaso de agua.
Actuaba más nerviosa de lo habitual. Una vez recapacitada de su impulsiva forma de actuar, comenzó a especular la gravedad de su castigo, al fingir ser alguien que no le corresponde tanto frente a maestros de la ley como al común disernimiento de las masas.
-Hola- dijo alguien a su lado... nunca supo cuando se sentó ahí, pero la voz le era conocida. Era Manuel, quien le sonrió como si pudiera ver más allá de su improvisado disfraz -Si quieres un poco de vino dime y yo te daré el mejor en toda la historia- acto seguido, Manuel tomó el vaso de agua y cambiando así su tinte al igual que su sabor a nada. El trago pasó a ser un brebaje digno de reyes.
-¿Cuál es tu nombre?- preguntó Manuel.
María no respondió... bajó su mirada... todo lo que quería era escucharlo hablar a él y no interrumpir con una burda imitación de alguno de los cuantos hombres con los que se acostó.
-¿No tienes?- dijo Manuel –Te llamaré Juan. Ven, únete a nuestra mesa. Aún hay espacio para uno más-.
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