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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / La mujer vampiro: Sangre y Amok

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Sangre

Julia Stabiro era una joven linda, esforzada en su trabajo, que siempre trataba de agradar a todos. Este era el primer trabajo de responsabilidad que obtenía luego de graduarse, y la gente de la clínica le encantaba. Más que nadie le gustaba el doctor Massei, y todos lo sabían, aunque ella seguía haciéndose la tonta y pensando cómo hacer que él se interesara en ella.
Lina la intimidaba, no por lo que decía en su historia clínica, ni por su conducta, pero había algo en la seguridad con que caminaba, se sentaba y llevaba a cabo el más mínimo gesto, que junto con su belleza, la anonadaba. Igual se esforzó por realizar la entrevista como lo hacía con los demás pacientes, anotando las respuestas en su seguimiento.
–Entonces ¿no hay nada que podamos hacer para que te sientas mejor, digo, hay algo que no te guste? –preguntó al final, levantando los ojos de la libreta donde trataba de escudarse.
–No, gracias –replicó la otra mujer, que estaba sentada tranquilamente de brazos cruzados, del otro lado del escritorio, y añadió con aire distraído–. No tengo una comida favorita y todo está bien... sólo que me siento un poco fatigada, desganada, pero no creo que sea por la comida que me dan.
–Eso me preocupa –murmuró la nutricionista, anotándose que debía hablarlo con el doctor.
Como el enfermero no había vuelto, la misma Julia la acompañó del corredor de los consultorios hasta la puerta que separaba la zona de los internos y que sólo se podía abrir con llave de afuera. Extrañada, vio que habían dejado la llave sobre el mostrador de vigilancia, y frunciendo el ceño de preocupación, le abrió la reja y esperó que pasara.
–Espera –Lina se detuvo, como olfateando algo en el aire.
Julia iba a decirle que no le hiciera perder el tiempo, pero se contuvo, y en cambio preguntó:
–¿Qué te pasa?
En lugar de contestar, Lina pasó junto a ella y caminó unos pasos hasta colocarse detrás del mostrador, del cual se podía vigilar el pasillo de los internados por medio de cámaras. Julia miró la pantalla dividida en cuatro con curiosidad, pero Lina le llamó la atención:
–¿No es raro? ¿No hay siempre un auxiliar en este lugar?
De pronto, Lina se encorvó, acalambrada y Julia corrió a sujetarla. Respiraba agitadamente, pero pudo avanzar unos pasos mientras Julia pedía ayuda, gritando hacia el corredor. Lina se recuperó y siguió avanzando por un pasillo perpendicular, que parecía dar a una salida posterior del edificio. Se detuvo frente a la puerta de un depósito y giró la manija, que no tenía traba. La puerta se abrió de par en par, Julia gritó y Lina retrocedió un paso, sobresaltada, al tiempo que un cuerpo se desplomaba del armario junto con un par de escobas que produjeron un disparo en el piso de cerámica. La túnica celeste ensangrentada y la cabeza de perfil les permitieron reconocer a Nicolás, el vigilante que debía estar en la entrada. Luego de un segundo de estupor, Julia comenzó a gritar de nuevo, y poco después aparecieron la psiquiatra Llorente, Jano, y Cristian. Vieron a Julia, que se estaba sosteniendo del hombro de Lina, que seguía inmóvil, una mano sobre la boca con gesto de asombro, paradas junto a un muerto.
La nutricionista contó lo sucedido entre sollozos, a los demás que parecían espantados.
Lina logró despegar los ojos del cuerpo ensangrentado y notó, a pesar de tener la mirada turbia y la mente confusa, que Jano sacudía la cabeza negativamente y Cristian hacía un gesto furtivo como si quisiera consolar a Julia, pero se arrepintió. En eso llegó Carlos Spitta, que luego de la maldición inicial comenzó a tomar cartas en el asunto, y tan pronto como alguien se ofreció a dejarla pasar, Lina se fue corriendo hacia su habitación, y allí se puso a caminar de un lado a otro.
