DIARIO DEL BUEN DORMIR
PRIMER DIA: Permítanme presentarme un tanto de apuro, ya que solamente me quedan ocho días para poder contar mi historia.
Como verán, esta especie de autobiografía, limitada en el tiempo, se agrava porque solo cuento con veinte minutos para escribir, en cada uno de estos ocho días.
Me llamo Agostina Ravassa, nací en la ciudad de Mercedes hace setenta y dos años, en una fría mañana de invierno.
Para preocupación de mi padre y patético desvelo de mi madre, desde el primer día de vida soporto una enfermedad extrañísima, que algún ingenioso facultativo bautizó “Síndrome Cronológico de la Alteración del Sueño”.
Para mis familiares y amigos del pueblo, se trata simplemente de un mal de origen incierto, que llamaron irónicamente “del buen dormir”.
SEGUNDO DIA: Mis padres notaron enseguida que algo no andaba bien, Al ser la quinta hija, tenían bastante conocidos los berretines de los bebés, el tema de los horarios, amamantamiento y los cambios de pañales.
Esta nueva hija de los Ravassa tenía todo el aspecto de una beba normal, excepto por un pequeño problema: No dormía.
Pero no dormir no significaba que lloraba cada dos horas para pedir el pecho o que fastidiaba toda la noche. No, textualmente sucedía que apenas dormía unos minutos en todo el día,
Una especie de cortita siesta, que al parecer me bastaba para tener los ojos bien abiertos como faroles observando el mundo que me rodeaba.
Médicos especialistas determinaron luego de fastidiosas visitas y no menos molestos estudios, que la pequeña Agostina solo dormía veinte minutos por día.
Increíble pero tan real como que en aquellos días las vacas solo parían mellizos, cosa que se tomó como un presagio venturoso.
TERCER DIA: Según me han contado no solo pasé por pulcros consultorios de todos los médicos de la zona, sino por todas las iglesias conocidas de Mercedes, donde al parecer me bautizaron como tres veces ante la mirada atónita de los distintos párrocos.
También tuvieron su turno las manos santas, curanderos y demás yerbas que abundan en estos casos, los cuales se vieron finalmente vencidos por esta extraña enfermedad.
Los más centrados la adjudicaban a un efecto genético por lazos consanguíneos cercanos, otros a un virus desconocido y algunos creyentes insinuaron en voz baja que se trataba de la obra del mismísimo demonio.
Siempre una vela de cera prendida y la figura de San Pantaleo en mi mesita de luz acompañaron mis vigilias, y bajo esas circunstancias yo me desarrollaba perfectamente mes tras mes.
La novedad transcurrió justamente cuando me festejaron –porque yo ni enterada- mi primer cumpleaños: a partir de ese día pude dormir hasta cuarenta minutos seguidos cada veinticuatro horas.
El crecer lógicamente trajo sus inconvenientes, porque hay que imaginar que, a medida que empecé a caminar y luego a hablar,
jorobaba literalmente de lo lindo.
Así fue como entre mis padres y hermanos pasamos entretenidos los días y sus noches. La curiosidad de los vecinos iba mermando, por lo que el asunto fue quedando en el ámbito familiar.
CUARTO DIA: A medida que fui creciendo y cumpliendo años, las cosas mejoraron paulatinamente. Cada año que pasaba sumaba siempre otros veinte minutos a mi buen dormir.
Cálculos sencillos y científicamente comprobados me llevaron a
dormir una hora a los tres años, una hora con veinte minutos a los cuatro años y así sucesivamente.
Esto volvió a sorprender a todos, pero brindó cierto alivio al saber, que por lo menos contaba con un patrón acotado de mi enfermedad.
La exactitud de mi buen dormir fue inclusive cronometrada más de una vez, y si tengo un recuerdo de mi infancia –no del todo agradable- es ver que cuando me despertaba estaba rodeada de conocidos y no tan conocidos, con sus relojes en la mano.
La sonrisa de algunos y la angustia contenida de mis padres ahora me persiguen en mis largos sueños.
Dos horas ya dormía a los seis años y dos horas veinte a los siete, en primer grado.
Con tanto tiempo disponible mis padres dispusieron que aprendiera idiomas, música y que progresara por encima de mis limitaciones de lo que se enseñaba en el colegio.
Fue así que terminé el primario a los nueve años y que empecé el bachiller durmiendo tan solo tres horas por día.
