Sus frágiles dedos pasaban una y otra vez la diminuta aguja con hilo por la tela amarilla, dibujando a puntadas los contornos de una flor silvestre. A ratos levantaba los ojos desde el bastidor para mirar de soslayo a los demás seres que se divertían con la mesa de ping-pong. Y es que había alguien en particular por quien olvidar por segundos la labor.
Retornaba la vista hacia el bordado y le daba vuelta al bastidor de madera para acomodarle mejor, las puntadas se daban finas y casuales como le había enseñado su tía en las lluviosas tardes de invierno, sentadas junto al brasero.
Pero ahora era verano, un verano iluminado, seco; y la concentración se le escapaba ante las risas y la figura alta que daba golpes con la paleta bicolor.
Y no era que aquel metro setenta y algo la impresionara para sentir atracción, ni que las anchas y fuertes espaldas causaran estragos en su sistema hormonal. Eso ya era cosa rara pues, como ella misma admitía para desatar las burlas su amiga, se enamoraba de cualquier cosa que fuera un hombre.
Pero este no era el caso.
Esa figura no le evocaba sentimientos románticos si no más bien una profunda admiración. Se sentía pequeña, diminuta ante tanto razonamiento, tanto intelecto.
Recordaba las palabras que oía atenta, al igual que sus compañeras, de aquella profesora solterona, aconsejando machistamente a su curso de señoritas que a los hombres debían “mirarles hacía arriba”. Ella ya lo había intentado, pensando que así podría adquirir sabiduría aprendiendo de labios de otro. Pero se había sentido estúpida, inútil, insignificante; no podía evitar el experimentar sobre su pecho el desprecio y se guardaba opiniones pensando que la creerían majadera. La versión moderna del Coronel Aureliano Buendía que ahora se divertía bajo su atenta mirada, en cambio, le proporcionaba ese espacio de cultura varonil sin necesidad de pisotearla.
Ya no era repudiada bajo el estigma de ser mujer, como solía ocurrirle con otros personajes. Podía maravillarse escuchándole por horas, mirado sus tristes ojos oscuros y compartiendo su pasión literaria. Por primera vez se daba el gusto de “mirar hacia arriba” a un hombre, sin ser humillada, y no se trataba de su papá ni del Quijote.
Mientras avanzaba con las puntadas del bordado recordaba el día en que lo vio por primera vez. Era una tibia tarde de octubre y ella tenía enumerados los días para el fin del año escolar, como un reo los contaría en su prisión. Ya no soportaba más al “atado de huecas” como solía llamar a sus adolescentes compañeras y estaba agotada, su último esfuerzo escolar lo tenía reservado para subirse al escenario con telón azul y recibir aquel cartón que decía que se habían terminado los doce juegos. A esas alturas lo único que lograba distraerla por completo del superficial mundo imberbe que la rodeaba, era la lectura fascinante del “Código Da Vinci” que por esos días la tenía absorta y muy embelesada. Eso y, por cierto, las conversaciones de su eterna amiga.
Y fue justamente ella quien aquella tarde de octubre le presentó a un “amigo del amigo de su amiga”, un tipo alto, de espaladas amplias y sonrisa fresca cuyo nombre no recordaba después de 30 minutos de la presentación. Y, de todos modos, a quién le importaba el nombre de aquel santiaguino engreído.
- Así que te gusta escribir- preguntó de pronto un día el Coronel, mientras ella se volteaba para mirarlo con una enorme expresión de pregunta. La inesperada visita llevaba algunas semanas en la casa de su amiga y aparentemente no pensaba irse todavía. Ahora más encima debía llevarlo al festival del liceo para no dejarlo solo en casa.
- Sí, ¿Quién te contó?
- Tu amiga. Yo también escribo, de hecho hago clases de literatura de vez en cuando. ¿Y te gusta leer?
Ella no podía creer lo que estaba oyendo. Eran demasiado pocos los amantes de la literatura que ella conocía y además había descubierto que en ella residía un especie de talento: los cuentos que escribía habían impresionado a su profesora y ahora estaban repartidos por varios concursos literarios que empezaban a demostrarle que sus garabatos eran buenos y podían ser mejores. Sin salir aún de la impresión le contestó:
- Sí… sí, uf! Claro que me gusta la lectura.
- En serio – respondió él, sin disimular su alegría- parece que vamos a llevarnos bien entonces.
