La cofradía de los pequeños mentirosos.

Esta fábula comienza tiempo atrás, en algún lugar no reservado ni siquiera bien contado.
El día en que ella quiso volver a sentir aquello que había perdido hacia años ya, sus propias palabras la atormentaron con la imagen constante de lo que alguna vez se llamaría “la cofradía de los pequeños mentirosos”. Criaturas destinadas a rondar las cabezas laberínticas y los infiernos fáusticos que desencadenaban los pensamientos de las mismas; disfrutaban del dolor y masticaban con placer las lágrimas que se derramaban de las cuencas vacías de incorpóreos cuerpos humanos.
Sus pensamientos no fueron suficientes para olvidar todo el dolor que derramaba por los poros. El olor fétido que emanaba su mísera podredumbre, infestada de pus y cólera le recordó que los devotos, aquella junta de ladrones y rufianes, tal como ella los conocía, se empeñaban en patear su pedestal pero por sobre todo adoraban reír -con estruendosas carcajadas que resonaban en su cráneo- sobre sus huesos roídos y su mente corrompida.
¿Cuándo descubrirá el placer en el dolor? ¿Cuándo entenderá que es bien sabido que la cofradía vive y reina por siempre en su cabeza? ¿Descubrirá algún día que la única manera de terminar con la nobleza de los protervos es subyugar su existencia a una pequeña porción de si misma, o por el contrario, escindir aquel trozo de conciencia que se une a su torso?
Y es en esos instantes donde todo se termina, donde está advertida que su psiquis nunca se someterá a la opresión de la cofradía.
Empuña la reluciente espada y decide cortar su cabeza.