Nadie entendía cómo había sucedido esto. Llorente revisó el cuerpo y percibió que lo habían asesinado muy poco tiempo antes de encontrarlo, mientras Julia estaba en consulta, y junto con Lina, fueron las últimas en verlo con vida, excepto claro, el asesino. Pero aunque del otro lado de la reja había una docena de sospechosos, ¿cómo podían haberlo matado, cerrar la puerta y dejar la llave del otro lado?
Mientras la policía llegaba y comenzaba a adueñarse del lugar, Lina seguía arriba tratando de calmarse con un ir y venir constante, que ni siquiera paró para escuchar a la psicóloga y al enfermero que vinieron a darle un tranquilizante. Lo tragó sin mentiras y asintió a todo, mientras rogaba en su mente porque la policía no atrayera a los medios, y que no la llamaran para un interrogatorio. Cómo se le había ocurrido, se rezongó, debía haber dejado el cuerpo para que se pudriera en ese armario. Abrió la cortina del todo y la luz del sol inundó la habitación. Se sentó junto a la ventana y apoyó la cabeza en el marco, meditando que tal vez se libraría porque era una demente, una loca internada.
–¿Cómo puede ser que nos pase esto? –repitió por enésima vez Lucas, que se había venido volando de su otro trabajo en el hospital, y se estaba tomando un whisky con Aníbal, quien había tenido que atender a la policía, como el responsable de Santa Rita–. Ahora estamos invadidos por esos policías necios y encima, parece que todos somos sospechosos.
Un día enloquecía un paciente y generaba una gran confusión; terminaban dos en el CTI. Día por medio, un asesino andaba suelto por la clínica.
Carlos entró, acompañando a un oficial. Lo primero que hizo la policía fue pedir las cintas de video, pero se encontraron con que los aparatos estaban todos quemados, fundidos.
–Y no es de hoy, ¿hace cuánto los revisaron? –preguntó el oficial en un tono acusatorio.
–Oiga, aquí tenemos todo en regla... Hasta donde sabemos las cámaras debían funcionar a la perfección –soltó Avakian, entrando en calor.
–Es por lo del miércoles pasado –murmuró Carlos, que había escuchado el relato del doctor Massei de lo sucedido y podía creer en fantasmas sin vergüenza.
–¡No sea idiota, Spitta! –exclamó el doctor, crispado.
Dos horas después, la prensa se había estacionado en la entrada y la policía no había levantado el cuerpo. A la tarde, se podía conocer vida y obra de Nicolás Ferreti por televisión, que era homosexual, que había estudiado dos años en tal lado, dónde vivía y qué hacía, y la policía seguía interrogando a los que hallaron el cuerpo, exceptuando a Lina.
Lucas la encontró en su cuarto, reclinada aún contra la ventana. Había venido para alejarse del tumulto de abajo y para decirle personalmente que la iban a proteger, que no podían interrogarla si no quería y sólo en su compañía. Parecía dormida, sentada en un taburete con la cabeza apoyada en un brazo y los ojos cerrados. Se acercó casi sin hacer ruido, pero al inclinarse junto a ella notó que estaba despierta pero inmóvil. ¿Catatónica? Le tocó el hombro y ella se derrumbó sobre sus brazos.
En seguida volvió a abrir los ojos, despejada, apenas la cambió de lugar, sacándola de la luz y sentándola en su cama.
–¿Carolina? ¿Está bien? ¿Cómo se siente?
Lina movió la cabeza, refrescada de golpe.
–Estoy bien –protestó, rechazando su mano, que trataba de tomarle el pulso en el cuello, y en cambio le tomó la muñeca–. ¿Qué desea?
–¿Está en condiciones de responder algunas preguntas a la policía?
En el acto ella se levantó, como si nada, y lo esperó en la puerta. Bajaron la escalera, Lucas cuidando que no tropezara, aunque tenía poca paciencia para aguantar su desprecio.
–¿Le impresionó lo que pasó? –le preguntó al detenerse en la terraza solitaria, para que tomara aire fresco; pero ante su falta de respuesta, agregó–. ¿Sabe qué? A mí me parece que debería dejar esa actitud arrogante y distante que mantiene conmigo o con los demás médicos. No se comporta como una paciente. Es más, no creo que deba estar aquí. Si no nos necesita, ¿por qué no se va? Le firmo el alta cuando quiera...
