Y salió abruptamente de aquel recinto, golpeando con la cola, las paredes del angosto pasillo, arrastrándose, jadeando, dejando entrever por la comisura de sus labios un grueso hilo de hiel.
De un solo cabezazo, abrió la puerta buscando la salida al exterior, los ojos enrojecidos, el pelo erizado, las garras preparadas. Emitiendo un sonido gutural, olfateo el aire y salió; traspasó varias puertas hasta hallar la última, entonces, apuró su andar y se fue entre gruñidos y gemidos, esquivando los cuerpos que se le cruzaban en las veredas y las calles, desconociendo e ignorando a todos por igual.
Corrió alocadamente, tratando de alejarse lo más rápido posible de aquel sitio enviciado por el tonner, por el no-sol y el no-cielo.
Saltaba, jadeaba, bufaba, dejando a su paso un tufo ácido mezcla de encierro y transpiración.
A medida que se adentraba en el aire puro del bosque, comenzó a tranquilizarse.
El corazón se fue desacelerando, el pelo volvió a ensortijarse y las garras, lentamente, fueron escondiéndose. Y al contacto con el pasto fresco y el olor a tierra mojada, sus ojos pasaron del rojo-sangre al celeste intenso y su piel, del verde-grisáceo a un sensual negro-aceituna; la horrible cola se fue retrayendo hasta ocultarse en forma completa. En ese mismo momento, empezó a verse a una joven mujer que caminaba entre los árboles, tarareando una bella canción, mientras disfrutaba de los 45 minutos que la empresa le otorgaba cada día, para que saliera a almorzar.
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