Las calles de mi ciudad tienen un "no sé qué" en verano, que hace que sea difícil conciliar el sueño. Desde un tiempo inmemorial, los padres de familia de Villa Tranquila adoran lustrar sus rifles toda la noche, meciéndolos como si fueran un niño chiquito. Los cartuchos listos al costado.
A veces, es posible escuchar una o dos detonaciones, a lo lejos. Luego, un silencio sepulcral.
Eso, sin embargo, no suele ser problema para el Comisario Atanasio Gómez, dueño de un proverbial ronquido, que retumba en toda la cuadra de la Comisaría IV.
Pero esa noche, no fue una noche común.
No es que haya sido especialmente violenta, era ciudad habituada ya a los saqueos nocturnos.
Los aullidos de los Hombres—Lobo estuvieron ausentes. Ni un solo licántropo se dejó ver, a pesar de la Luna llena.
Tampoco fueron los Vampiros, que acostumbran saciar su sed atacando turistas a la salida de los hoteles.
Simplemente nadie en el barrio pudo sentirse tranquilo pues el ronquido del Comisario no se dejó oír.
Conviene retrotraerse a la mitad de la tarde, donde el partido de fútbol entre Deportivo Luchadores Sumo y los valores locales, Club Atlético Media Gamba, terminó en goleada, a favor de los visitantes. Grande fue la desazón de los fanáticos porque se definía el ascenso a Primera G. Los 32 policías de la IV no pudieron hacer demasiado para contener la tristeza. El agente “Ganzúa” Pérsico, venía de hacerse una PC del supermercado a la vuelta de la cancha, buscando algún alivio ante la debacle deportiva cuando varios de los concurrentes al partido lo vieron salir. Como era de esperarse, la afición, indignada, reaccionó: comenzó por destrozar todos los negocios de electrodomésticos en cercanías del estadio.
Haciendo gala de un estado atlético sobrehumano, el Gordo Crucianelli, líder de un grupo ilustre de hinchas organizados atravesó la avenida principal con un TV 29 pulgadas en un hombro y un calefón bajo el sobaco contralateral. Cosa difícil de lograr si no fuera porque el Gordo mide dos metros y pesa dos kilos menos que un Mercedes 1114. Lo imposible era que los seis policías que lo perseguían no lo alcanzaran.
Ese suceso asombroso se comentó mucho en el Asado que comieron esa noche los agentes del orden y el Gordo Crucianelli, mientras miraban la repetición del partido.
El Comisario Atanasio Gómez, horas después, se acicalaba el bigote con una mano, mientras con la otra contaba los billetes que le había dejado la reventa de entradas, el pago del operativo y la contribución de los hinchas.
El saqueo prosiguió por las casas de comida, donde las que más sufrieron fueron las pizzerías, que según se comenta, sufrieron más la ayuda policial que el robo de los hinchas.
Mientras tanto, los jugadores del ilustre “decano de la ciudad” Club Atlético Media Gamba, esperaban ansiosos los cheques que la dirigencia se había comprometido a pagarles.
—La gente de Deportivo Luchadores Sumo es de ley — se decían—, mañana tendremos los cheques acá.
Los dirigentes de Club Atlético Media Gamba, entretanto, buscaban la manera de poder sacar las sillas del club, de modo que no se notara demasiado. Ya hacía rato que no había ni luz ni agua ni gas en las instalaciones, las mesas, los balones y todas las demás cosas estaban en casa de diversos dirigentes, lo único que quedaba en el club eran las cartas documento exigiendo el pago. Muchas de ellas, de los dirigentes.
El Comisario Gómez se disponía a tirarse a dormir, pero Sepúlveda, el escribiente, le comunicó que un fornido hombretón había irrumpido en la oficina, denunciando que su mujer se había mandado mudar con otro tipo.
— ¿Qué quiere que haga yo?—le preguntó el Comisario, asomando por el marco de la puerta.
—Es que SU mujer es la que se mandó mudar con mi novio— dijo el hombre, haciendo amanerados ademanes.