Lina, de espaldas a él, no dijo nada, pero estaba temblando tanto que él pensó que se pondría a llorar para desahogo. Sin embargo, no estaba conmovida sino enojada. Mediante un gran esfuerzo, ella controló su cuerpo, se dio vuelta y él pudo comprobar que no se había quebrado ni pensaba ceder. Sus ojos parecían arder como carbones.
–Puede decir eso, porque no me considero su paciente. Ud. nunca me atendió como los demás, ni estaba cuando yo llegué –le dijo con voz firme pero con un tono más bajo del normal, tragó en seco y susurró–. Al menos, puede dejarme vivir en paz...
Sin contestarle, Lucas la tomó del brazo y la guió hasta el oficial que estaba esperando en el consultorio del que recién salía Cristian.

Amok

El recinto olía a humedad y un penetrante orín de gato, aunque por ningún rincón, entre las montañas de papeles y revistas que se amontonaban arriba y debajo de las mesas, sillas y sillones, se veía al causante.
–Es porque la dueña anterior tenía una pareja de siameses –explicó su informante del rancho de lata, al ver que Vignac fruncía la nariz repetidas veces, mientras se movía incómodo en la silla de cármica.
–¿Hace cuánto que te mudaste? –inquirió, ojeando las telarañas del techo y la mesada de la pileta oxidada, junto a un par de computadoras muy actualizadas.
–Como un año –dijo el otro, ajustándose los lentes que tenía atados con cinta, mientras la impresora láser zumbaba y escupía hojas a toda velocidad.
–¿Estos ranchos se venden o qué?
–Hombre, estamos en un asentamiento, no es como que haya ido con un escribano y eso –el otro lo miró sonriente–, pero la vieja me lo vendió con todo por cuatrocientos dólares. La vista al basural no es linda, pero lo bueno es que nadie se animaría a venir a buscarme aquí.
Vignac se preguntó cómo cuidaría su costoso equipo de los vecinos envidiosos, pero la escopeta detrás de la puerta respondía por sí sola. Además, este hombre no salía nunca de su cuchitril. Tomó las hojas y las examinó.
–Eso es todo lo que se puede encontrar sobre la clínica, publicidad, impuestos, permisos, datos de los funcionarios, inspecciones... Pero no hay nada turbio. Ahí tienes una lista de los contribuyentes de la Fundación Crisol.
Vignac encontró la hoja impresa llena de nombres. Al moverse vio el televisor, que estaba en pausa, y la noticia del asesinato en Santa Rita llenaba la pantalla. Señales. Podía significar algo o tal vez perdería el tiempo investigando un lugar que no tenía la menor importancia. Pagó a su colaborador y salió. El sol brillaba rojizo arriba de una línea de casitas bajas y el humo salía interminable de un contenedor de basura.
Jano se apoyaba en su escoba al contemplar a los periodistas que, cámara al hombro, habían colmado su pacífico patio y trataban de entrevistar a Aníbal Avakian. El guardia de seguridad miraba azorado, parado afuera de su caseta, y ya no intentaba parar a nadie. El cuidador vio que el secretario pasaba por su lado y lo saludó.
–Todavía sigue aquí... –comentó, como si le molestara.
Cristian se volvió. Tenía los tres primeros botones de la camisa desprendidos y el pelo revuelto, pegajoso, como si hubiera corrido. El viejo lo miró con suspicacia y el joven se alisó el cabello, respirando hondo.
–Sí, me retuvieron todo el día –se quejó, tratando de arreglarse el traje ajado por el uso, y al final se quitó el saco, acalorado–. Aunque ni siquiera fui el que encontró el cuerpo. Creo que la licenciada Stabiro y el otro enfermero, siguen adentro todavía. No sé por qué la policía nos trata como criminales, es obvio que en un manicomio puede pasar cualquier cosa...
–Si el doctor le escucha esa palabra... –comenzó Jano, pero ya el joven se había retirado sin decir adiós, saliendo hacia el estacionamiento.
