Estrechas callejuelas como laberintos con escalinatas por donde la gente con vestidos largos transita rauda a pesar del intenso sol del mar de Galilea son la única forma de vía. Es la ciudad de Capernaum que recibe una visita; es un hombre, un nazareo por lo que se dice, y ha calmado una tormenta en la otra ribera. Son los datos que la mujer ha recopilado del lo que se oye por las callea angostas, de lo que las muchedumbres murmuran el mercado. Y dicen que ha curado enfermos y hasta ha resucitado muertos, la mujer diminuta transita nerviosa de un lado para otro en su cocina. Si yo… si talvez él…Marta le ha dicho susurrando en uno de sus tantos secretos que es el mismo hijo de Dios, se lo ha revelado en silencio para que no la oigan los fariseos. ¿Y si fuera cierto? Si realmente él tuviera el poder, ya no tendría que esconderse y sería limpia y nadie la apuntaría en la calle, como tantas veces ha ocurrido durante largos y espantosos doce años en que ha tenido que lavar avergonzada entre las paredes de su hogar los trapos blancos teñidos de roja sangre. Doce años, largos y crueles donde ha sentido de veras el peso de la ley: ser inmunda ella y todo lo que la rodea. Todo ha de ser inmundo y escondida bajo las vestiduras ha llevado entre las piernas débiles, no tanto por los años más por la enfermedad, el peso de la sangre inmunda.
Tratando de contenerla ha buscado tanta ayuda y ha gastado tanto dinero que ya estaba doblegada ante la idea de morir con la humillación al hombro. Pero en las calles todos corren para alcanzar a verlo bajar de la barca. Y si yo… pero y si él… si salgo la gente me apuntará con el dedo. Se asoma por la ventana para ver el entusiasmo de la gente que grita ¡¡¡ahí viene!!! Ahí viene, si viene. Las manos lánguidas se tranquilizan inútilmente la una a la otra. Talvez Marta tenga razón; en caso de que sea cierto que aquel hombre es hijo de Dios…él podría curarme. Pero y si me descubren antes no dejaran que me acerque a él. Un suspiro largo y sordo se le escapa. Si solo pudiera tocar un fleco de su prenda de vestir yo me sanaría.
Por las calles la gente sigue al hombre que se encamina a la casa de Jairo. Todos apretados, estrechos unos con otros y por entre la multitud, como una sigilosa serpiente, se ha escabullido una mujer cubierta de pies a cabeza tratando de desvanecerse como uno más. Allí está, puedo ver su cabello, yo trataré de alcanzar solo un fleco suyo y volveré a casa, solo uno y me iré. Las espaldas de un hombre alto se han puesto esperanzadoras frente a ella y con mucha delicadeza toca tímidamente la vestidura blanca. Un aire de alivio y descanso recorre sus entrañas para suspenderla del presente, el tiempo se detiene por dos segundos centenarios de consuelo: el flujo ha cesado. Raudamente vuelve para mezclarse con el gentío mientras oye como el hombre ha preguntado ¿quién me tocó? El silencio acusador de la muchedumbre se clava en ella como una estaca. No puede ser, yo solo he rozado su vestidura, oh no, no debí salir de mi casa. ”Pero Señor, la gente te cerca y tú preguntas ¿Quién me toco?” replica Pedro. A lo que él responde: “alguien me ha tocado, porque percibí que salio poder de mí”. La masa se ha estancado ante la protesta y al oír que ha sido descubierta, un puñal atraviesa el pecho de la mujer quien cae temblorosa a los pies del hombre que la mira con misericordia. “Hija, tu fe te ha devuelto la salud, ve en paz a tu casa”.