No podría describir más detalles de aquella conversación que, sin duda fue más que solo eso, porque creo que ni ellos los recuerdan muy bien. Lo más fehacientemente probable es que hayan hablado de libros, de autores, de personajes literarios, de metáforas, de novelas, de realidades mágicas. Puede que haya sido ésta la conversación de donde nacieron el fuerte y enigmático Coronel Aureliano Buendía y la sencilla y alocada Josephine March, personajes que los caracterizaban a cada uno y con los cuales se llamarían para identificarse mejor. Pero sin duda esta fue la conversación que cambió el modo de mirarse de ambos.
Los días que precedieron fueron de mucha conversación y confidencias. Ella por su parte le llevó copias de la pequeña biografía literaria que hasta el momento llevaba y él no tardó en leerlas y señalarle pequeñas críticas constructivas. Se sentían muy entusiasmados de conocerse, de que por casualidad se hayan topado en el camino. Intercambiaron libros, discos y opiniones, se miraban a los ojos para tratar de adivinar lo que sentía el corazón del otro. Ella le entregó su afiche, recuerdo del centenario de Neruda y, para que no la olvidara, puso en el bolsillo de la chaqueta de él su guante blanco de graduación. Él le regaló un libro de García Marquez y otro de Dostoievski, arrancaba pétalos de magnolia para que murieran aplastados entre las hojas de los libros de ella, mientras le proponía que construyeran un puente indestructible de palabras cuando le transcribía el poema de Benedetti: “compañera, usted puede contar conmigo…. Solo contar conmigo”. Y ella le creía, ciegamente le creía. Ahora el Coronel se encontraban divertido jugando ping-pon, mientras Jo lo observaba, admirándolo por sobre el bordado.
Aún cuando el Coronel debió regresar por donde vino no la olvidó: ella se despertaba con su saludo mañanero como mensaje de texto y él se dormía con su voz al teléfono. Una vez le dijo que estaba pensando demasiado en ella, que en todas partes su recuerdo se le aparecía, ella se quedó en silencio, no supo qué responder. El Coronel le propuso romper las distancias escribiéndose cartas a la antigua, por correo ordinario. Así que se escribieron extensas misivas volcando sus sentimientos, miedos y triunfos en el papel blanco que, seis días después, leería ansioso el otro. El “puente indestructible” empezaba a funcionar. Ella le rogaba que volviese y él le pedía que fuera a verlo, le prometía llevarla a lugares fantásticos donde los libros son mundos de papel y cartón, donde los personajes mágicos bajan para que los mortales los admiren. Y aún más ella le creía.
De pronto y sin darse cuenta, cuando finalizaba el verano, el Coronel comenzó a olvidarla. Ella se percató de ello y lo buscó tercamente creyendo que tal vez sería culpa suya. Pero él no quería ser hallado por ella. Sin manifestaciones, el Coronel se aisló de la vida de Jo, olvidó las promesas y destruyó el “puente de palabras”. Ella intentó infructuosamente hablarle y escribirle pero él jamás respondió. Solo a fines de febrero recibió un tosco mensaje de texto donde el Coronel le decía que su vida había cambiado, que no era culpa de ella, pero que ahora tenía demasiadas cosas de las que ocuparse y que ella no era su prioridad. Jo no entendía el por qué, nunca lo entendió. Se alentaba a sí misma recordando que todo tiene una explicación lógica, un por qué, una solución, pero si no era el momento para tenerla podía esperar. “Las cosas pasan para algo”, se repetía constantemente en silencio, cuando algún pétalo de magnolia resbalaba accidentalmente de sus libros. Barajó miles de hipótesis en relación a la partida del Coronel, desde torturarse asegurando que se debía a algún error suyo, hasta convencerse de que fue sólo un espejismo ilusorio todo cuanto aconteció ese verano. Le escribió cartas donde le suplicaba que por lo menos le diera alguna explicación, pero nunca las envió. Un jirón de orgullo que aún le quedaba en el alma le impedía hacerlo. Su amiga intentó consolarla menoscabando al Coronel, ella no la escuchó. Y dentro de ella se formó un vacío enorme, un recuerdo inconcluso que se incrustó en sus huesos. Un día me miró de pronto seria y me dijo que pretendía acabar con su fantasma, ya había pasado bastante tiempo y la remembranza del Coronel aún seguía viva. Sacó un viejo libro del armario, lo abrió me mostró un pétalo de magnolia aplastado entre las páginas. Entonces me pidió que escribiera esta historia.
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