Poco a poco la clínica iba recuperando su funcionamiento normal, y muchos pacientes ni siquiera sabían que algo había sucedido. Ya se iban a enterar con los chismes del día siguiente. La psiquiatra, Julia, Carlos y Lina seguían sentados en un cuarto, al que cada rato un policía venía y les pedía algún detalle específico. Luego de Miura se pudo marchar Spitta, y la doctora adujo que necesitaba hacer su trabajo, así que por último quedaron solas las dos jóvenes. Julia estaba nerviosa y se apretaba la cabeza tratando de dominar una migraña que la estaba matando. Lina seguía sentada con las manos en el regazo y los ojos clavados en el piso.
–¿Qué sucedió con él? –preguntó de repente, a lo que Julia alzó la cabeza, sorprendida, fijando sus ojos rojos en la joven que hasta ese momento parecía ausente.
–¿Qué quieres decir? –replicó de mal humor, y a su pesar, se sonrojó–. ¿Qué te importa?
–Disculpa –musitó Lina, y justo la enfermera vino a buscarla.
Poco tiempo antes, Lina había visto que el secretario, que todo el tiempo había estado calculando algo en su mente aunque podía aparentar aburrimiento, aprovechando que estaban cerca le murmuró unas palabras a Julia, a las que ella respondió con una expresión de asombro poco halagadora, si Cristian le había hecho una propuesta como Lina imaginaba. Luego, él permaneció helado en su sitio y ella no se animó a contestarle nada, y al final había salido airado de la habitación.
Mientras tanto, Lucas había estado escudriñando el sistema de vigilancia y aunque no sabía nada, tomó nota de todo y escuchó con interés al técnico, que dijo que nunca había visto nada igual. En la tormentas se quemaban equipos, pero no toda una red. Además, encontraron muchos cables derretidos. La onda de lo que fuera que atacó o salió de Ulises, podía haber quemado el sistema y borrado las cintas, y la prueba estaba en que había más bombitas quemadas alrededor de su cuarto.
Cansado, y para huir de la gente salió al patio de atrás, un pequeño rectángulo afuera del lavadero ocupado solamente por basura. Pero al menos veía el cielo del crepúsculo por encima del muro blanco. Arriba de su cabeza escuchó voces. A su lado había un galpón y el techo de este daba al patio del primer piso. Volvió a entrar y subió rápidamente la escalera de servicio.
En la terraza encontró a Lina con el psicoanalista, quien estaba disertando con gran animación mientras se preparaba una pipa a contra del viento.
–¡Fernando! –exclamó Lucas, que había entrado con sus llaves por una puerta medio escondida tras un potus–. ¿Ahora vives aquí?
–¿Eh? No... ¿No sabes que vivo en... –tartamudeó Tasse, hasta que se dio cuenta de que estaba bromeando. Se paró en seco y tiró el tabaco en el suelo, boquiabierto–. Mejor llamo a mi esposa, que era lo que iba a hacer antes de ponerme a conversar con...
Los otros lo vieron desaparecer por la puerta de vidrio, y después siguieron en silencio.
–Lo siento–dijo él al final, mirando distraídamente el cielo–, en estos días no ha tenido paz en este lugar.
–No es su culpa, doctor –repuso ella con tono cortante, y esperó un minuto antes de preguntar–. ¿Es amigo íntimo de la nutricionista?
Lucas tardó en reaccionar, asombrado por la pregunta. ¿Qué la llevaba a querer averiguar eso? ¿Julia? ¿Celos? ¿Tenía algún interés en él? Tomando su expresión como un no, ella comentó:
–Entonces es ella la que corre peligro. Debe cuidarla, Massei. Ahora.
–¿Por qué? ¿De qué? –exclamó él, atajándola en la escalera–. ¿De quién?
Lina suspiró. No podía explicarle, no podía definirlo en términos que él entendiera, o aceptara. Él era honesto, directo, tal como le había demostrado poco antes; por eso le advertía, a otro no le hubiera dicho nada, dejaría que el destino siguiera su curso y hablaran los acontecimientos. Lo pensó dos veces, porque decir algo implicaba ponerse en evidencia, podía pasar a ser sospechosa si al final no ocurría nada. Lucas se impacientó, mientras ella parecía reflexionar.
