— ¿Qué lo impulsa cuando saca una foto?
Lo interrogo mientras reviso el grabador por enésima vez. Me mira con un gesto de fastidio, dejando traslucir que las cosas no iban a ser sencillas. Es un cabrón presuntuoso, sarcástico, me habían advertido. Lo experimento en carne propia.
—¿Qué porqué saco fotos? Que pregunta… Mirá, por placer, por egoísmo...Yo creo que a la Madre Teresa le interesaban un carajo los pobres y los leprosos de Calcuta. Todo lo que hacía le servía para alimentar el ego, sentirse bien y punto ¿Vale? ¿Entendíste?
Responde tajante, en un castellano mestizo mechado por conjugaciones verbales que sólo los argentinos dominamos. Treinta años de exilio han dejado su marca idiomática. Justamente, el secuestro primero, la partida obligada después eran los temas que más me interesaban, que más le interesaban a mi jefe. Ni vuelvas por la redacción si no traés datos novedosos, me había dicho aquella mañana, como para contrarrestar mi excitación por confiarme la producción de la nota.
¿Cómo preguntarle a Pablo Sánchez, a uno de los mejores fotógrafos del mundo, lo sucedido en aquella cárcel clandestina, a fines de los setenta?
Por el momento, voy preparando el terreno: lo interrogo sobre el compromiso político en sus trabajos, y lo azuzo al mencionarle la contadicción de sacar fotografías a gente hambrienta para reunirlas luego en un lujoso volumen que Taschen pone a la venta por cincuenta euros.
—Claro, a los críticos les resulta fácil decirme mercenario, mercader del dolor y que se yo cuantas cosas más, pero ellos con el culo pegado al asiento y el monitor como horizonte, no sa-ben na-da, no ha-cen na-da.
Separa las sílabas para dar contundencia a la idea. No se arrepiente de ninguna foto, dice, y arriesga una teoría: a todos les gusta ser fotografiados, les encanta ser enfocados por la Pentax. La cámara te potencia la denuncia, te hace sentir famoso por un instante, que le importás a alguien, agrega con sarcasmo,
Dani, cumplida su tarea de cronista gráfico con Sánchez posando a regañadientes, recorre la habitación enorme, observando con detenimiento las fotografías que han sido reproducidas por todos los medios del mundo. Pero atento a la conversación, hace una seña con disimulo para que afloje un poco la mano. No sea que nos eche antes de tiempo, parece decirme con el gesto.
Intento distender el clima, y le disparo dos o tres tonterías: que si cree en eso de que una foto vale más que mil palabras, cosas por el estilo. El fotógrafo acompaña el momento con alguna respuesta liviana, ingeniosa, hasta simpática. Me sorprendo sonriendo por primera vez, incluso prestando alguna atención al atardecer madrileño que nos invade desde un amplio ventanal.
Dani se ha sentado junto a mí, como dispuesto a auxiliarme en cuanto las cosas se pongan duras. Espero que el hombre me de algo gordo, que justifique el viaje desde Buenos Aires.
—Seguramente conoce las versiones sobre la forma en que fue dejado en libertad, después de su secuestro y cautiverio durante la última dictadura…Este es un tema que nunca quiso tocar en reportajes ¿Hay algo que pueda decirnos algo al respecto?
Lanzo la pregunta largamente estudiada, casi sin respirar.
Los músculos de su cara comienzan a tensarse, extremando un ya naturalmente anguloso rostro. Pero no hay réplica inmediata, sólo un ademán para que lo acompañemos hasta una pequeña habitación contigua, donde toma algunas fotografías de un cajón y las arroja sobre la mesa que ocupa el centro del cuarto.
—No entregué a nadie ni fui un soplón, si eso es lo que han escuchado por ahí. Con éstas les puedo contar la historia.
Dice señalando las imágenes. La más curiosa, un árbol solitario que dibuja, con su copa de ramas desnudas, un perfil helénico, perfecto. Vacas en primer plano mirando hacia el objetivo, la otra. Un saludo entre dos hombres, uno de ellos ardiendo, en una escenografía de hangares, la tercera. Fotos insólitas que nos dejan perplejos. Las estudiamos, lo miramos ansiosos por una explicación.
—Ya deben saber como empezó la cosa. Arranqué como fotógrafo en un pasquín de mala muerte, mientras militaba en el Grupo Foto Liberación. Queríamos salvar el mundo con una Kodak, acompañábamos el proceso de liberación del pueblo, como decíamos es aquella época. Se imaginan?