QUINTO DIA: Esta última situación trajo ventajas adicionales, ya que empecé a ser tratada como una niña prodigio y no como un bicho de curiosa relojería. Incluso traje alegría a mi hogar pues se deleitaban con mis progresos y alejaban definitivamente los fantasmas míticos del demonio que pesaban sobre mí, pero más que nada sobre sus conciencias.
Cuando cumplí los doce, mis cuatro horas de sueño fueron interpretadas erróneamente como una vuelta a la normalidad, y para los quince – época cuando todos descubren que una se convirtió en señorita- casi ni se hablaba del tema y estábamos mas que nada preocupados para que me admitieran en alguna Universidad.
Particularmente quiero dejar mi impresión sobre el buen dormir, ya que a diferencia de otras enfermedades, no afecta con molestias a quien la posee. Primero, jamás sentí cansancio por el hecho de dormir menos que lo normal y segundo, regulé mi vida con la perfección de las agujas del reloj.
Sé que no siempre es así, que hay casos que derivan en convulsiones periódicas o que degeneran en alteraciones mentales difíciles de tratar, por lo que agradezco a Dios haber sido tan benigno conmigo.
Y eso lo digo hoy inclusive, cuando ya sé que solo me quedan tres días, exactamente sesenta minutos, para poder terminar mi historia.
SEXTO DIA: ¿Quién puede decir esto es normal y aquello no lo es? ¿La generalidad? En el caso del buen dormir sabemos que hay de todo, desde los que duermen tres horas por día hasta los que pasan mas de la mitad de ese mismo día en posición horizontal. Algunos lo hacen de noche, otros con luz solar. Unos a la siesta, otros a cualquier hora.
Pero en general es cierto que cada cual tiene su ritmo y frecuencia, que respeta las estaciones y el pasar de los años.
Si tomamos un individuo tipo, vemos que duerme entre seis y ocho horas diarios y que si tomamos los setenta años promedio como expectativa de vida, podemos llegar a la conclusión que mi buen dormir no me ha quitado ni sumado nada. En tal caso, la enfermedad ha distribuido mi sueño de forma muy particular, nada más.
SEPTIMO DIA:
Mi vida, al contrario de muchos adultos fue desacelerándose, lo que no me impidió recibirme, trabajar, casarme y hasta tener hermosos hijos. Solo sucedió que cada año que pasaba, necesitaba dormir un poco más.
Esto me permitió meditar mucho sobre los designios de la vida y aprendí a aprovechar mi tiempo al máximo, sin esforzarme ni sentir desgano en mis actividades.
Claro está, tuve todas las otras enfermedades normales como paperas o varicela, y también con los años me vinieron los achaques como el reuma y la presbicia.
Creo que una época muy feliz para mí fue cuando tuve el varón a los treinta y seis años. Para entonces dormía solo doce horas diarias.
Mi familia fue un poco exigente conmigo, y siempre decían que me la pasaba durmiendo, pero poco a poco lo fueron entendiendo y más tarde se resignaron.
Ninguno de mis hijos contrajo la enfermedad, con lo cual – como en otros casos que he estudiado- se desacredita la teoría de los factores de herencia,
Luego, con la llegada del otoño, pero en forma más permanente,
los días se me fueron acortando. Los párpados empezaron a caer,
y el cuerpo parece tener una imperiosa necesidad de descansar.
Y el único remedio que conozco hasta ahora para ello es dormir, aunque a sea quince o veinte horas por días.
OCTAVO DIA: Hoy cumplo setenta y dos años, y son mis últimos veinte minutos de existencia. Quizás, ahora sí, como todo cristiano vuelva a encontrarme con la naturaleza y el orden universal que me fue negado.
Porque, si de algo pude convencerme, es que existe un orden o algo que comanda nuestros destinos. Si bien muchas cosas no muestran sentido, y hasta parecen caóticas, en otro orden superior todo se contiene.
Somos un granito de arena en la vasta humanidad, que al morir vamos dejando nuestras sucesivas adquisiciones: el amor por los demás, nuestras ideas, nuestras creaciones, pasiones y descubrimientos.
Por eso, es hora de dejar esta pluma. Buscar el mejor camisón para la ocasión y recostarme sobre mi cama, para poder dormir en paz el sueño más bello que haya tenido en vida.
Agostina Ravassa, 72 años
Mercedes, Buenos Aires.
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