Te vi llegar, te esperaba sentada en una mesa como ocurría siempre, sólo que hoy había elegido un lugar algo diferente. No quería que me descubrieses nada más traspasar la puerta de cristal del restaurante, prefería observar tu entrada. Eras uno más entre tantos que se acercaban en ese momento, hora punta.

Por fin, tras echar una ojeada me descubriste. Te dirigiste a mí con paso decidido, sonriente, como la última vez. Había pasado tanto tiempo. Seguías igual, dicharachero, divertido, llenándolo todo con tu conversación. ¿Igual? ¿Conversación?

Al cabo de un rato me di cuenta, aquel reencuentro con el que había fantaseado se había convertido en un monólogo, tu monólogo. La rueca de la existencia hilvanó tantos hilos distintos que entre nosotros se abría un abismo infranqueable. Sólo oía tu voz, mas tus palabras no me decían nada.

Junto con la mousse de chocolate paladee mi sensación de libertad, mi cotidianeidad de la que no formabas parte y ya no me importaba. Ni siquiera quise hoy que me invitaras y tras pagar la cuenta me acompañaste una vez más camino del metro. Volví a hacer el gesto mecánico tan y tan repetido de quedarme a ver como te alejabas, solo que ahora la soledad no embargaba mi alma y tu imagen se borró al abrir la primera página del libro que me hacía compañía.