Comienza el relato, mientras pienso que el Proceso con mayúscula, los milicos desatados con toda su furia, terminaron pasándoles por encima a todos ellos. Por primera vez, percibo algo de emoción es su voz.
—Y bueno, en el setenta y seis el golpe. Mi nombre figuraba en una agenda y me chuparon. Estuve en el campo Olimpo varios meses, acusado de subversivo, comunista y no me acuerdo que otras cosas más.
Continúa. Y no me atrevo a decirle que sí, que eso ya lo sabemos, que lo que nos interesa es cómo salió en libertad.
—Pero vos querrás saber como llegué hasta aquí. Bueno, un coronel se encargaba de los interrogatorios y dirigía las torturas. Con profesionalismo, como corresponde un verdadero servidor de la institución y de la patria, aleccionaba a los subalternos el hijo de puta. Nada personal, nos decía mientras te hacía arrancar las uñas a pedacitos con un alicate o te metía de cabeza en un tacho lleno de mierda.
Remata la siniestra descripción sin percibir que sus palabras nos empiezan a poner incómodos, nauseosos.
—Resultó que Galíndez, el coronel, era un fanático de la fotografía. Un monstruo con sensibilidad. Me llevaba a su oficina para hablar de cámaras, filtros, películas. Yo, destrozado por las torturas, sosteniéndole la lata al muy bestia.
Gesticula para hacer más gráfico, si es posible, el relato, que a esta altura ya nos ha cautivado.
—Un día me cargó en un auto con algunos gorilas de custodia y me llevó, vendado, hasta ese árbol tan raro, en medio del campo…Y, ¿podrán creerme?, me desafía a un duelo fotográfico. Me entrega una Polaroid, ¿recuerdan el modelo?, él con la suya, y a ver quien obtenía las mejores tomas, cuál de los dos le podía robar el alma al árbol. Justamente él…
Deja la frase inconclusa. A esta altura, algunas cosas comienzan a acomodarse, siento que estoy ante una gran historia.
—Sólo podía seguirle la corriente, y hasta me reconfortó volver a tener una cámara entre las manos, ver la luz del sol. Y además tenía que ser el mejor. Aunque en ello me fuera la vida. Por todos los que quedaban en el chupadero, por mí. Trabajé rápido, bien. En unos minutos, tuve muchas instantáneas. Mucho mejores que las de Galíndez.
Se entusiasma contando la escena. Nos confiesa que, en esos momentos, supuso que todo era un capricho siniestro previo a su ejecución. Pero no.
—Para mi sorpresa, el milico le mostraba a los gorilas las fotos, les explicaba los detalles, se sorprendía con algunas sutilezas. No me prestaban atención. Pensé, y no sé como podía ser tan ingenuo, que era mi oportunidad para huir a campo traviesa. Y empecé a correr. Sin largar la Polaroid ni la última foto que había obtenido. Sólo alcancé a escuchar que Galíndez detuvo con un grito a sus subalternos, que ya casi me alcanzaban, para que me dejaran ir. Galíndez, Galíndez me dejó escapar.
Quiebra la voz al recordar el instante. Y las vacas?, pregunto, ansioso, vislumbrando que habría algún detalle precioso para la crónica.
—En medio de la huida, con la cámara y la foto, me caí tratando de eludir a unos animales, y la cámara se disparó accidentalmente. Y esto es lo que salió.
Muestra la foto mientras recuerda como, increíblemente, la guarda y continúa la carrera. Después vendría el auxilio de alguna buena gente, un organismo de derechos humanos que le consigue el asilo en España, los años de sudaca hasta alcanzar la fama. Lo demás, historia conocida. Ya no caben más preguntas, sólo despedirse. Su abrazo afectuoso nos sorprende una vez más.
Nos alejamos caminando, silenciosos, ya de noche en Madrid, arropados, todavía, con el relato. Dani, exultante con el libro autografiado que le ha regalado el maestro, se pregunta, de pronto, cuál ha sido el motivo para callar esta historia durante tantos años.
—Para todo hay una primera vez.
Contesto, como de circunstancias.
—Ah, no le preguntamos de que se trata la tercera foto, la del Photoshop.
Me mira preocupado.
No contesto pero me imagino. Me imagino cuando recuerdo la extraña historia de Galíndez, condenado por sus crímenes y enloqueciendo entre las paredes de su celda tapizadas de fotos, que un desconocido le envía y lo muestran ardiendo en mil lugares y situaciones. Me imagino.
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