En el valle, por el lado que salía el sol, estaba nuestra aldea. Recibía la brisa suave por las mañanas y quedaba protegida del sol cuando éste hería la tierra con sus rayos. Yo y mis hermanos cazábamos cabras montaraces en los cerros, más allá de los templos del dios de los que habitaban el valle antes que nosotros, cuyas tumbas brillaban a veces en los cerros, cuando la luna estaba llena y el río parecía de sangre. Las mujeres se dedicaban a la tierra y a las artes invisibles, teniendo igual habilidad para sanar o para encerrar un alma.
Aquella mañana, Lat, mi hermana menor, cruzó el río y se adentró en el bosque, siguiendo el sendero que lleva a la ciudad de los Azem, hombres de piel más clara y facciones bellas, como de demonios. Su rostro hermoso le permitió abrirse paso a través del mercado y seguir las callejuelas donde la riqueza brilla cegando la vista de los visitantes. Siguió el aroma de los burdeles y llegó hasta la plaza, donde relucía desafiante la imagen del dios, que los proveía de riqueza y buenaventura, y les brindaba seguridad contra el ataque de sus enemigos. Lat, maravillada ante tanto prodigio, deambuló por los interminables jardines que ventilan la ciudad hasta llegar al templo de los niños, en cuya puerta durmió, simulando mendigar.
No fue hasta bien entrada la noche que un niño abrió las puertas del templo e invitó a mi hermana a pasar, creyendo que, por su belleza, era una hija de los Azem. Mi hermana caminó junto al niño hasta llegar a una fuente, donde se entregaron a la carne hasta que el niño cayo exhausto. Entonces mi hermana lo amordazó y maniató y, tras lazar un leve silbido que atrajo a Der, el halcón que me legó mi padre, lo entrego a sus garras para que lo trajese hasta mí.
Sobre la losa, frente a mí, palpita el abdomen del niño Azem que alimentará y mis padres y sus abuelos, mi cuchillo lo destaza como si yo o lo moviese con mi mano, la luna brilla con claridad sobre las lagrimas que cubren sus hermosas facciones y se oscurece sobre la sangre que mancha el altar. Su corazón palpita en mi mano y su sangre adorna mi rostro.
Por la mañana, sentado sobre una roca que domina el valle, distingo el brillo de la cabellera de Lat saliendo del bosque y la observo hasta que llega junto a mí. Su sonrisa me trae alegría y su saludo me inunda de paz.
Cuando vuelvo a abrir mis ojos contemplo el imponente resplandor de las armaduras de los Azem, infectando la paz del valle con sus destellos. Me levanto erguido sobre la roca para que distingan en mi rostro la sangre de su hijo. Tras de mi comienzan a aparecer mis hermanos, cargando el acero que les legasen sus padres. Lat se para frente a mí y me ofrece su espada, salida de sus entrañas cuando mi padre dejó este mundo. Estalla el rugido en mi aldea. Comienza la guerra por el control del valle.
Vuelan las flechas sobre mi cabeza y las mujeres liberan cientos de arañas en mi cabello y en el de Mis hermanos. Bajamos al valle a honrar al dios de la muerte, sea con nuestra carne o la de nuestros enemigos. Atrás queda el canto de nuestras hermanas y distinguimos en el cielo el brillo de las almas de nuestros ancestros.
Llegamos a la orilla del río. Frente a nosotros se yergue la hueste de los Azem. De entre sus filas se escucha el dulce canto de las flechas cortando el aire de la mañana. Caen algunos de mis hermanos, pero nadie retrocede entre los nuestros. Comenzamos a sentir la picadura de las arañas y sus fluidos, abriéndose paso por nuestra sangre. Veo entre los Azem los ojos de un guerrero insultar mi mirada, alzo mi espada y cruzo, junto a mis hermanos, el río en busca de su garganta.
Poseídos por el elixir de las arañas, atravesamos las filas de los Azem, que temen nuestra fiera apariencia y la crueldad que demostramos en la batalla. En la confusión, encuentro al guerrero que me desafió y nos enfrentamos. No veo miedo en su hermoso rostro y siento en mi escudo la destreza de su esgrima, pero nuestros dioses son los que dominan el valle y su poder se manifiesta en nuestro acero. Tomo al guerrero por la garganta y adivino una súplica en su idioma blasfemo; corto su cabeza y la exhibo en medio de la matanza. El rugido atronador de nuestra carga inunda los cerros con sus ecos de victoria.
