Yo vendo calzado para damas. Cualquier hombre diría que esta es una profesión excitante, que eso de estar acuclillado delante de un buen par de piernas femeninas, es algo que no tiene precio. Por lo mismo, muchos, hasta pagarían por ocupar un puesto así. Claro, tienen razón, pero las bellas féminas, no son las únicas que visitan la tienda. A menudo, las que aparecen, son unas señoronas excedidísimas de peso que se desploman en las bancas, mientras piden “para empezar” un tipo de chalita cómoda, no muy cara y por supuesto, que sea elegante.
Tras una larga hora, las mujeres esas, deciden que no hay nada que las satisfaga y luego de agradecernos la gentileza, se retiran semi tullidas y bamboleantes, dejándonos agotados y con el humor descompuesto.
Pero, hace un tiempo, sucedió algo que, ante su sola invocación, provoca curiosos cosquilleos dentro de mí.
Era ya tarde y me disponía a cerrar el negocio, cuando entró una niña alta, esbelta, de hermosa figura y sonrisa cautivadora.
-Quiero un calzado elegante- dijo, sin que su hermosa sonrisa sufriera merma.
-Para servirla- le contesté y regresé casi enseguida con tres pares del más fino zapato que pude encontrar.
-Le aclaro que su precio es elevadísimo- le comenté a la bella, sabedor de la escualidez de las billeteras de la mayoría de las mujeres.
-¿Hablé acaso de precios?- me preguntó la preciosa, sin que la sonrisa se desdibujara en su rostro.
Al cabo de unos pocos minutos, embrujado yo con su sonrisa y también con sus lindas piernas, se llevó los tres pares, cancelando por ellos una barbaridad.
El asunto es que me enamoré perdidamente de la beldad y me repelía de no haber capturado algún dato de ella: su domicilio, su número telefónico, tan siquiera su nombre. Por una estúpida asociación, vez que me topaba con la marca del calzado que ella había adquirido, recordaba su deslumbrante sonrisa, su hermosa figura y esos ojos tan grandes y tan oscuros.
Nunca antes la había visto y la verdad, es que esperaba verla aparecer de improviso. Rogaba porque los zapatos le hubieran apretado, porque cualquier percance la obligara a regresar a la tienda. Yo la atendería con toda la gentileza del mundo, solucionaría su problema y esta vez sí que me aseguraría de pedirle un teléfono “para estar al tanto en caso de cualquier inconveniente”.
Pero la muchacha no apareció y su recuerdo se engrandecía ante mis ojos. Tanto así que le hice un inspirado poema que decía así:
¿Rosana, Carmen, Beatriz?
¿Estefanía, Misterio, Sensualidad?
¿Cuál es el nombre de tu encanto?
¿Qué nombre le colocaron a tu sonrisa?
¿Cómo se llaman tus silencios?
¿Cuál es el nombre de tu ausencia?
Pasaron varias semanas. Al final, el recuerdo de la bella se fue diluyendo en mi memoria, en donde quedó archivado como una simple anécdota. Muchas otras clientas desfilaron por el local, algunas, bien aceptables y otras, para el olvido. Había para todos los gustos, regañonas, amables y apuronas. De pies pequeños o abultados como lanchas, silenciosas o hablantinas. Pero ninguna como ella, la sin nombre, pudiendo llevar acaso el más excelso, el que calzara a las mil maravillas con su sonrisa tan amplia como las expectativas que yo me había forjado.
Pero el mundo es pequeño y no existe ningún camino que, por divergente que sea, no nos devuelva a los que pensábamos perdidos para siempre. Fue un día acorde a las circunstancia, soleado, de temperatura agradable, un día apto para las sonrisas, como la de...
Era ella, que regresaba, esbelta, seductora, pero...sin esa amplia sonrisa que la distinguía. De todos modos, aunque hubiese llegado disfrazada de musulmana, la habría reconocido igual.
-Hola- saludó y se acomodó en un taburete. –Quiero un lindo par de zapatos.
-De inmediato señoritaaaa...- alargué la frase con la esperanza que ella me dijera su nombre, mas, ello no sucedió.
La atendí con toda la amabilidad del mundo y ella quedó muy satisfecha con el calzado que le ofrecí. Después que ya había cancelado su compra, asorochado, jugándome la última carta, me atreví a preguntarle por qué esta vez venía tan seria.
Ella largó una carcajada escalofriante, muy fuera de tono, para mi gusto.
-Mi querido- respondió, luego de haber reído hasta que le dio puntada. –Por lo general, soy muy seria. Pero esa vez...jajaja, ¿qué quiere que le diga?
Abreviando, les contaré que ella me dijo que el día en que la conocí, venía de la consulta del dentista y que por una extraña razón, cada vez que le colocaban alguna inyección anestésica, algo pasaba con los músculos de su cara, que se ponían rígidos y por supuesto, le otorgaban la apariencia de una deslumbrante sonrisa.
Me confesó que aquella tarde venía furiosa, ya que había tenido una discusión con su novio y que cuando ello acontecía, le daba por gastar y gastar hasta el despilfarro.
Por último, en una arriesgada maniobra, puesto que ya había deducido que esta chica era en realidad muy extraña, le pedí que me dijera su nombre.
Y ella, entre sonriendo y con su ceño fruncido, lo susurró: Mariana.
No me atreví a regalarle el poema que había compuesto para ella. A decir verdad, el gesto que se dibujó en su rostro cuando se despidió, me dejó sumido en un mar de profundas dudas...
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