LA INVASORA
Por Omar G.Barsotti
La vi, por primera vez, descansando muy calma sobre la mesa del comedor, apenas a centímetros de mi mano derecha. En la semipenumbra parecía una araña monstruosa, asimétrica y con una piel surcada de gruesas venas azuladas. Estaba en reposo, quizá muerta.
Me agaché aproximándome para verla mejor, dominado por una curiosidad que diluía mi temor y solo era superada por mi repugnancia que retuvo el deseo de tocarla , justo en ese momento me sobresaltó con un movimiento corto pero rápido de la más delgada de sus extremidades.
Quedé alelado. Ahora el movimiento me había revelado su extraordinaria naturaleza. Me enderecé lentamente y casi cerrando los ojos la empujé de la mesa con un manotazo. Desapareció de mi vista arrastrando un par de libros que hicieron mucho ruido contra el suelo. Me agaché, para ver donde había caído, pero ya no estaba ahí.
Esa noche no pude dormir. La casa estaba solitaria y silenciosa y cada leve chistido de las maderas al ir envejeciendo me hacía pensar que era producto de sus movimientos de avance hacia mi cuerpo echado e inerme.
Me levanté mil veces en la oscuridad esperando sorprenderla, pero no hubo éxito. Cuando amaneció estaba enredado en el fango de una cama revuelta, maniatado por sábanas retorcidas y con una colcha atada al cuello como una soga de patíbulo a punto de ahogarme.
Dediqué el día a buscarla. Fuí desde el ático hasta el sótano, destripando viejos cajones y volcando baldes y tiestos que hacía tiempo habían naufragado en ese mar de inútiles restos, derrelictos de la utilería con que cada ser humano monta el escenario de su soledad.
En la cocina alarmé al polvo de una estantería que quedó flotando en círculos, atravesados por barras de luz, sin decidirse a volver a su lugar. Todo inútilmente.
Di por un hecho de que se había ido, aunque durante muchos días mi vista se ocupaba de inquirir en todos los rincones de la casa con los que tropezaba. Al fin la olvidé.
La volví a ver sobre la heladera. Yo estaba ahí, sosteniendo la puerta con la mano derecha mientras buscaba una botella de agua. Arriba, casi sobre mi cara, la vi de soslayo. Salté para atrás y la perdí de vista. Me agaché hasta quedar en cuatro patas, justo para verla escabulléndose por debajo de la mesa a centímetros de mi cara.
Voltee una silla persiguiéndola, pero escapó.
Ahora sabía que no se iría , debía terminar con ella sino no podría dormir ni hacer otra cosa que espiar su repugnante y ominosa presencia. ¿Qué hacia esa intrusa en mi vida?. ¿Qué quería de mi?. ¿Sorber mi sangre?;¿ extraer el calor de mi cuerpo?.¿Nutrirse con mi carne?.¿Crecer a mi costa?.
Dos días después estaba yo comiendo en la cocina, apenas iluminado por una lamparita amarillenta y agonizante , suspirando, cada tanto, por mis penurias. Algo presentí, bajé la mirada en un gesto rápido y la vi, instalada a mi izquierda, sujetando mi pan. Me sobresalté y di un salto dejando caer todo el contenido de la mesa.¿Cómo se había atrevido con mi pan?
Estoy siendo invadido. Crece en mi pecho el fuego de la ira. ¿Qué razón hay para que acepte esta invasión, esta intrusión, esta intromisión?.
Fui nuevamente al ático y me armé con una hacha corta y pesada. La afilé y la tuve todo el día a mano. Cuando creí que volvería a tener otra noche de vano terror, apareció.
Anochecía, yo rondaba furioso por la casa, entré a la semipenumbra del comedor. Me detuve junto al viejo aparador de roble. Sentía su presencia , recorrí el viejo y gastado tablón de la mesada. En el extremo, a mi izquierda, estaba instalada, cómodamente, con esa calma amenazante que ya le reconocía como nacida de su convicción de que yo ya soy suyo, que estoy atado a ella sin remedio. Me estremecí de rabia y coraje.
Me atreví a mirarla detenidamente.
Esa mano no tiene manera de devolverme la mirada pero me observa y sabe, como luego comprobaré, que voy a terminar con ella. Es curioso, no puedo definir si es mano derecha o izquierda. Supongo que hay de las dos pero por alguna razón no puedo saber de que clase es ésta. Su dedo meñique se encoge y el pulgar se cierra como para impulsar un salto. La mano está levemente levantada, tomando impulso, respirando y brillando en la oscuridad, sus gruesas venas hinchadas de sangre. Sin amilanarme, le asesto con el hacha un tajo fulminante.
Siento el acero atravesando la carne y luego el hueso hasta terminar golpeando la madera. Es un sonido triunfal. Ahora sé que es izquierda. La siento irse, soltarse, abandonarme renuentemente.
Cae del mueble y da contra el piso, con ruido húmedo, casi pastoso. La pateo, no se mueve. La alzo y la miro detenidamente: sus dedos yertos, de uñas moradas, están encogidos sobre el vientre de su palma. Ya no me molestará ni amenazará. Ya no me poseerá. Doy unos pasos y la arrojo a la basura donde queda escondida entre papeles y cáscaras de naranja, la palma hacia arriba sostiene un lago de sangre en su centro, como una moneda o una ofrenda..
Estoy débil, pero en paz, he terminado con la pesadilla. Vuelvo a mi cama donde, por fin, liberado, lenta y dulcemente sobreviene el sueño.
Omar Barsotti – Junio 2003
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