Mis hermanos continúan avanzando entre el pánico de nuestros enemigos. La tierra absorbe su sangre y sus entrañas alimentaran a los lobos, que son nuestros hermanos y sólo nos desconocen cuando la luna les recuerda su promesa y les da potestad sobre el valle.
Por la tarde, llegan nuestras hermanas y levantan un campamento. Los Azem enviarán otra tropa o prepararán la defensa. Lat llega junto a mi y su abrazo aleja el frío con que el viento de la tarde cubre mi piel. Le entrego la cabeza que corté para ella y la miro guardarla en una vasija llena de aceites para su preservación.
Las mujeres asan animales y cantan a los dioses, consagrando para ellos nuestra victoria. Los ancianos perparan piras para nuestros hermanos caídos y los niños cantan el canto de la guerra y escuchan nuestras hazañas de labios de nuestras abuelas.
De noche, somos despertados por la gran jauría de lobos que vienen a ayudarnos en el saqueó de la ciudad de los Azem, sus aullidos retumban en el valle y llevan el miedo hasta la urbe extranjera.
Esta noche, nuestro dios regirá desde su plaza y las almas de los Azem serán esclavas en el recinto de nuestros ancestros, sus hijos serán entregados a los nuestros, para que no les tiemble la mano a la hora de matar.
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Nos adentramos en el bosque hasta que ya no pudimos ver las estrellas. Quizás perdidos, topamos con un templo de reluciente piedra blanca, en cuyo interior ardía una flama que iluminaba un pasadizo que conducía al centro del edificio. Yo y el mayor de los lobos penetramos el recinto. Encandilado por el oro y las joyas que adornaban las paredes, intenté salir del pasadizo y tomar una vía lateral, pero el lobo me previno respecto de los poderosos hechizos que custodiaban los muros malditos entre los que nos hallábamos y, guiado por el lobo, volví mis pasos y seguí tras él.
Llegamos al fin al centro del templo y fuimos recibidos por un ser que dijo haber sido el dios antiguo de los Azem, anterior a la última teología, la que había acabado con su culto casi por completo. La entidad nos rogó que retomásemos su culto, me negué a maldecir al dios de mi padre, pero el lobo aceptó la suplica del dios, arguyendo que su estirpe necesitaba un deidad que los protegiese durante el día. Agradecido, el dios de los lobos nos indicó el camino que nos condujo fuera del bosque.
Ante nosotros relucían las paredes de la ciudad de los Azem. Ocultas nos esperaban nuestras hermanas, quienes salieron del bosque antes que nosotros, pues no es digno de un guerrero seguir, a la guerra, el mismo camino que una mujer.
Lat buscó una roca, se abrió una vena con sus uñas y sangró sobre la roca hasta quedar pálida, avanzó hacia las murallas entre los insultos de sus defensores, cerró los ojos y lanzó un alarido tan poderoso, que abrió una brecha en la gruesa muralla enemiga. Ese día mi hermana Lat, la más hermosa de las hijas de mi aldea, dejó este mundo para acrecentar el legado de nuestro nombre entre las historias de gloria que cantarán las ancianas a los jóvenes, cuando salgan a buscar sangre por primera vez.
Sorprendidos, los Azem no pudieron organizar una defensa cabal de su ciudad, por lo que nuestro acero no dejaba de lacerar carne enemiga, mientras los sacerdotes y las mujeres lloraban la perdición de su raza.
Quemamos la ciudad y esclavizamos a mujeres y niños. Los ancianos fueron entregados a los lobos, quienes les devoraban las entrañas indiferentes a sus lágrimas y suplicas.
En medio de la plaza regía la imagen de nuestro dios, que era una roca de acero, caída del cielo el día en que Los Abuelos tomaron su primera aldea y derramaron sangre sobre una roca.
Volví a mi aldea y mis hermanos se quedaron erigiendo el templo que marcaría el corazón de la que sería nuestra primera ciudad y la posterior capital del imperio que erigiríamos en adelante. Pero aquella ya no es mi historia, sino la de mis hijos, a quienes llevo a contemplar los hermosos cadáveres de nuestros enemigos, que yacen en la tierra a nuestros pies, como ha decretado el dios.
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