–Está bien... –suspiró–. Del secretario, Cristian.
–¿Miura? –repitió él horrorizado, por una parte porque no podía creer que ese joven intachable pudiera hacerle daño a Julia, y por otra porque podía creerle a una mujer perturbada.
Lina corrió a su cuarto, sofocada, un miedo súbito a quedar en manos de otro. ¿Desde cuándo podía confiar en alguien, que la misma tarde la había afrontado?
Por su lado, Lucas corrió a su consultorio en busca de su chaqueta y llaves, pero en la puerta se detuvo, y su rostro se distendió en una sonrisa irónica. No le iba a hacer caso.
Furioso con los periodistas, Aníbal pasó por el pasillo junto a Lucas, que se había quedado clavado, con la mano en el pasador de la puerta.
–¿Ya se fue Julia? –le preguntó, a lo que el otro doctor se alzó de hombros sin detenerse.
Massei corrió al salón donde la había tenido la policía. La luz estaba encendida pero no había nadie adentro. Siguió hasta la recepción, ocupada por el comisario; no se le ocurrió comunicarle su sospecha o pedirle consejo. Salió al patio y allí hizo una pausa, respirando hondo antes de notar que no estaba solo. Se dio vuelta, ilusionado.
–Doctor... –empezó a decir Jano, pero el otro le puso una mano en el brazo y exclamó:
–¿Viste a Julia? ¿A Stabiro?
–Recién se fue, todavía debe estar por ahí en el estacionamiento... No es fácil arrancar con...
–¿Y al secretario?
–Sí, hablé con él –asintió el viejo, mirándolo con interés–. Qué tipo más raro ¿no? Nunca me mira siquiera pero hace un rato se puso a hablar y después se fue sin saludar. Parecía enojado.
Alertado, sin saber por qué, Lucas lo dejó hablando solo y corrió hacia la puerta doble, que permanecía abierta porque ese día había mucho ir y venir. Afuera estaba oscuro. Las luces del camino ya se habían encendido pero estaban lejos del muro, en altas columnas. La fila de autos se hallaba en sombras, aunque podía distinguirlos por su forma y la vereda tenía unos faroles enterrados que lo salvaron de tropezar. Caminó hasta el final y se dio cuenta de que el Fiat ya se había marchado. En conclusión, era un tonto y ¿qué había esperado encontrar?
Volvía hacia la entrada, cabizbajo, cuando vio que en el camino a unos cien metros había un auto pequeño parado, que un momento antes había creído que pertenecía a algún periodista o policía que se estaba marchando. Se paró, el corazón empezando a acelerarse al tiempo que comprobaba que los faros iluminaban el camino pero el coche seguía detenido. Avanzó por el camino de tierra. El auto estaba parado sobre la banquina, vacío, las llaves en el encendido. Miró alrededor: un declive bastante pronunciado bordeaba el camino en ese tramo, separándolo del campo de pastos altos. Más allá comenzaban los árboles.
¿Por qué había parado allí y adonde había ido la conductora? Al mirar a la izquierda creyó ver una sombra moverse entre el pastizal y con tardía reacción, su cerebro se percató de algo que debía haber notado enseguida. Cuando recorrió los autos estacionados había pasado junto a un Alfa Romeo viejo, y creía recordar que Cristian manejaba uno. Dio dos pasos para cruzar la calle, y la sombra se movió, pensando que había sido vista. Lucas saltó la banquina y corrió irreflexivamente hacia él. La figura estaba medio inclinada y en lugar de ponerse a la fuga parecía que quería enfrentarlo. Lucas frenó su carrera al notar el bulto blanco a los pies del otro hombre, y este aprovechó su titubeo para lanzarse hacia él, aferrar su cuello con una mano y con la otra golpearle el rostro repetidamente, como si quisiera borrarle las facciones definitivamente.
