Después de que las babas que antes colgaban de su hocico y que ahora volaban por los aires tras la sacudida de su cabeza cayeron junto un montón de mierda apilado en el rincón, sus patas emprendieron aquél trotecito cómplice del golpe de nudillos que oyó en el ventanal trasero de la casa, y sin necesidad de orden, grito o golpe, esperó y luego accedió a que la mujercita, que hablaba de algo, enganchase la punta de la correa de cuero al collar de su cuello. El instinto le indicaba que aquél gesto sólo podría tener como consecuencia dos situaciones absolutamente antagónicas, ya en los hechos, ya en las sensaciones venideras:
La primera de ellas era una de las pocas cosas que saciaba completamente sus sentires, que añoraba mientras trataba de correr en el pequeño patio de la casa y que con escasa frecuencia le era brindado por sus dueños; El extasioso paseo a esos extensos llanos, donde su sentido animal recobraba su perdida naturaleza y le recordaba que el concepto, que en cierta ocasión oyó, de “mascota doméstica” o de “mejor amigo del hombre” no eran más que frases célebres para adornar aquella vil privación de su libertad, adoctrinamiento concienzudo que hasta a él lo habían convencido de su condición de animal ajuar, pero que le brindaba, como contrapartida, comida, refugio, y a veces, compañía y cariño.
La segunda posibilidad, no obstante ser, en cuanto al procedimiento, idéntica a la anterior (La correa en su cuello, bozal en el hocico, subida al auto y en promedio media hora de espera), presentaba la característica de tener un desenlace fatídico; Lo hacían entrar a una casa donde un hombre vestido de pies a cabeza con un traje celeste le introducía aparatos por su ano, le echaba a sus heridas líquidos que aumentaban el dolor en forma inmedible, le pinchaba el culo, e incluso llegó a cortarle las orejas y la cola. Oyó que le decían Doctor, Pedro y veterinario, mas el designio no tenía importancia. Para él no era más que el hijo de puta que más dolor le había inferido, un sádico desalmado.
Con angustia, incertidumbre y prisa, atravesó el comedor y el living de la casa guiado por sí mismo. En la calle, se encaramó en la parte trasera del jeep. El rugir del motor hizo que su corazón latiera con un ritmo de impaciencia. Lo poco que podía ver por sobre los asientos le mostraba a una mujer sentada en el lugar del copiloto y al hombre, que en ocasiones le dio comida, conduciendo. La espera se hacía eterna, mientras el correr de los minutos marcaba el cambio del paisaje, el olor a limpio y la descontaminación acústica del lugar. Las calles por las que avanzaban daban cuenta de la desolación y lejanía de esos parajes, mientras la incertidumbre del final del trayecto abatía su cordura, haciendo transitar por su cabeza imágenes de los terrenos desérticos que tanto le gustaban y que abruptamente se volvían una sala blanca en que el hombre que lo hacía sufrir principiaba a hacerle algo, que no sabía que era, pero que de seguro le dolería mucho. El motor se detuvo. Con el “clic” de la puerta sintió que la mujer lo hacía bajar del vehículo por medio de tirones. La postal era hermosa. Arena, mar, y kilómetros de costa para correr. Comenzó a forcejear para que lo soltasen, y después de que la muchacha le hizo un cariño y quitó su bozal y correa, se lanzó sin tapujos a la libertad. Corrió de norte a sur, de este a oeste, babeó sin vergüenza, mientras su lengua azulina bailaba dichosa en su hocico entreabierto. Ladró fuerte, varias veces, meó y cagó a la orilla del mar, jugueteó con la arena y se revolcó en ella, al mismo tiempo que sentía que un orgásmico cosquilleo subía y bajaba por su cuerpo. Volteó su mirada en busca de sus amos. Ambos lo miraban desde el interior del auto. Siguió el jugueteo en la arena, hasta que la melodía perfecta y armónica que provenía desde el mar, del viento y de los pájaros, se vio interrumpida por el ruido de un motor. Volvió a mirar en dirección al jeep, inocente, angustiado y sorprendido, y pudo notar que aquel sonido se perdía entre la humedad del aire, y que el verde metálico de la máquina de los amos se alejaba. Se alejaba. Se alejaba. |