La sociedad actual, exigua en los años cincuenta, ahora crece con desmesura, gracias a las modernas edificaciones. Cientos y ¿por qué no decir? miles, serán los nuevos habitantes que abarrotarán las calles para transformarse en masa, impersonal y demandante, anónima y perecible.
No pasaba lo mismo años atrás, cuando los rostros eran reconocidos a una legua de distancia y los nombres se quedaban en la memoria como un referente obligado. En mi caso, ¿cómo no recordar a la familia Palomero, que vivía en calle Edison, en una enorme casona de dos pisos? Mis padres los mencionaban a cada rato, ya que eran dueños de una fuente de soda en la que a menudo sucedían hechos interesantes, siempre se producía una baraúnda de padre y señor mío, con botellas hechas añicos en el piso y, eventualmente, el la testa de algún desafortunado parroquiano. Desde pequeño escuché mencionar al señor Cannoni (¿así se escribiría?), que era muy conocido en el ámbito político, sin tener él ningún cargo en especial, se mencionaba al doctor Legüedé, que es muy probable que haya atendido a mi abuela e intuyo que ya era conocido en la Colonia. Cerca nuestro vivía la abnegada señora Pancha, que vendía carbón y que estaba presta para ofrecerse en cualquier eventualidad, y don Emiliano, un señor rubicundo, con voz de barítono, que atendía un negocio de abarrotes, personajes todos del diario vivir, hitos de nuestra existencia, marcada por la parsimonia propia de esos tiempos lejanos.
Estaba la familia Valdivia, que vivía en Santa Genoveva, con cuyos robustos hijos, disputábamos reñidos partidos de fútbol callejero, junto a mi primo-hermano. Patente en mi memoria esté la imagen “del Valdivia”, un señor con aspecto de vagabundo, perteneciente a la misma familia y que caminaba zigzagueante por las callecitas de Dios, pidiendo algunas monedas para financiar sus desvelos etílicos. Contaba mi madre que, producto de una desilusión amorosa, se había abandonado a sí mismo, ya desprovisto de toda ilusión. Era la oveja negra, que terminó sus días tal y como él lo había decidido: en la más terrible de las miserias y acaso, conforme con ese destino elegido.
A algunas de aquellas personas las recuerdo más por sus particularidades que por sus nombres, por ejemplo, no olvido a una señora que atendía en la feria y que yo la encontraba igualita a Kirk Douglas. Personajes destacables eran dos muditas que andaban siempre juntas gesticulando en su idioma de señas. Eran muy conocidas ambas y muchos deben recordarlas aún, enfrascadas en misteriosas conversaciones.
Mi abuela mencionaba a un señor muy ceremonioso que vivía en el Pasaje Santa Estela y que saludaba a la antigua usanza, con sombrero en la mano y reverencia incluida. Como en dicha calle corría una acequia, muchos eran los que aterrizaban en las turbias aguas, especialmente los que llegaban pasados de copas. Esto le sucedió una tarde al distinguido caballero, que un poco entonado, vio dos acequias y por hacerle el quite a la que no era, dio de lleno en la que sí era. Sentado en medio del caudal, nunca perdió la compostura y quitándose el sombrero, saludaba a quien acertara a pasar. De allí, que fuera rebautizado, más tarde, como Don Saludito.
Personajes que perduran en el recuerdo, algunos anecdóticos y otros que están a un tris de desvanecerse para siempre de nuestra mente. Imposible olvidar a un par de rubiecitas que andaban de puerta en puerta, vendiendo revistas usadas. Nosotros las esperábamos con mucha expectativa para comprarles lo que anduviesen ofreciendo. Una tarde cualquiera, la menor, si no me equivoco, se dirigía a nuestra puerta –sabía que éramos buenos clientes- en el instante preciso que se sintió un estruendo sordo, similar a un galope: era un toro que se había escapado de no sé donde y que acometía con furia por la estrecha calle. La niña no alcanzó a huir y fue embestida por el furioso animal. Menos mal que todo no pasó más allá de un tremendo susto, ya que el animal prosiguió su carrera y fue atrapado por varios hombres, unas cuadras más allá. Nunca más supimos de aquella niña, aterrorizada acaso de volver a reencontrarse con otro furibundo animal, poco adepto a la lectura.
No están todos los personajes de aquella época, en esta reseña. Muchos se quedaron en el tintero. Y desde allí me hacen morisquetas para que los devuelva a la vida. Para ello, debería trasladarme a aquellos dulces años y recorrer esos escenarios, patinados por el tiempo. A lo mejor, me entusiasmo y me quedó por allí, con ellos, retozando en ese pasado que tanto añoro...
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