Conocen mi manera de reaccionar frente a ellos, y creen que me conocen...
Conozco mis manos, mis brazos, mis piernas, mis pies, mi superficie frontal excepto mi cara, a la que percibo como una forma suavemente difusa...
No me engaño. Apenas me conozco.
Me planto frente al espejo y me digo:
“¿Y éste? ¿Quién es este tipo, que cada vez se parece más a quien fuera mi padre?” “Impresiona bastante avanzado en edad”, medito, “aunque no merezca que lo llamen vetusto sexagenario. No parece haber perdido todas las formas de su juventud, pero ya es más que evidente esa laxitud de los tejidos epidérmicos que avanza por diferentes sectores...”
Hago muecas...Me sonrío para sintonizar alguna señal específica, clara, vital de identidad. Me miro directamente a los ojos y se establece, entre la imagen y quien escribe esto, una sensación de mutuo extravío. No es posible llegar de esa manera a establecer el contacto y me vuelvo.
Entonces sí, alejado del espejo y sus reverberaciones, me vuelco hacia el refugio de quien he dado en llamar “mí mismo”. Y lo hago desde el borrón de la cara, desde el interior de los músculos, los huesos y las vísceras; desde la piel de la espalda hasta la piel que puedo contemplar entre el abdomen y el pecho...
Concibo que en ese refugio hay alguien a quien creo conocer, no demasiado, pero cuya presencia me resulta bastante familiar, pues me identifico con su comportamiento, con sus hábitos, con sus afectos, con su tierna inclinación hacia los niños, con su pasión por las letras, con su gusto por cierto deporte, con el placer que le producen la charla amable y la ironía sutil, la chispa elegante, la risa franca y abierta, los silencios cómplices y las miradas cálidas, la música de Mozart, la de Schumann y la de Brahms.
Por todos esos rastros que me va dejando, y que voy recogiendo con prolija curiosidad, creo que alguna vez llegaré a.. .
Pero no quiero engañarme... apenas lo conozco.
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