—La puta madre— dijo el Comisario, apoyando la espalda contra el archivero.
—Esta Marta, cada vez más degenerada— pensó, mientras olvidaba el sueño y se acordaba que debía apartar el dinero para pagarle a Sofía, la colegiala de 15 años a la que visitaba todos los domingos.
Asentó la denuncia del abandonado, y ya estaba saliendo a efectuar la transacción, cuando apareció otro personaje, disfrazado de Elefante Trompita, a los gritos.
—¡Quiero que maten al payaso!, ¡quiero que maten al payaso!
—Uy, dió, están todos locos— dijo Sepúlveda, el escribiente, mientras preparaba sus dos dedos índices para mecanografiar lo que fuera que el Elefante Trompita quisiera exponer.
—Calmesé, señor —sugirió Sepúlveda entornando los ojos— ¿quisiera exponer su pedido?
—Trabajo en el Rey de las Milanesas de acá a la vuelta, hago las animaciones infantiles, y el Payaso de Ronald O´Hamburger se llevó al contingente de escolares que venía hoy, maldito neoliberal foraneizante.
—Bueno, pero estamos en libertad de mercado. — contestó a medias malhumorado, el glorificado escribiente.
—Es que el maldito me las sacó del buche, en un descuido. — dijo el Elefante Trompita, mientras se sostenía los pantalones del disfraz, que le iban grandes con una mano y hacía gestos antiglobalización con la otra.
—Y dígame, eran muchas personas las que el denunciado le sustrajo?
—No, sólo tres.
—¿Y por tres clientes hace tamaño escándalo? Mándese mudar, quiere. — contestó el eficiente Sepúlveda, siempre dispuesto a ahorrar en papel.
—Es que usted no entiende, eran de la escuela de Modelaje de una importante revista masculina para adultos.
Sepúlveda sintió entonces el llamado del deber saliéndose casi de su pecho. Relajó ambos dedos índice, y de un salto pasó del otro lado del mostrador.
Sin pedir refuerzos, ayudó al Elefante Trompita a moler a palos al payaso, representante del imperialismo extranjerizante que tanto daño le ha hecho al país.
Las chicas, impresionadas, no tuvieron ningún problema para agradecer a sus salvadores la intrepidez con la que las rescataron del capitalismo salvaje, apátrida y mercenario. Una hora después, un ojeroso Elefante Trompita despedía, cigarrillo en mano, al heroico y agotado Sepúlveda, quien estaba con el cinturón sin abrochar, despeinado y disfrutando la gratificante sensación del deber cumplido.
Al mismo tiempo que Sepúlveda retornaba a la Seccional con una sonrisa satisfecha, por el rostro del comisario Gómez dos frías gotas de sudor bajaban lentamente. Del otro lado del parlante, la superioridad le demandaba el pase a disponibilidad del agente, oficial o disfrazado que había ayudado a un elefante autóctono a propinarle una golpiza a la mascota del señor O´Hamburger, notorio benefactor de la ciudad y gentilhombre que sólo daba progreso a la comunidad del país todo.
Sepúlveda al enterarse puso cara de truco, pero Gómez tuvo que bailar hasta tarde con ese tema.
Una vez tranquilizadas las aguas, intentó el Comisario descabezar un sueñecito, pero llegaron las trabajadoras sociales del barrio, a reclamarle seguridad.
—Bombón—, dijo la que parecía la jefa, si no por la belleza, al menos por la contundencia del “frontispicio”, masticando un chicle sonoramente. — hace dos semanas tenemos en la cuadra a un gordo encapuchado que ya nos golpeó a dos colegas, y se escapa sin pagar el servicio.
Haciendo gala de la sagacidad que lo hacía el líder de la Comisaría IV, preguntó — ¿Tienen una descripción del malviviente? ¿Nombre, Modus operandi, señas particulares?
—No alcanzaron a verle la jeta, por la capucha, lindo, pero la última chica le rasguñó el brazo en el forcejeo ¿No podés hacer algo, cariño?—dijo la jefa, sobándole el hombro.
