Es extraño descubrir que aquel mundo en que naciste, que considerabas único e infinito, en realidad no lo es. Yo tenía más de 11 años cuando descubrí que estaba inapelablemente en el tercero y que existía un primer mundo donde las cosas funcionaban, donde los aviones eran cotidianos y donde hasta los crímenes tenían olor a espectacularidad. Muchos años después me enteré que el segundo mundo caía en colores mientras millones mirábamos las pantallas y nos alegrábamos sin entender muy bien como había comenzado todo, y tampoco entendiendo de qué nos alegrábamos. Generación intermedia latinoamericana, específicamente chilena, aun no nacidos como para participar en las utopías de los 60 y los 70, y ya demasiado viejos para seguir creyendo una vez que las pesadillas se ocultaban bajo la apariencia de sueños en los 90.
Pero no me quejo, no me vayan a malinterpretar. Solamente dejo constancia de las circunstancias que me fueron moldeando, aunque a decir verdad, tampoco creo mucho en las capacidades artesanales de ellas. Digamos que intento comprender el contexto en el cual fui descubriendo aquello que llamamos vida y una vez comprendido, guardarlo en el cajón de las cosas comprendidas hasta nuevo aviso. No hay nada más que se pueda hacer con aquello que entendemos.
Volviendo a mi descubrimiento, debo reconocer que me gustó ser tercermundista. No por los lugares comunes que nos repiten sobre las ventajas de ser latinos por sobre los “del norte”, sino porque nos tocaba un número impar. Y no el número uno, que desde mi punto de vista, tiene muchos atributos de los pares, sino un perfecto y único número impar. Así de simple.
Una de mis tantas debilidades desarrolladas desde niña fue mi afán de singularidad, y no respetando ninguna de las formas de sentido común, siempre consideré a los números impares más singulares que los pares. Cualquier niño de tercer o cuarto grado, con cierta noción de infinito, me dirá que es absurdo plantear esa diferenciación, pero me tiene sin cuidado lo que diga un niño de esa edad. Los números impares son singulares, son únicos, son minoría. Y los pares, bueno, ya se sabe lo que pasa con los pares. Todos los divisibles por dos tienen ese color medio veraniego, como de alegría forzada, como de cero o de cuatro con temperatura elevada. De solo pensarlo siento como algo desagradable me recorre el cuerpo. En cambio el impar, tiene esa frialdad que solo te da una reflexión profunda. La tranquilidad del que se sabe único. Hasta tiene una temperatura más baja, más de sur lluvioso, más de mar pacífico.
Con los colores sucede lo mismo. Todos los colores claros, son pares (pareciera que es una decisión, pero no. Recuerden que es solo constatación). Un azul, tiene una dignidad que un amarillo jamás alcanzaría. Y un naranja tiene ese desagradable olor a arena caliente que el frescor de la tierra húmeda de un verde, en general, logra calmar.
Las letras no escapan a la clasificación. De la “M” hacia abajo, son de las buenas. Las otras son algo así como la personificación del lado oscuro de la fuerza (aunque claro, siempre fui proclive a ese lado, pareciéndome la república de la dichosa película el estado perfecto de las mayorías. Algo de lo que huiría mientras estuviera viva).
En fin, lo realmente importante es que me alegré. Después busqué razones más válidas, más racionales, para esta alegría de los que nos gusta el sur. Pero la principal, fue simplemente que era impar. Y no uno.
Lo siento si di una impresión equivocada. |