Lucas sólo podía gemir y tratar de arrancarse del cuello los dedos de hierro que lo tenían aferrado, pero el ser que tenía adelante no era el que conocía. La fuerza con que lo golpeó hasta noquearlo, la respiración entrecortada y caliente, saliendo entre sus dientes comprimidos y por sus narinas dilatadas, los ojos inyectados en sangre, no pertenecían al calmado Miura. Luego de que cayó al piso, Lucas perdió el conocimiento por un instante, pero al momento siguiente, notó que una mano poderosa lo levantaba tirando de la camisa. Lanzó un débil puñetazo contra sus costillas y Miura gruñó, incapaz de articular un pensamiento coherente; sólo pensaba en golpearlo hasta sacarse la rabia que lo estaba quemando por dentro.
Cuando ya se veía derrotado y muerto, un faro los iluminó, al pasar una camioneta por el camino, y el loco se asustó. Soltó a su presa y salió huyendo de la luz como un animal despavorido, lo que Lucas agradeció. En seguida se despejó su cabeza atontada por los golpes y al arrodillarse para recuperar el aliento escuchó unos sollozos ahogados. Se arrastró por el pasto hasta el bulto formado por Julia, que envuelta en su abrigo claro, sacudida por un llanto ahogado, estaba arrollada en posición fetal, tapándose la cara con ambas manos.
–¡Julia! ¿Estás bien? –exclamó Lucas, palpándole el brazo con cuidado, asustado por su emoción descontrolada–. ¿Qué te hizo? ¡Julia!
Como no le hacía caso tuvo que levantarla a la fuerza y sacudirla, para que abriera los ojos y lo reconociera. Preocupado, exclamó, mientras buscaba alguna herida:
–¡Soy yo, Lucas! ¿Estás bien?
Tenía un labio amoratado pero no le vio otra lesión. Al final, ella logró contenerse lo suficiente como para asentir, pero siguió murmurando:
–Lo siento... lo siento... vi lo que te estaba haciendo pero... tenía mucho miedo... lo siento mucho...
Lucas la abrazó con fuerza un minuto y la ayudó a levantarse. Él estaba en peores condiciones, pero podían caminar y lo mejor era pedir ayuda antes que enfrentarse de nuevo con ese maniático. Jano fue el primero que los vio llegar y puso una cara de asombro que ni siquiera fue superada por su expresión cuando se enteró del nombre del atacante. Corrió solícito hacia ellos, le prestó un brazo a Julia, quien temblaba como una hoja, y en cuanto estuvieron a salvo en el patio iluminado comentó:
–Bah... ahora sí que le dieron una buena paliza.
El comisario y los detectives estuvieron de acuerdo en que se trataba de uno de esos casos en los que no se podía prever cuándo ni por qué una persona enloquecía y decidía empezar a matar. Había pequeños detalles, dijeron, pero que en su momento eran demasiado intrascendentes como para que alguien los notara. La causa podía ser una ofensa, un rechazo, una palabra que para otra persona no significara nada. Pero Lucas sabía que alguien sí había notado las señales y ardía por preguntar cómo lo había hecho.
Al parecer, Miura se había fijado en Julia y ella no se había dado cuenta de su interés hasta que sentado a su lado, le dijo que la quería para él. Trató de desentenderse, pero al marcharse lo encontró en el camino, diciendo que su auto no andaba; se apiadó y le ofreció llevarlo hasta una parada, sin notar su agitación. Después, le pareció que tenía fiebre, porque el hombre temblaba, sudaba, estaba nervioso y no decía nada. De pronto intentó tocarla, y ella paró el auto, sorprendida y disgustada. Sin mediar palabras, él la golpeó y se la llevó del coche en brazos. Poco después apareció Lucas. Suponían que la muerte de Nicolás también era obra de él.
Si Lucas se hubiera animado a preguntar, se habría sorprendido de la respuesta de Lina. Ella tenía la sensación de que Cristian era peligroso porque su instinto le advertía que había un predador dormido adentro del aburrido oficinista. Lo veía en sus ojos, cuando la miraba se le erizaban los cabellos. Y cuando se cruzaron en la salida del interrogatorio, comprobó que el asesino era él.

Texto agregado el 26-11-2007, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


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