A cuestas con mi vergüenza,
llegué corriendo la casa,
encendí el farol mugriento
de mi zaguán casi oscuro,
descubriendo en el espejo
aquel rostro que era el mío.
Pensé en la niña de trenzas
con vestido almidonado,
que inocente y orgullosa,
recibió la comunión.
En el tierno despertar
que me llenaba de gozo,
al ver a mi madre entrar
con la bandeja ya lista,
y las tostadas humeantes
y el beso pronto, infaltable.
Y esas tardes de verano,
en que al salir del colegio,
en el baño de la esquina
tiraba mi delantal,
y abría la cartuchera,
con los gastados cosméticos,
vistiéndome como un mago
con colores de mujer.
O cuando sentí el influjo,
turbador e inexplicable,
que me produjo aquel roce
de unos dedos por mi piel.
Hasta que llegó esa noche,
en que borracha de luna,
en las desiertas arenas
en otra piel me estrené.
Fui creciendo, descubriendo,
palpando el mundo y sufriendo,
a ciegas creí en la gente,
y a menudo me golpearon.
Y como todo se aprende
aprendí bien la lección.
Y cuando ya me creía
de vuelta de cualquier cosa,
llegó ese hombre, no el único,
el básico diría yo.
Y me cambió los esquemas,
derrumbó lo construido,
y sin nuevas fundaciones
me dejó seca y vacía.
Yo estaba ciega y pensaba
que el páramo era una viña,
que la migaja era el pan,
y un vidrio burdo, el cristal.
Me engañaba y lo sabía,
me mentía y no importaba,
por una noche de mieles,
pagaba un río de lágrimas.
Hoy se descorrió el velo
y lo vi tal cual como era,
y la luz que se produjo
me iluminó a mí también,
y pude, sin evasiones,
descubrirme sin tapujos,
y vi esta mujer vencida,
que desfalleció de amor.
Y fue tanta la vergüenza
que corrí sin detenerme,
tan sólo tenía en mente
desprenderme de su abrazo.
Y cuando llegué a mi casa,
aprisa me desnudé,
lavando culpas y agravios,
decidí en aquel momento,
si era preciso morir,
y si lograba vivir,
sin tener su cruel sonrisa,
a medias o plenamente,
recuperar a la amiga,
que abandoné absurdamente:
Mi perdida dignidad.
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