—Depende de cuánto haya— contestó el comisario, siempre dispuesto a proteger al inocente; a la vez que escondía unos arañazos en su antebrazo derecho.
Una vez despachadas las quejosas, y agotado por el pago, Gómez colocó los pies sobre el escritorio. Hecho lo cual, se desperezó sonoramente y cuando se disponía a colocar sus manos detrás de la cabeza, reclinando el respaldo del sillón…
...alguien golpeó la puerta.
—¿Quién es? —casi gritó Gómez.
Una voz de ultratumba, con un penetrante aliento a azufre le respondió.
— Soy Lucifer, he venido a pagar el peaje del barrio pagano.
— ¡Pero Don Lucifer!, ¡qué placer verlo!, ¿Cómo le va Señor ? Pase, pase, póngase cómodo...— Contestó Gómez, mostrando más jovialidad que de costumbre.
Lucifer era el mejor cliente de la Comisaría IV. El mejor pagador. Aún así concurría siempre con el dinero justo, ni un centavo más. Además del azufre, se podía oler cierto reverencial temor en el ambiente. El alivio que sintió Lucifer al salir de la Comisaría sano y salvo, no puede expresarse con palabras.
—Y ahora, me pego una siestita… — fantaseó Gómez mientras se frotaba las manos. Un leve golpecito en la puerta entreabierta, le hizo voltearse hacia el umbral.
—¿Puedo pasar? — dijo un tipo pálido en el umbral.
—Lo invito a pasar— contestó el Comisario, con las ojeras hasta el piso, que reíte de las orejas de un Beagle.
—Gracias— dijo Bartolomeo von Blutig, presidente de “Rayo de Sol” Asociación de Fomento de Vampiros Urbanos.
—¿Qué se le ofrece? — inquirió, tapándose el cuello con la mano, el Comisario.
—Vengo a quejarme porque el departamento de Hemoterapia del Hospital de la otra cuadra, la sangre está adulterada, mandamos a analizar los componentes y encontramos que la estiran con limadura de clavos oxidados y jugo de tomate.
—¿Y de qué se queja? ¿Sabe a cuánto está el tomate?— contestó, enojado el Comisario, mientras pensaba que el vampiro no tenía ni idea de lo que le había costado conseguir los tomates para el negocio.
—¿Me está cargando? —dijo Bartolomeo, en actitud vampírica standard: mostrando los dientes y olfateando que en la adulteración sanguínea, la Comisaría IV tenía algo que ver.
—Mire, ¡se me manda mudar o lo hago encarcelar, engendro del demonio! — Lo conminó Gómez a la vez que alejaba su yugular de las cercanías de von Blutig.
El vampiro se marchó protestando: — tratarme así a mí, justamente a mí, jovencitos irrespetuosos, cuando yo tenía su edad, me hubieran dejado el culo color rojo sangre… Canas altaneros y corruptos…
El comisario Gómez se quedó escuchando tras la puerta, más o menos durante cinco segundos, y como nadie más parecía venir a interrumpir, repitió la ceremonia del sillón y…
Tres golpes en la puerta.
—Pero la reputísima madre que lo remil parió ¿quién carajos es ahora?
Entró un tipo pelado, de unos 40 años, con ojos apagados; quien sin el menor atisbo de solemnidad y sí con un aire de cansancio y abatimiento, dijo:
—Soy Gilgamesh y no puedo morir.
—¿Ah sí?, mucho gusto. Yo soy Gómez y en toda la puta noche no me dejaron dormir, manga de delirantes, se me manda mudar. —contestó de mala manera el comisario, a punto de caerse parado del sueño y sacando al inmortal a empujones y patadas en el traste.
El pelado salió de la comisaría rascándose la cabeza, un par de hombres lobo lo miraban sin osar acercarse.
La luna se adivina entre las nubes. Súbitamente el silencio atroz es interrumpido. El sonido de un ronquido de ultratumba, sobrenatural, se extiende por la cuadra.
El comisario Gómez duerme.
La noche es segura, nuevamente.
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